Su hermana apenas prestó atención a su pequeña habitación en la calle Tallers. Dejó una caja en la que había metido todos los papeles sobre la diminuta mesita frente al balcón y le dijo:
—Toma, para que puedas seguir llenándolas.
La maleta en la que había transportado sus escasas pertenencias ya reposaba sobre el armario. Cuando tocó el timbre del edificio, parecía una inquilina de un piso turístico.
—¿Qué dices? ¿Qué te pasa?
—Lo estás volviendo a hacer.
—¿Qué se supone que estoy volviendo a hacer?
—¿No estás investigándonos?
—¿Por qué debería estar haciéndolo? ¿Tengo motivos? —trató de decir en broma, pero no encontró el tono.
—Entonces, ¿de verdad no lo estás haciendo?
—¿Por qué tendría que mentirte?
—Es que... Nada, olvídalo.
—No. No lo vamos a dejar así. Siempre a medias. ¿Por qué lo pensaste?
—¿Qué estabas haciendo el otro día cuando entré en el despacho? Escondiste unos papeles, lo vi.
Amalia se estaba tomando muy en serio la tarea de protegerla de sí misma. Se merecía saber la verdad. Le contó que estaba haciendo el trabajo de Marc para que tuviera tiempo de cerrar el caso de la adolescente que se había suicidado.
—Pero si está cerrado y facturado.
—Eso cree papá. Parece que Marc tiene algo grande entre manos. Y quiere dar el golpe de efecto.
—¡Pobre Marc!
—¿Pobre?
—Bueno, no sé.
Pero entendía lo que sentía Amalia. Siempre lo habían visto como el más débil, el más frágil de los tres. Siempre superado por la necesidad de ser el hijo, de demostrarlo y demostrárselo. Marc, bebedor a escondidas, para que no se manchase la imagen que se había impuesto de sí mismo, el puro, el moralista de la familia. A punto de ganarse el respeto paterno. Como si Amalia hubiera seguido el hilo de sus pensamientos, concluyó:
—Pero no sin la ayuda de su hermana mayor. Siempre que necesitamos algo...
Nora sentía aversión a los patetismos y Amalia estaba a punto de caer en ello. Para evitarlo, remedó la pose de Superman, el puño izquierdo extendido, el cuerpo echado hacia delante, con la mano derecha a la espalda imitaba los movimientos de la capa.
—¿O era al revés?
Cambió las manos.
—Vuela con el puño izquierdo extendido, cateta —dijo Amalia—. Ya me has hecho reír, como siempre.
Este comentario fue su kriptonita. Súbitamente, Nora notó que desfallecía. Miró a su alrededor. La pequeña habitación en la que la humedad había desprendido los bordes de un papel pintado que debía de llevar cubriendo esas paredes desde los años de la primera posguerra, los muebles de Ikea contrarrestando con su falsa modestia nórdica los estucos abarrocados del techo, que la dueña había pintado de colores alegres y que el tiempo y los cigarrillos de todos los que habían vivido allí habían cubierto de una tísica capa amarillenta, el runrún incansable de la calle, turistas dispuestos a divertirse, porque por eso habían pagado y querían que el mundo lo supiera. Se sentó en la cama.
—Sí que hay algo que me gustaría contarte.
Su hermana se sentó a su lado.
—Estoy convencida de que no habría hecho lo que le hice a la abuela si Manel no hubiera muerto. Sin él, perdí otra vez el control.
Amalia quería decir algo, tal vez consolarla o excusarla, pero Nora la detuvo con un gesto imperativo de la mano.
—En parte soy responsable de su muerte. Tuvimos una discusión fortísima ese día y dije cosas muy feas, que no pensaba, pero que me salían solas de la boca, como si algo se hubiera apoderado de mí, como si fuera...
—Como si fueras mamá.
—Así es. Manel se marchó de casa, cogió la moto y después..., ya sabes.
—Pero eso no fue culpa tuya. —Le pasó una mano por encima de los hombros—. Fue ese borracho.
—Lo sé. Y durante un tiempo, supongo que para no seguir pensando en la parte que me correspondía, fantaseé con la idea de vengarme de él. —Se volvió hacia Amalia, que había entendido lo que quería hacer—. No fue difícil conseguir su dirección. Tenía el plan, y me lo cargaría antes del juicio. Por supuesto, no hice nada. Era todo un puro delirio. Y después, pasó lo que pasó.
Apoyó la cabeza en el hombro de Amalia, cerró los ojos y permaneció así hasta que ella le preguntó:
—¿Qué vas a hacer con todos estos papeles?
—Podríamos destruirlos.
Amalia parecía muy sorprendida.
—A no ser que quieras leer alguna cosa.
Negó con la cabeza vehementemente.
Salieron del piso. Pasaron por el mercado de la Boquería y le pidieron a un frutero una de las cajas de madera. Bajaron hasta el puerto por la acera lateral, Nora no quería que la vieran las estatuas humanas. Había poca gente en la escalinata que bajaba hasta el agua, y el coche de la Guardia Urbana estaba vacío, más testimonial que efectivo. Controló que no hubiera policías cerca, puso los papeles en la caja, les prendió fuego por las cuatro esquinas y, cuando estuvo segura de que habían prendido bien, dejó la caja en el agua y la empujó hacia dentro.
Amalia miraba inquieta a su alrededor, pero después se quedó absorta con la vista fija en las llamas.
—Si nos pillan, nos va a caer un multón.
—Diremos que han sido esos guiris.
Le señaló a un grupo de tres chicos de aspecto escandinavo que las contemplaban con asombro.
—¡Menudo funeral vikingo!
La caja con los papeles incinerados se hundió a los pocos minutos.
—Solo una cosa querría saber —dijo Amalia tras un último burbujeo que dejó una mancha oscura de cenizas en el agua no especialmente clara.
—Podrías haberlo pensado antes.
—No estaba en los papeles. ¿Cómo te querías cargar al conductor borracho?
—Atropellándolo, por supuesto.
Era mentira, pero no quería asustar a su hermana contándole lo que realmente llegó a hacer. Tema zanjado.
Se echaron a reír.
—¿Estás bien?
—No estoy mal.
—¿Te vas a quedar a vivir en esa habitación?
—No. Pero tenía que salir de casa.
—¿Qué planes tienes, entonces?
—De momento ninguno. Pero seguro que pronto sabré qué quiero.
Algo la encontraría o ella lo encontraría. De momento, solo quería estar un poco tranquila. Dormir, tal vez. Y en algún momento sentir que volvía a empezar, aunque no supiera muy bien qué.
—Y ahora tengo que ponerme a trabajar. Si no, no tendré nada que mandarle a Marc y papá lo pillará. ¿Qué haces tú?
—Me voy a casa.
—¿Por qué no te llevas a Ayala a cenar? Te voy a recomendar un restaurante al que voy a menudo. El cocinero es amigo mío.