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Foto. Seguimiento. Coche. Matrícula. Nombre. Así los iría pescando uno tras otro.

Uno. José Manuel Medina.

Dos. Guillem Arnal.

Alfredo Pou.

Ya tenía tres.

Lo que había descubierto le estaba afectando demasiado. Entendía la desesperación de Martina. La tremenda soledad que la había llevado a callar, a no atreverse a hablar con sus propios padres de lo que le estaba sucediendo, de lo que le estaban haciendo. ¿Para qué sirven los padres si en situaciones así los hijos no son capaces de recurrir a ellos? ¿Si la vergüenza por lo que puedan pensar pesa más que la confianza en recibir su apoyo? Recordaba a los padres de Martina preguntándose el uno al otro si querían seguir mientras se ocultaban mutuamente lo que sabían. ¿Qué se suponía que esperaban descubrir? ¿O se trataba de que el detective les contara lo que ya sabían? Por desgracia, lo que les va a contar el detective no va a ser bonito, señores.

Todo eso saldría a la luz, habría un juicio y el consecuente escándalo. Habría una investigación policial, mucho más exhaustiva que la suya, aparecerían más nombres, tenía que haberlos, y saldrían de debajo de la tierra no solo los cómplices activos, sino los otros, igual de repugnantes, los pasivos, los del «ya me imaginaba yo, pero...», los del «no quería meterme en lo que no me incumbe, pero...», los de los miles de excusas manidas por haber cerrado los ojos y la boca ante lo que sucedía. Saldría toda la mierda a flote y el sacrificio de Martina tendría algo de sentido. Porque ahora entendía que ella misma había dejado los guijarros para guiarlo a la casa de la bruja en forma de fragmentos de fotografía.

Pensó en los padres de Martina tratando de entender demasiado tarde qué le pasaba a su hija. Vigilantes ciegos. Controlan, creen controlar y, sin embargo, no saben leer las señales porque vienen de otro planeta y en un idioma extraño.

Tampoco los hijos comprenden a los padres, pero a esas edades no tienen por qué. A esas edades viajan a toda velocidad por el interior de un túnel donde es imposible volverse y mirar hacia el pasado. Y los padres son pasado.

Mientras volvía a casa, recibió un mensaje de su padre. Los convocaba a una reunión extraordinaria en la agencia el sábado. No decía para qué. Borró de la mente que por fin hubiera decidido hacerlos socios. Entonces tal vez sería mejor que él contara lo del caso antes. Mañana mismo. Después, llamarían a la policía.

Entró en el bloque.

Al llegar al rellano del segundo piso la luz de la escalera se apagó como siempre.

La iluminación de las farolas que entraba por las ventanas era suficiente para el último tramo.

También para ver que había alguien escondido, esperándolo en el recodo del siguiente tramo. Y un brillo metálico.