«Y de esto va a encargarse Nora», había dicho su madre.
«¿Yo? ¿Por qué? ¡Ah! Entiendo.»
Solo alguien que hubiera sufrido la misma pérdida podría lograr acceder a ella. Su madre sobrevaloraba el vínculo solidario que esa circunstancia hubiera podido crear, porque no sabía lo que había dicho Alicia en el entierro. De todos modos, lo intentó. Si conseguía hablar con ella, quizás, tal vez, igual...
La llamó dos veces. Alicia no contestó. Era de esperar, conocía el número. Lo hizo entonces desde un móvil de prepago que compró solo para eso. En cuanto oyó su voz, Alicia colgó y ya no reaccionó, ¿por qué iba a hacerlo?, a sus siguientes llamadas. Pensó abordarla cuando volviera a casa, pero tras horas de espera en el coche, a las tres de la madrugada entendió que no dormía allí.
Con la presión del resto de la familia en la nuca, se apostó al día siguiente cerca del bufete en el que trabajaba en Pau Claris. Tuvo suerte, en realidad, mucha suerte, pues salió a la hora del almuerzo y lo hizo acompañada de una cara que Nora conocía; Amalia y ella habían quemado su foto en el funeral vikingo en el puerto. El hombre se llamaba Enric Dalmau, tenía cuarenta y dos años, era un compañero del bufete y había mantenido, o seguía manteniendo, una relación con ella. «Lo ve, doctora, no tengo ni idea, no he vuelto a hacerlo.» La memoria, un perrito bien adiestrado, le devolvía la información con docilidad. Le dio la orden de quedarse quieta antes de que volviera con más imágenes acumuladas durante la última de sus investigaciones familiares. «Lo siento, doctora, pero no puedo borrar lo que sé.» Supo entonces que no iba a abordar a Alicia de una manera empática o sensible, de viuda a viuda, sino con la rabia fría que sintió al verla con el otro.
Los siguió hasta que llegaron a un restaurante. Les dio tiempo a que se acomodaran. Entró y, señalando la mesa con decisión, le dijo al camarero que le salió al paso que la estaban esperando. El camarero, además, le había hecho de pantalla perfecta, de modo que no la vieron hasta que estuvo de pie ante ellos. El rostro del hombre era de amable curiosidad, podría tratarse de una colega o de una clienta a la que no hubiera reconocido; el de Alicia era de ira.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no me dejáis en paz?
—¿Es él? —Lo señaló con la cabeza—. ¿Sigues con él?
Ninguno de los dos atinó a responder. Nora aprovechó el desconcierto.
—Personalmente me da igual, Marc está muerto y ni esto ni nada puede dolerle ya.
Alicia bajó la cabeza y el rostro quedó oculto entre las dos mitades de su melena rubia partida por una raya perfecta.
—¿Qué quieres?
El camarero se acercó con una silla. Nora la aceptó y, sin hacer caso de la expresión, ahora de fastidio, del hombre, se sentó.
—¿Le traigo la carta?
—No, creo que tengo que marcharme otra vez.
El camarero se alejó.
—Aunque podría quedarme y contaros muchas cosas.
—¿Lo saben los otros? ¿El resto de la familia? ¡Qué vergüenza!
—Solo lo sé yo. Y supongo que lo sabía él.
—Sí. Y yo también sabía lo suyo en el puticlub...
—Del Tibidabo. —Le terminó la frase para no dejar traslucir su sorpresa y que se creyera en ventaja.
—¿Cómo puedes saberlo? ¿Te lo contó él? No me parece una conversación de hermano y hermana.
—Hay muchas cosas, por lo que veo, que no sabes de nosotros. Pero eso ahora ya no tiene importancia. —Se volvió hacia el hombre, que parecía a punto de decir algo—. Tranquilízate, Enric, me marcho enseguida. Pero necesitaría ir a vuestra casa, la tuya y de Marc —añadió con crueldad—, para buscar unos papeles. Puedes estar todo el tiempo delante para que veas que no toco nada que no sea de trabajo.
—Es que no puedo entrar ahí. Voy a dejar ese piso.
El hombre hizo un conato de tomarle la mano, pero se reprimió.
—No puedo vivir en ese lugar, no puedo. No soporto tener que subir todos los días esa escalera. Si quieres ir, ve tú sola.
Buscó el bolso, lo abrió y sacó las llaves. Todavía dudó un momento, pero finalmente se las entregó.
—Toma. Ve y busca. Remueve lo que tengas que remover. Y llévate lo que quieras.
Nora se lo agradeció.
Cuando estaba a punto de levantarse, Alicia le dijo:
—Sobre todo, no mires al suelo cuando llegues al rellano donde lo mataron.
