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La tarde del lunes, Guillem Arnal, José Manuel Medina y Alfredo Pou recibieron en sus lugares de trabajo la visita de un mensajero en moto que, sin quitarse el casco, le entregó a cada uno de ellos un sobre marrón con fotos y documentos comprometedores. El mensajero llevaba un uniforme de SEUR y los tres hombres firmaron un recibo con el logo de la empresa. Mateo Hernández tenía blocs de todas las empresas de mensajería. El uniforme lo había conseguido por su cuenta el «colaborador».

A los pocos minutos, en cuanto el mensajero avisaba de que había entregado el sobre, el receptor recibía una llamada.

Nora había hablado con Medina desde el despacho de la agencia. Un móvil comprado en una tienda de las Ramblas que destruirían tras la llamada.

—Buenas tardes, señor Medina. ¿Ha recibido mi envío?

En sus respectivas llamadas, los tres hombres coincidieron en hacer primero la pregunta:

—¿Quién es usted?

A la que no respondían, sino que repetían si habían recibido el envío.

Mientras que el objeto de Amalia, Arnal, se mostró desde el principio muy agresivo, el de Nora tartamudeó que no sabía de qué le estaba hablando.

—¡Ah! Bueno. Entonces mejor se lo mando a su mujer, por si me da acuse de recibo.

Medina siguió tartamudeando, pero ya no negó ni se quiso hacer el listo, aunque Nora tuvo que enumerar a varias personas más que podrían recibir esa misma tarde un sobre idéntico hasta que por fin el hombre preguntó:

—¿Cuánto quiere?

La trató de usted.

No como Alfredo Pou, quien llegó muy rápidamente a la pregunta, pero desde el principio tuteó a Ayala.

—A ver, ¿cuánto me quieres sacar?

Fue también el más rápido en aceptar la cifra que le pedían.

—¿Cien mil? Así, bien redondita la cifra. ¿Y cómo lo quieres?

Había inquietud en la voz, pero también un gran enfado. Si en vez de llamarlo, Ayala se hubiera presentado en persona, habrían acabado a puñetazos. Y después Pou habría pagado, qué remedio.

Medina, en cambio, se le entregó sin más. Nora podía sentir cómo el hombre se hundía a cada frase.

—¿Quién me garantiza que no seguirán pidiéndome dinero si pago esta vez? —le preguntó.

—¿Quién me asegura que no seguirás extorsionándome años y años? —fue la réplica de Pou.

—¿Quién me asegura que después me van a dejar en paz? —dijo Arnal.

—Nadie. —Fue la respuesta que recibieron los tres.

Curiosamente, Medina fue el único que protestó.

—Entonces, no veo por qué tengo que pagar.

—Entonces, yo tampoco veo por qué Álex y Pau no deberían saber qué hace su padre algunos domingos por la tarde después de la siesta.

Un gemido.

Ya lo tenía.

Le dio las mismas instrucciones que recibieron los otros dos.

—Cien mil euros en billetes de quinientos, doscientos y cien. El mensajero pasará a recogerlo mañana a las ocho en su domicilio privado. Tocará el timbre y saldrá usted a entregárselo. Si el mensajero nota algo extraño, mandaremos el sobre a su familia, clientes y, por supuesto, a la policía. Si avisa a Rosario Pelegrín, lo mismo.

—¿Y si aviso a la policía?

Nora dejó escapar una carcajada. Una risa real, que le evitó tener que seguir argumentando con Medina. Podía verlo bajar la cabeza.

Arnal, en cambio, fue más duro. Amalia también.

—Si habla con la policía, la bomba explota. Si informa a Rosario Pelegrín, la bomba explota. Si intenta engañarme...

—Déjeme adivinar, la bomba explota.

—Exacto, le mandaremos a la policía el móvil con las «preciosas» fotos que guarda en él. Pero antes iremos a romperle la cara y varios huesos en persona.

Se encontraron al terminar las llamadas. Amalia ardía, tenía los párpados y las mejillas enrojecidas, como si tuviera fiebre. Ayala también lo notaba y la miraba con preocupación. Él había hecho su llamada con fría profesionalidad. Nora tenía el pulso acelerado.

—Ha sido fácil —dijo Amalia.

—¿Ha sido fácil? —respondió Nora.

Ayala no hizo comentarios.