Amalia se había marchado furiosa.
—¿Por qué no me han esperado?
—Parece que te hayan dejado plantada y se hayan ido a la feria sin ti, Amalia, pero se trata de matar a un hombre.
Su hermana la miró con odio.
—¡Has sido tú! Tú les has dicho que se marchen sin mí.
Nora vio entonces los nudillos lastimados de Amalia y entendió que llegaba cargada de violencia, que buscaba más, como una yonqui. Y, aún a riesgo de tener que defenderse de los golpes de su hermana, que la sobrepasaba una cabeza, respondió:
—Sí. Porque Ayala solo no puede frenar a dos Hernández rabiosos.
Amalia dejó caer los hombros mientras negaba con la cabeza.
—Pero ¿quién te crees que eres para decidir por mí?
—Soy tu hermana mayor. Y es mi deber.
—Yo no te he pedido que...
—Tampoco yo te pedí que vinieras a buscarme ni que me vigilases todo este tiempo. Y lo has hecho. Porque era el tuyo.
Amalia no tenía respuesta. Salió del despacho, salió de la casa. Nora la siguió.
—¿Adónde vas?
—¿Qué te importa? —Se acercó a su coche.
—Amalia, no somos asesinos —le dijo antes de que cerrara la portezuela de un golpe.
Ya se imaginaba adónde iba. No podía avisar a Ayala porque llevaban los móviles apagados por si la policía los investigaba, cosa más que probable. Pero confiaba en que cuando su hermana llegase a Sant Cugat, Ayala ya habría logrado frenar a su padre del mismo modo en que lo había convencido de marcharse sin Amalia.
Entró en la casa y fue a la cocina. Su madre parecía esperarla.
—¿Está muy enfadada?
—Ya se le pasará. Necesito comer algo. ¿Quieres también?
Su madre negó con la cabeza. Nora le dio la espalda mientras cortaba un trozo pan.
—En esto, parte de la culpa es mía, Nora.
Nunca había sabido sobrellevar los escasos momentos en los que su madre se había empeñado en tomarla a ella, precisamente a ella, como confidente. Se sentía incómoda, se ponía en guardia temiendo la celada. Ni siquiera en esta ocasión, en la que estaban en la cocina de la casa como las mujeres de los soldados esperando que volvieran todos vivos de la batalla, era capaz de vencer su desconfianza.
Se dio la vuelta.
—¿Por qué lo dices, mamá?
—Porque no me di cuenta de lo que le pasaba a Marc por la cabeza.
—Nadie podía saberlo...
—¡Yo sí! Debería haberlo sabido. Debería haberlo notado. Y si no eso, debería haberme dado cuenta de que Raúl Ramis era muy peligroso.
Nora siguió los pasos del gato rubio por el jardín. Estaba tenso, como si también esperara la vuelta de los demás.
—¿Cómo lo ibas a saber?
—Porque tenía su voz en las grabaciones que hizo Marc.
—Raúl es solo un lacayo.
—Tienes razón —respondió tras pensarlo un momento—. Era la voz de un servidor. Siempre has sido la más sagaz, la que más sabía.
Cuidado. No debía dejar que el deseo de reconocimiento la llevase a confesar sus investigaciones. No podía imaginarse mayor error. Nunca dejarse provocar tampoco por lo bueno. «No alardees, mira, mamá, ya sé nadar; mira, mamá, mira qué sagaz que soy; mira cuánto sé.»
Todo lo que sabe está quemado, hundido en las aguas del puerto. Está guardado en su cabeza, es solo para ella. No se comparte, no se muestra. Ella tampoco se puede mostrar. Es peligroso. Todo lo que usted diga puede ser usado en su contra.
Terminó de prepararse el bocadillo, lo puso en un plato y se dirigió a la puerta.
—No te vayas. Quédate conmigo. Te prometo que no te haré preguntas sobre dónde estuviste y por qué te marchaste.
—¿Dejando aparte las preguntas indirectas, quieres decir?
Su madre sonrió para pedir disculpas por esa añagaza.
