—Después de... de lo que han hecho, serán cautelosos, estarán en guardia —les decía Mateo.
Las notas de Marc que había encontrado Nora no solo confirmaban la idea de Lola, también desvelaban cómo funcionaba el negocio de Rosario Pelegrín y los nombres y caras de sus clientes.
—¿Y si dejan la actividad y desaparecen? —preguntó Amalia.
—Lo dudo —dijo Nora—. Montar ese mecanismo de extorsión les habrá costado tiempo y trabajo. No lo dejarán perder. Lo que han hecho demuestra lo que son capaces de hacer para defenderlo.
—¿Podrían vincularlo de algún modo con el suicidio de Martina Reig? —preguntó Amalia.
—No veo cómo —dijo Mateo.
Las notas eran exhaustivas, incluso en los errores que había cometido.
—Él nunca se dio a conocer como detective ante Pelegrín o Ramis, ni mencionó a la chica, de modo que, si llegaron a descubrir que lo era, no podían saber para quién trabajaba —dijo Nora.
—Además, si hubieran sabido que era detective, no lo habrían matado. Al percatarse de que habían sido descubiertos, lo más probable es que hubieran interrumpido su actividad y hubieran huido.
—Entonces, ¿por qué lo mataron?
Mateo negó con la cabeza, impotente.
—Ya se lo sacaremos.
—Tenemos tres nombres, Rosario Pelegrín, que es quien dirige esto, aunque nos queda por saber si es el cerebro del negocio o hay alguien por encima. Después está Raúl Ramis, que trabaja de camarero en el local y actúa como cebo. La tercera es Berta Raventós, diecisiete años, novia de Raúl y, por lo que parece, una especie de captadora de chicas en el colegio.
—Si alguien lo sabe, es esa mujer, esa tieta Rosario —dijo Lola—. Seguramente fue también ella quien dio la orden.
—Y el tipo este, Raúl —dijo Amalia—, tiene todos los números para ser el asesino. ¿No os parece?
—Pero el eslabón más débil es seguramente Berta —dijo Nora—. Es muy probable que sea ella la chica que aparece en la foto de Martina desnuda. Es una cabrona. Pero no deja de tener diecisiete años.
Ayala los escuchaba con una sonrisa ladeada, escéptica.
—Todo conjeturas. Pero me da la impresión de que ya tienes un plan, Mateo.
—Tenemos. —Mateo miró a Lola—. Tú, Ayala, vas a investigar a Raúl Ramis. Amalia se encargará de Berta, y Nora de Rosario. Necesitamos saber todo lo posible del Raúl este. Tenemos que conocer todos sus movimientos. Saber quién es, de dónde sale, hasta qué punto es peligroso. Marc apenas dejó información sobre él. En segundo lugar, Berta: hay que acercarse a ella. Amalia, averigua de qué modo puedes abordarla para que hable. Seguramente sabe lo que pasó. Rosario...
—Creo que podría pillarla a través de alguna de las víctimas —se adelantó Nora antes de que él pudiera darle instrucciones—. Pero primero tengo que hacer algunas averiguaciones sobre esas dos chicas.
Parecía tener una idea clara de lo que iba a hacer. Volvía a ser ella. Algo que su padre se cuidaría mucho de comentar.
—Pero esto no es todo —añadió Mateo—. Están también los tres clientes que identificó Marc.
—¿Piensas que puede haber sido alguno de ellos?
—Me parece improbable, viendo sus perfiles, pero los queremos también.
Entonces intervino Lola:
—Ellos son la raíz. Si no hubiera demanda, no habría oferta. Unos tíos que son capaces de acostarse con una niña sabiendo que lo hace forzada, a esos no les vamos a dejar respirar tranquilos. Primero, tienen que pensar que han sido descubiertos y que son víctimas de un chantaje. Les haremos creer que, si pagan, saldrán bien parados. La peor tortura es despertar la esperanza en un prisionero, que sienta muy cerca la libertad. Después las fotos y todo lo que tenemos de ellos irá a parar a manos de familiares y amigos. Finalmente, los denunciaremos a todos.
—Pero tenemos que hacerlo de modo que no nos comprometa: fotos anónimas en papel, nada de archivos digitales, que siempre dejan marcas —dijo Amalia—. Cuando encontremos a quien mató a Marc y nos lo carguemos, esperemos que la policía descubra en qué andaba metido y llegue también a estos tres tipos.
¡Con qué fría naturalidad hablaba su hija de lo que iban a hacer! Nada de eufemismos o circunloquios. De cara.
—¿Y si alguno de ellos deja caer el nombre de Martina Reig? —preguntó Ayala.
—¿Tú crees que saben cómo se llaman las niñas? —respondió Nora—. Seguro que no les importa.
—Por supuesto que pueden llegar a vincularnos con ellos, pero es un hilo tan tenue que no me preocuparía —dijo Mateo.
—En todo caso —zanjó Lola—, ya nos preocuparemos del tema si es necesario. Volvamos a estos tres.
Él puso las fotos sobre la mesa.
—En primer lugar, tenemos que saber más de ellos para averiguar qué cosa, aparte de las consecuencias legales, los hace más vulnerables a un supuesto chantaje: familia, prestigio... —Cogió una a una las fotos—. Amalia, te ocuparás de este, Guillem Arnal. Nora, el tuyo es José Manuel Medina. Ayala, Alfredo Pou.
—Una última cosa —dijo Lola, y señaló los álbumes de dibujos sobre la mesa que todavía no habían abierto—. No perdáis de vista lo que queremos hacer. Ya lo lloraremos cuando todo esto acabe.
Tenían que tragarse la rabia, llevarla por dentro, si querían llegar hasta el final. Si hablaban, si se consolaban, esa rabia se podía diluir y con ella la necesidad de hacer daño a quienes les habían causado tanto dolor.
Empezaba la cacería.