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—¿Podría hablar con su esposa?

Sentados en el despacho interior, Nora escuchaba la declaración de su padre junto con Amalia y Ayala. Su padre había activado los micrófonos internos, de un despacho a otro, en cuanto empezaron a hablar.

—El médico le ha dado un sedante y está durmiendo.

Pero antes de que su padre la sumergiera en el limbo de los calmantes, su madre había entrado en todas las habitaciones de la casa, recorriéndolas como si midiera los metros. No rompió nada, no tiró nada al suelo. Mientras su padre preparaba el cóctel de medicamentos que la dejaría sin conciencia del dolor durante unas horas, ella hizo todas las camas. La de Amalia, las de los abuelos, la suya, la de Marc. Se tumbó después en la cama de Marc y esperó el pinchazo de su padre. Ahora dormía ahí.

—Entonces esperaremos a que esté mejor. ¿Podría hablar con el resto?

Nora suponía que la inspectora no era consciente del doble sentido de lo que acababa de decir. El resto. Es lo que iban a ser durante mucho tiempo, seguramente para siempre, Amalia y ella. Tras esa sustracción antinatural, los hijos supervivientes, no importa cuántos sean, son el resto para los padres. Como al recibir un cambio mal dado, la mano se niega a cerrarse y a aceptarlo.

Pasaron al otro despacho. Su padre se retiró. Tal vez al contiguo, tal vez subió para ver cómo estaba su madre. Después, en cuanto la policía se marchara, llamarían a la familia. No antes, no quería que la abuela o el tío Basilio o la tía Claudia pasaran por eso. Unos minutos más antes de que sus vidas también cambiaran.

Se sentaron los tres juntos, apiñados en el sofá frente a la inspectora. Amalia en el centro. Nora le tomaba la mano derecha, Ayala la izquierda. Que la inspectora pensara lo que quisiera.

Las preguntas fueron más o menos las mismas. Las respuestas también. Amalia y Ayala dijeron la verdad. Ella mintió.

Porque su padre también lo había hecho al ocultarle información a la policía y ella creía entender sus razones, aunque estuviera equivocado. Cuando la inspectora les preguntó si pensaban que estaba relacionado con el caso en que trabajaba Marc, ella sentía la presión de la mano de Amalia y oía los pasos de su padre justo encima, donde estaba el cuarto de Marc, donde dormía su madre, y entonces entendió que eso no era asunto de esa mujer. Y decidió no hablarle de la investigación secreta de su hermano ni aclarar que lo de las estatuas vivientes lo hacía ella. Mientras respondía que no sabía, solo pensaba: «Es un asunto nuestro. De la familia».

 

 

En cuanto la policía se marchó de la casa, Nora salió también. Allí le faltaba el aire. Pronto empezaría a llegar gente, mucha gente. Todos gastando aire. Echó a andar. No tenía rumbo, se dejó llevar por los pies, que prefirieron la sensación de moverse cuesta arriba.

Un largo vagabundeo del que no guardaría recuerdos, solo que en algún momento se sentó a descansar en un banco en una plaza de Horta que no conocía y se quedó dormida. La despertó un tirón en el bolso. Una plaza desierta, ni una sola luz en balcones y ventanas, y dos hombres, más grandes y fuertes que ella, que se alejaron sin volver a intentar arrebatarle el bolso en cuanto le vieron la expresión de la cara. «La vida sigue.» ¿No lo decía todo el mundo en esos casos? La vida seguía, cierto, por lo menos para los atracadores, los quinquis, los carteristas, los camellos.

Estaba aterida y no quería pasar la noche en su cuartito cerca de las Ramblas; regresó a la casa de sus padres. Entró en su habitación, la cama hecha estaba esperándola. Cerró la puerta, bajó las persianas que daban al jardín. Silencio. Silencio absoluto. No lo quebraba ni un llanto ni un quejido ni un golpe. Nada. A pesar de que, seguramente, nadie dormía.

Los imaginaba como ella en ese momento, revisando su parte de culpa. Así era con todas las muertes. Insomnes, haciendo examen de conciencia para enumerar los errores, las omisiones irreparables, porque nadie, en ningún momento, se había dado cuenta de la obsesión con que Marc se había lanzado a ese caso. Apenas le habían prestado atención, como siempre. Esa era, en realidad, una culpa general.

Después venía su responsabilidad. Ella lo había encubierto, más por pena que por convicción, porque era una de «esas cosas de Marc». Esa era su culpa específica.

Y ahora algo, que no sabía si era intuición o experiencia o la pura necesidad de encontrar una explicación, le decía que el asesinato de Marc tenía que ver con el caso de Martina Reig.

Empezaba a notar una quemazón cáustica en la boca del estómago. La reconocía. Era la misma que sintió después de la muerte de Manel. La necesidad de devolver el daño. No sabía si en esta ocasión sería capaz de controlarla.