—Tú y yo nunca hemos acabado de entendernos bien. Pero no creas que no lo he intentado.
—Lo sé, mamá.
—Nunca ha sido fácil contigo, hija. ¿Crees que no me daba cuenta de que me observabas, de que me vigilabas?
—Tenía razones para ello.
—Lo sé. Y no te culpo.
—¡Faltaría más!
—¿Ves? Siempre estás en guerra conmigo.
—Y te tengo que repetir que tengo razones para ello.
Su madre bajó los ojos. Cuando volvió a mirarla, había desaparecido la dureza.
—Nunca ha sido fácil entre nosotras, Nora. Pero ambas nos hemos esforzado.
Mucho.
«Cuidado, cuidado. Mantente en guardia. Puede ser una trampa.»
Era una ecuación simple: su madre desconfiaba del mundo y ella desconfiaba de su madre. La desconfianza de su madre no provenía del miedo que causa la incomprensión, ese miedo atávico, medieval a un mundo desconocido. Al contrario, derivaba de la convicción —si se basaba en certezas o en conjeturas no lo podía saber Nora— de haber entendido los mecanismos básicos de funcionamiento del mundo y saber que eran feos, sucios, indignos. A una conclusión similar había llegado Nora gracias a su insaciable curiosidad. La diferencia entre ambas era que su madre no podía superar ni perdonar esa desgraciada certeza, mientras que ella solo podía sentir compasión por ese mundo tan mal hecho.
Su madre lloraba en silencio, con la mirada perdida sobre la mesa, desnuda de sus crucigramas, de su taza de café. Estaba sola con el dolor, como si la hubiera atacado a traición ahora que se acercaban al final de su venganza. Nora se sentó a su lado y la abrazó.
Permanecieron así unos minutos hasta que cesó el llanto. Su madre se apartó para coger un pañuelo.
—¿Te puedo pedir una cosa, Nora?
—Lo que quieras.
—Llévame a la cafetería.
—¿Por qué?
—Necesito verle la cara a esa mujer.
—No me parece buena idea, mamá.
—Solo verla.
—Ya habrá cerrado.
—Pero en teoría está esperando a la prima de su víctima, Sandra, para que le dé el dinero.
—Sí, pero no pensaba aparecer.
—Por favor, Nora. —Empezó a llorar de nuevo—. Por favor, hija.
No podía recordar que jamás su madre le hubiera pedido algo de esa manera. Jamás había tenido la certeza de poder darle a su madre algo que deseara tanto. Ese flanco no tenía murallas.
—Voy a cambiarme.
Tenía su disfraz en el despacho.
Llegaron al local. Ya estaba cerrado. Las persianas de los ventanales estaban bajadas. La de la puerta estaba a medio metro del suelo. Como había dicho su madre, Rosario Pelegrín esperaba a una persona dispuesta a comprar la libertad de una esclava. Aunque la esperaba una hora más tarde, por eso, cuando Nora se agachó para mirar, vio que estaba de espaldas, detrás de la barra apilando tazas. Abrió un poco más la persiana, lo justo para que las dos pudieran pasar, empujó la puerta que no estaba cerrada con llave. Entraron. Bajó la persiana hasta el suelo, que, entonces sí, emitió un chirrido de guardiana vieja advirtiendo a su dueña, pero fue en vano porque la música, a un volumen muy alto, lo cubría todo. «‘Cause if you like it, then you shoulda put a ring on it. If you like it, then you shoulda put a ring on it.»
Nora cerró la puerta con las llaves que colgaban de la cerradura.
«Don’t be mad once you see that he want it.»
Rosario Pelegrín bailaba la coreografía del vídeo de Beyoncé.
«Whoa, oh, oh, oh, oh-oh, oh, oh, oh, oh, oh, oh.»
Podría haberle parecido gracioso, incluso tierno, ver a esa mujer corpulenta moviéndose con cierta soltura al ritmo de la música. Pero el trabajo la había curtido. Los asesinos bailan y comen. Los proxenetas beben y cantan. Como cualquiera, porque son como cualquiera
La música acabó.
