¡Hay que hacer tantas cosas, hay que ver a tanta gente, hay que tomar tantas decisiones! ¿De verdad había ido con Alicia a escoger un ataúd para Marc? ¿Estaba ella cuando eligieron el lugar en el panteón de la familia Obiols? Debía de ser así, porque guardaba el recuerdo de sacar casi en volandas un cuerpo desfallecido. Había contestado infinidad de llamadas de pésame, había avisado a los clientes de que por «un deceso en la familia» la actividad en la agencia se detendría durante unos días. Por suerte, nadie había preguntado cuántos. La casa se había llenado de visitas. Le parecía que el barrio entero había pasado por allí; y después, tras muchas horas en las que estuvo ocupado, aunque no recordara muy bien en qué, llegó la hora del entierro de su hijo.
¡Tantas cosas! Confortar a sus hijas: «tienes que comer algo, venga, aunque solo sea un bocado, acuéstate un rato, ya me encargo yo». Devolver los besos de su madre, dejarse caer en el abrazo de Ayala, cerrar los ojos al notar la manaza de Heredia apretándolo contra su costado, consolar el llanto de Basilio, poner en jarrones y vasos las flores que Claudia traía cada pocas horas. Sentir a cada segundo la ausencia de Lola, encerrada en el cuarto de Marc.
Cuando se quedaba solo, se sorprendía haciendo movimientos absurdos, sentándose, levantándose, yendo de una habitación a otra, mientras la rabia corría por el circuito cerrado de su cuerpo, de los puños a los pies. Ganas de golpear, de patear, de romper.