Esa fue su venganza, porque no podría evitar verlo.
Y descubrir entonces que, a pesar de que habían limpiado el suelo, las baldosas, de un material poroso, habían retenido un rastro de la sangre de su hermano. Trataba de ocultarlo un ramito de flores marchitas que habría depositado alguno de los vecinos, pero el efecto era el contrario, como si hubiera colocado una flecha para señalar la zona oscurecida.
Había más flores sobre el felpudo delante de la puerta.
El piso mostraba el desorden de las casas abandonadas con prisa. Alicia no se había marchado, había huido de allí. Sobre la cama habían quedado desparramadas perchas desnudas y las piezas de ropa descartadas, había dejado a medio cerrar algunos cajones de la cómoda. Los que estaban perfectamente anclados debían de ser los de Marc. La nevera estaba vacía, pero en el fregadero los restos de un último café se habían solidificado en la taza. Resistió el impulso de lavarla.
Fue al despachito de su hermano. La policía se había llevado el portátil de Marc; encontrarían mucha información en los archivos, pero no lo que Marc quería guardar en secreto. Él, que era mejor detective de lo que creía, sabía que los secretos, para seguir siéndolo, tienen que ser analógicos.
Se sentó en su silla, cerró los ojos. Ahí estaba él, escribiendo de noche sus dos versiones. La que llegaba a su padre, en el ordenador. La que escondía, en papel, después de echar a un lado el ordenador. Nora hizo el movimiento de apartar el portátil a la izquierda. Marc escribe. Pasa sus observaciones a limpio, siempre esmerado, prolijo. Después las guarda. ¿Dónde? El escritorio no tiene cajones. Abre los ojos. Ve a la derecha una bandejita con bolígrafos y lápices, pero no son como los que ella usa, son lápices de dibujo. Siempre se le dio bien dibujar. Y así se acostumbró también a escribir en blocs de formato apaisado en los que sus frases largas no saltaban constantemente de línea. Lo ve. Marc termina de escribir, cierra el bloc y lo deja simplemente sobre una estantería junto con otros similares que la policía pasó por alto porque son de dibujo, como anuncian las enormes letras de la tapa de cartulina.
Nora se levantó y hojeó el primer bloc de la pila. Dibujos. Las notas de su hermano estaban en el penúltimo. Con la certeza de que nunca más volvería a pisar el lugar en el que él las había redactado, empezó a leer sus observaciones; ahí estaba la descripción de cómo creía que funcionaba la red de prostitución que dirigía Rosario Pelegrín. Había consignado direcciones, horarios, matrículas de coches. Nombres y fotos de las víctimas, de los clientes. Incluso los había dibujado. Retratos al carboncillo, muy negros, cargados de asco hacia esos tipos. Pasó una página, había dibujado la cabeza de uno de ellos en el cuerpo de un cerdo con la carnalidad repulsiva de los dibujos de Crumb.
Le temblaban las manos como si las hojas le transmitieran la excitación y el desasosiego de su hermano al saberse tan cerca de la resolución. Y tuvo que parar la lectura al descubrir que en las notas datadas el 1 de febrero describía que lo habían descubierto y que el camarero, ese tal Raúl Ramis, le había destrozado el parabrisas y un faro del coche. En la página adyacente se había caricaturizado a sí mismo como un escolar con pantalones cortos y unas enormes orejas de burro puesto de cara a la pared. En el bocadillo había escrito: «¡Mierda! Eso mejor que no lo sepa mamá». Es decir, que era consciente del peligro y, a pesar de todo, había preferido seguir solo.
«¡Oh! Marc, Marc, Marc.»
Cerró el bloc. Antes de marcharse, echó un vistazo a los otros. Se los llevó todos. Ella se quedaría uno viejo, de cuando Marc tendría unos quince años y los perseguía a todos para su álbum, en el que encontró retratos al carboncillo de toda la familia. Había uno en el que ella aparecía sentada en el jardín escribiendo. ¿Se habría llegado a imaginar qué anotaba? ¿Qué secreto de familia guardaba en sus papeles mientras su hermano la dibujaba?
Por la noche soñó con estatuas humanas. El cancerbero le cerraba el paso.
—Tú no.
—¿Puedo ver a mi hermano?
Las cabezas empezaron a reír. Cada una tenía una risa diferente. Una era grave, la otra, muy aguda, punzante, y la tercera, un resuello.
—¿Tienes cerveza? —preguntó la del centro.
Buscó en su bolso, un bolso enorme en el que sus manos se hundían sin tocar fondo. No, no había cerveza.
—Espera —le dijo al perro—. Mi madre seguro que tiene.