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Un día más.

Cubierto por Nora, Marc volvió a observar la vivienda de Rosario Pelegrín. Pensó que el negocio solo funcionaría por la tarde, cuando las chicas salieran de clase, pero se equivocó. Al mediodía vio llegar a Raúl con otra chica que había visto también en el café. Era una a la que llamaban Caro.

Poco después, un hombre, esta vez un tipo grande, grueso. Lo fotografió tocando el timbre del entresuelo. Al cabo de una hora lo vio salir y lo siguió.

Curiosamente, había aparcado el coche en la misma calle que el cliente del día anterior, como si, además de ofrecerles niñas, les dieran servicio de aparcamiento.

Gracias a la matrícula, obtuvo otro nombre.

José Manuel Medina. El del domingo se llamaba Guillem Arnal.

Ya tenía dos.

También dos víctimas.

Un par de días más y entregaría el caso a la policía. Él se había inventado unas gestiones por el barrio para justificar que no hubiera pasado la semana anterior por la agencia antes de empezar a trabajar. Había hablado con su padre por teléfono, y, como cada día se encontraba el material que Nora preparaba, no parecía darse cuenta del engaño. Incluso lo había felicitado por su «excelente trabajo».

Los hijos detectives engañando al padre detective. La historia de siempre, los hijos engañando a los padres.

Esa mañana había sonado entre malhumorado y ausente. No preguntó. No hacía falta. Su madre empezaba la fase acelerada del descenso. La recta final de un esquiador de eslalon con el público huido bajo el cartel de META.