El domingo, Marc se despertó resacoso a media mañana.
Se dio una larga ducha, durante la que se bebió el vaso en el que había disuelto dos aspirinas efervescentes. También fueron dos las tazas de café que tomó antes de salir de casa para volver a vigilar la de Rosario. La cafetería cerraba el domingo. Como llegaba más tarde de lo previsto y no sabía si ella estaría en su casa, tocó el timbre, arriesgándose a que justo en ese momento aparecieran ella o Raúl.
—¿Qué? —dijo la segunda voz de Rosario Pelegrín a través del interfono.
—Buenos días, hermana. ¿Sabe usted lo que es el Armagedón?
—¡A la mierda!
Estaba en casa. Se metió en el coche.
La mañana fue estéril. Conocía a todos los vecinos que vio entrar y salir.
Poco antes del mediodía, Rosario Pelegrín salió del portal. Agradeció la ocasión de seguirla y estirar las piernas, aunque fuera porque la mujer iba a comprarse un pollo asado y unas patatas fritas. No le pareció que fuera a compartirlo con nadie, de modo que se tomó una hora libre para comer en un bar cercano. Después volvió al coche.
Poco antes de las cinco de la tarde, cuando ya le dolían las orejas de tenerlas tanto tiempo aplastadas dentro de los auriculares, Sandra llegó a la casa. Como el día anterior, pocos minutos después, un hombre tocó el timbre. Era mayor que el del día anterior. La salida, una hora y media después, siguió el mismo ritual, primero él, después Sandra.
Esta vez salió del coche y siguió al hombre hasta el suyo. Anotó la matrícula. No le costaría obtener su nombre.
Suficiente por hoy.