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Como Alicia, su mujer, estaría tres días de viaje de trabajo, Marc se invitó a desayunar en casa de sus padres. Pasó por una panadería del barrio. Xavi, el hijo de los dueños, había sido muy amigo suyo en el colegio y el instituto.

Lola se burlaba de él porque era muy blanco y blandito, «como un panecillo de Viena». Él fingía que no le importaba. «¡Vaya zampabollos!», decía ella, y no era del todo falso, si bien no como se lo imaginaba ella. Xavi y Marc se sentaban en el parque y, sí, comían restos de la panadería, pero los bajaban con el ron que el padre de Xavier usaba para las pastas negras, unas enormes obleas hechas con los dulces sobrantes. Los pillaron, pero no fue Mateo, sino el padre de Xavier, que se percató de que faltaba ron.

Ahora, con una sonrisa cómplice, muy diferente de la expresión furiosa con que los esperaba un día en la trastienda cuando entraron a devolver la botella, el padre de Xavi le regalaba una pasta negra y le daba a elegir entre dos tipos de cruasanes. El día que los descubrió le dio a elegir entre la bofetada allí mismo o que se lo dijera a sus padres. Marc eligió la bofetada, convencido de que los padres ajenos no pegaban, pero se equivocó.

—Póngame de los normales y una libra de palmeritas. —Notaba un hormigueo en la mejilla derecha. El padre de Xavi era zurdo.

Salió. Por el camino sacó la pasta negra de la bolsa y se la dio a una mujer que mendigaba en la puerta de un supermercado.

Llegó a casa. Nora estaba pasando un paño por el hule de margaritas que cubría la mesa.

—¡Menudo apego le tienes a la cocina de esta casa, Marc! —le dijo en tono burlón.

Iba a responderle que por lo menos él tenía una casa donde vivir cuando entró su madre. Ella y su hermana se parecían físicamente, ambas eran pequeñas y delgadas, compartían la forma ovalada del rostro, la cabellera de color castaño y, esa mañana, unas ojeras oscuras alrededor de los ojos cansados.

—¿Vas a buscar a la tía? —le dijo su madre.

Cruzó el jardín y llamó a la puerta de la casita en la que vivía. El bisabuelo indiano la había hecho construir para los dos criados mulatos que se había traído de América. Llamó con suavidad, como los niños perdidos en el bosque que no saben si detrás de la puerta vive el hada o la bruja. La tía Claudia apareció entonces secándose las manos con un trapo. Marc le dio dos besos.

—¿Quieres tomar un café, tieta? He comprado pastas.

Su tía vaciló.

—¿Está Nora también?

—Claro. ¿Pasa algo, tieta?

—No..., pero no tengo tiempo. —Iba a darse media vuelta.

—He comprado palmeritas solo para ti.

La tía Claudia cerró la puerta y lo siguió hasta la cocina. La observó mientras ella miraba a Nora a distancia. ¿Era miedo? ¿Por qué razón podía tenerle miedo la tía Claudia a su hermana? Si no era miedo, era algo parecido, porque esperó a ver dónde se sentaba Nora para ocupar el lugar más alejado. Entonces, cogió una de las palmeritas y se la metió entera en la boca.

—¿Así que ya cerraste lo del carnicero? —preguntó su madre.

Sonaba como si hubiera descubierto a un peligroso asesino.

La tía Claudia dejó de masticar.

—¿Qué hacía?

Marc se lo explicó.

—Pero no aquí en el barrio, ¿verdad?

—No, no te preocupes, tieta.

Ella cogió la segunda palmerita.

—¡Cuánto sinvergüenza! Menos mal que los has pillado.

—Marc es nuestro defensor de la moral. —Su madre le dio unas palmaditas en el muslo.

—Incorruptible, como el brazo de santa Teresa —dijo Nora.

—¡Contra el mal... —empezó su madre.

—... la hormiga atómica! —acabó su hermana.

Cuando empezaban con ese tipo de bromas y comentarios, eran imparables. E insoportables.

Su padre apareció entonces en la cocina.

—¿Vienes, Marc?

—El trabajo me llama.

—Eso. A luchar contra los malos —dijo Nora burlona.