21

Es complicado matar a un hombre a las ocho de la tarde, a no ser que lo ponga fácil.

Raúl Ramis se lo ponía fácil. Lo estaban siguiendo a casa de Rosario. Mateo tenía la impresión de que estaba tenso, como un animal que intuye el peligro, un depredador que intuye la presencia de otro, aunque hasta entonces haya sido una especie desconocida para él. Observaba sus andares, su ropa, su peinado. ¡Que ese tipo tan burdo hubiera matado a su hijo!

Dejaron que entrara y esperaron unos minutos antes de tocar el timbre.

—¿Ya te has vuelto a olvidar la llave?

Un zumbido les cedió el paso.

Se pusieron unos pasamontañas en el portal sin encender la luz. Los alumbró brevemente la claridad que salió del piso cuando Raúl abrió la puerta y se lanzaron contra ella como dos polillas enloquecidas. A partir de ese momento serían mudos.

Eran dos cuerpos que desbordaron el pequeño recibidor de la casa. Uno cerró la puerta y echó el candado, el otro, el más grande, empujó a Raúl hacia el interior de la casa obligándolo a caminar de espaldas por el pasillo estrecho. Mientras tanto, el otro los seguía sin hacer caso de las preguntas desconcertadas de Raúl, porque buscaba un lugar concreto. Reconoció la cama de la fotografía en la última habitación antes de lo que debía de ser el comedor, adonde Raúl llegó dando un traspié que lo obligó a agarrarse al marco de la puerta, lo que el otro aprovechó para cogerlo y meterlo en ese cuarto.

Era un lugar perfecto. No tenía ventanas. La frecuente actividad sexual tal vez habría llamado la atención de los vecinos. Unas cuantas velas ardían sobre una de las mesitas de noche; no le había dado tiempo de encender las de la otra mesita.

Lo haría a la luz de las velas. Perfecto.

Raúl se había quedado contra la pared en la esquina de la mesita con las velas sin encender. ¿Pensaba acaso que no lo veía? Los músculos de gimnasio no parecían dispuestos a enfrentárseles, todo lo contrario, se encogía por segundos. No, no podía ser que ese tipo ridículo y cobarde hubiera matado a su hijo.

—¿Qué queréis? ¿Quiénes sois?

No había parado de repetir esa cantinela desde que habían entrado. «¡Que se calle de una vez!» El puño le fue directo a la boca. Y ya no pudo detenerse. Se guiaba por sonidos, por una voz. ¿Era la voz de Marc? Que le decía lo que tenía que hacer, dónde golpear. Justo en el bulto del que salía la otra voz.

—¿Qué queréis? ¿Quiénes sois?

«Aquí, golpea justo aquí.» Nota algo que se hunde, algo que se rompe.

Otra vez.

Ya lo tenía en el suelo. Levantar el puño buscando el agujero del que seguía saliendo esa voz, esos gritos.

—¿Por qué? ¿Por qué?

«¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!»

Tenía que acallarlo para poder hablarle antes de matarlo. Tenía que saber por qué moría. ¿Por qué seguía gritando?

«¡Cállate de una puta vez!»

El sonido del timbre lo sacó del trance. La voz de Marc desapareció de su cabeza.

¿O nunca había estado allí?

El timbre volvió a sonar.

Miró el bulto que yacía en el suelo. Ese gusano, esa piltrafa ensangrentada había matado a su hijo. Una piltrafa ensangrentada e inconsciente. ¿Cuánto tiempo llevaba así?

Tampoco los gritos eran de Raúl.

Había sido él quien preguntaba incesantemente «por qué».

Se incorporó. Miró a Ayala a los ojos. Tenso, dispuesto, pero no a lanzarse sobre Raúl, sino sobre él para impedirle que lo acuchillara.

—No temas, no lo haré.

Otro timbrazo.

Tercer aviso. No podía ser Berta, a la que retenían en el almacén de Heredia. No podía ser Rosario, que a esa hora todavía estaba en su local. No podía ser ninguno de los clientes, tampoco las chicas. Solo podía ser alguien que sabía que se encontraban allí. Amalia.

Salieron. Su hija los esperaba en la puerta.

—¿Lo habéis...?

—No —le dijo Ayala.

—Nora dice que no somos asesinos.

—Tiene razón. No lo somos. Vámonos antes de que alguien nos vea.