Buen trabajo, hijas. Buen trabajo, Ayala.
Sentado tras el escritorio, Mateo revisaba fotos, notas, observaciones. El contenido del móvil de Arnal bastaba para meterlo en la cárcel. Pornografía infantil, enlaces a páginas pedófilas. Ahora lo tenía apagado y en un cajón como si hubiera metido en su casa un animal fétido y peligroso.
Tenía también informes policiales que le hacía llegar Oriol. Lola querría verlo todo. Pero Mateo debía ser precavido. Abrió la carpeta y sacó las fotos del cuerpo de su hijo. A él lo acompañarían el resto de su vida. Ella no debía verlas nunca.
Marc derrumbado en el rellano de su casa. Los pies sobresaliendo del último escalón que llegó a subir, el brazo izquierdo colgando como dislocado entre los barrotes de la barandilla, el charco de sangre, los ojos abiertos.
Cogió las fotos y las rasgó tres veces para hacer trozos pequeños. Después fue a la mesa entre los sillones azules. Allí tenían un gran cenicero en el que los quemó. Esparció las cenizas en el jardín delantero, entre las aspidistras.
Por la tarde, a la hora en la que, según las notas de Marc, llegaban los clientes a la casa de Rosario Pelegrín, Mateo ya estaba vigilándola desde el coche. Se cumplía la secuencia que su hijo había descrito: llegada de la chica, Sandra, llegada del hombre, Alfredo Pou, salida en el orden inverso, como si esa red de prostitución no llevara a sus espaldas un suicidio y un asesinato. Tenía razón Nora, después de la gran inversión que había supuesto organizarlo, el negocio tenía que seguir.
En realidad, no necesitaba más pruebas, lo que quería era constatar que nada detenía a esa gente. De todos modos, fotografió a Pou, porque se le ocurrió que revelaría las fotos con fecha y se las haría ver con las que lo mostraban esa misma mañana saliendo de misa del brazo de su mujer. Llevaba incluso la misma ropa puesta, que imaginó oliendo a incienso.
Cuando más tarde apareció Raúl Ramis, estuvo a punto de perder el control. No tenía pruebas, nada que lo justificara, pero supo que él había matado a su hijo. Se alejaba en la dirección contraria al lugar donde él estaba aparcado. El brote de rabia fue tan intenso que la sangre se le subió a la cabeza en un bombeo ruidoso que le taponaba los oídos, y cuando abrió la puerta del coche para salir tras él y saltarle encima, se mareó. Se quedó con medio cuerpo colgando fuera del vehículo, con la respiración entrecortada. No pasaba nadie por la calle y nadie lo vio levantarse con dificultad, sentarse y cerrar la puerta antes de echarse sobre el asiento del copiloto para ahogar el grito en la tapicería.
De regreso a Barcelona se encontró atrapado en un enorme atasco. Los domingueros regresaban a casa. Los insultó a todos, los amenazó a todos, quizás tuviera suerte y alguno se bajaría del coche y podría enzarzarse en una buena pelea entre tubos de escape y bocinazos. Pero nadie se animó. Todo quedó en gestos y amenazas detrás de parabrisas y ventanillas, las carpas enseñándole los dientes al tiburón desde el acuario contiguo.
Por la noche, en la segunda hora de insomnio de Mateo, Lola dio un salto en la cama y se quedó sentada con los ojos muy abiertos.
—¿Qué tienes?
—¿No la has oído? —respondió ella con la garganta ronca.
—¿Qué?
—La voz de Marc. En su habitación. Pide agua.
La voz de Marc pidiendo agua desde su habitación al final del pasillo porque lo acosaba alguno de sus terrores infantiles. Mateo se sentó al lado de Lola, a punto de salir corriendo hacia la habitación vacía. Si no lo hacía, no era solo porque fuera absurdo, sino porque tenía miedo de abrir la puerta y ver al fantasma de su hijo entre las sombras.
Abrazó su espalda.
—Era un sueño, Lola.
—¿Me podrías dar algo para volver a dormir?
Se levantó, cogió el llavero del bolsillo de los pantalones y salió del dormitorio. Sobrecogido por la intensidad de los miedos infantiles de su hijo, encendió la luz del pasillo y llegó al baño con la vista clavada en el suelo. Estaban solos en esa enorme casa silenciosa. Solos ellos dos.
Abrió la parte del botiquín que tenía cerrada con llave y buscó la pastilla para Lola. Tal vez también él debería tomar una, pero lo inquietaba la imagen de dos personas yaciendo en la cama, inconscientes e indefensas. Llenó un vaso de agua implorando a su memoria que no le jugase una mala pasada, que no le trajera la vocecita de Marc pidiéndoselo.
Apagó las luces, entró en el dormitorio. Antes de cerrar se atrevió a mirar hacia la puerta al fondo.
«Ten un poco de paciencia, hijo, estamos en ello.»