Por la tarde, Amalia, Ayala y Nora salieron a cobrar los chantajes. Llevaban uniformes de mensajeros y cascos, como si hubieran llegado en moto, aunque su función era ocultar su identidad. Por si la cosa se complicaba, cerca de cada una de las casas se apostarían Heredia, Arsenio y su padre.
Se trataba, como había dicho su madre, de hacer creer a esos tipos que estaban a salvo después de pagar. Al día siguiente volverían a la carga, con otra llamada y más amenazas. Los gatos querían seguir jugando con los ratones, pero había un ratón que había preferido abandonar la partida. Cuando Nora y su padre pasaron por delante de la casa de Medina, vieron un coche de la policía delante de la puerta y un grupito de gente. Aparcó a dos calles.
—Mejor me acerco yo. A ti podría reconocerte algún policía —dijo ella.
Se quitó la chaqueta del uniforme de la empresa de mensajería y se acercó a la casa. Como una paseante curiosa, se unió al grupo de personas agolpadas en la puerta de la zona ajardinada.
—¿Qué ha pasado?
—Un vecino. Se ha matado.
—José Antonio —dijo otra voz—. Se ha colgado.
—Se lo ha encontrado su mujer en el garaje.
Escuchó algunos rumores más. Quería saber, sobre todo, si tal vez había dejado alguna nota.
—¿Por qué lo habrá hecho? —lanzó sin mirar a nadie, como si hablase consigo misma.
Las respuestas, porque la mayoría de la gente es incapaz de dejar una pregunta sin respuesta, fueron tan variadas que no le sirvieron para aclarar nada. Se alejó del grupito sin decir nada, para que nadie se acordase especialmente de ella y fingió seguir su camino. Rodeó la manzana y volvió al coche, donde la esperaba su padre.
Se montó por el lado del copiloto. Su padre se había puesto al volante.
—Medina se ha suicidado.
—Un cerdo menos —dijo al arrancar el coche.
Ya tenían un muerto en su cuenta.
Y no le gustaba lo que sentía.
Tenía que parar eso.
Al ver la expresión decidida y satisfecha de su padre, entendió que no podía decirlo en voz alta. Tenía que pararlo, pero no podría hacerlo sola. Necesitaba un aliado. Y ese solo podía ser Ayala.
Volvió la cara hacia la calle. Cada vez había más banderas colgando de las ventanas y balcones. Unos y otros estaban convencidísimos. Todos gritaban mucho, todos tenían razones y tenían la razón. Unos y otros se sentían agraviados. Unos se sentían menospreciados, otros legitimados, otros legítimos. Unos se sentían fuera, otros se querían fuera. Algunos todavía se reían, otros no salían de su asombro, otros se encogían de hombros. Y cada día más banderas tapando los ojos y las mentes. Se avecinaba una buena tormenta política.
«Y francamente, queridos, me importa un bledo.»