—Hola, tieta Rosario.
La mujer se sobresaltó y dejó caer una taza al suelo.
—Llegas antes de hora. ¿Cómo has entrado?
Su madre se sentó a una mesa al lado de la puerta.
—¿Y esta? —Se fijó entonces Rosario—. ¿Quién es esta?
—La música está demasiado fuerte, tieta Rosario. —Más que pronunciar, escupió el nombre.
La mujer se les acercó.
—Siéntese —le ordenó Lola señalando una silla frente a ella.
—Estoy muy ocupada.
—Siéntese, no me obligue a ir a buscarla.
La otra estaba paralizada.
—Pero antes baje esa maldita música.
Rosario Pelegrín la obedeció en todo. Se acercó y se dejó caer en la silla frente a su madre. El corpachón de matrona acogedora era ahora una mole amenazadora, una masa dispuesta a llevarse por delante a esa mujer pequeña y tensa que le hablaba con los antebrazos apoyados sobre la mesa, como una comensal de un libro de urbanidad. La blusa de florecillas se tensaba sobre el pecho levantado, desafiante de Rosario, como una galaxia en expansión. Su madre era materia oscura. El jersey negro de cuello alto remarcaba todavía más la palidez de la rabia fría.
—¿Quién es usted y qué quiere?
Su madre se apartó un mechón de pelo de la cara.
—Dime, Rosario, ¿qué pensaste cuando se suicidó Martina Reig? Pobre chica o qué pena, se me perdió un material de primera. Seguro que hasta tenías clientes fijos para la niña.
—¿De qué me estás hablando? —Rosario también bajó al tuteo.
Su madre se volvió hacia ella.
—¿Te has fijado? Me toma por imbécil. ¿Crees que soy imbécil, Rosario? ¿Tengo cara de imbécil?
Rosario apenas podía apartar la mirada de su madre, de sus ojos perturbados, mientras una sonrisa burlona le cruzaba la cara.
Nora le siguió el juego a su madre:
—No. Pero igual la señora no ve bien.
—Sí, será eso. ¿Tú te crees, tieta Rosario, que estaría aquí si no estuviera segura de lo que digo? Me duele la cabeza y, sin embargo, aquí me ves. ¿Y sabes por qué?
Rosario no era capaz de abrir la boca.
—Porque estoy de luto. De luto por Martina Reig, que se mató por tu culpa, porque la obligaste a prostituirse para tus cerdos clientes. Y de luto porque ordenaste matar a mi hijo.
—¿Qué dices?
—Soy la madre de Marc Hernández.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué daba el nombre de su hermano?
—¿Quién es ese?
—El chico que ordenaste matar.
—Yo... yo no he hecho nada.
Su madre se encogió de hombros con indiferencia.
—Bueno, creo que ya hemos hablado suficiente.
Con absoluta parsimonia, su madre abrió el bolso y se puso unos guantes de goma.
Nora entendió, seguramente a la vez que Rosario. La diferencia fue que ella se quedó sentada y la otra se levantó y se acercó a la puerta de la calle, pero la encontró cerrada. Su madre la seguía sin correr.
—No, por aquí no hay salida.
Rosario pateó la persiana y gritó pidiendo auxilio. Pero se apartó en cuanto notó la cercanía de su madre. Zigzagueó entre las mesas, tirando sillas y, absurdamente, azucareros para impedirle el paso a su perseguidora. Vio entonces la puerta de la trastienda y creyó haber encontrado un refugio, pero su madre, ágil, llegó a poner el pie en el quicio antes de que Rosario cerrara. El volumen de la mujer podría haber bastado para mantenerla bloqueada, pero el cuerpo de su madre había desarrollado una fuerza incontenible, empujó y entró en el cuartito.
Solo entonces Nora se levantó, se acercó al mostrador, buscó el equipo de música y volvió a subir el volumen.
A eso habían venido, para eso la necesitaba su madre. Le había puesto el cebo, ella lo había mordido, se lo había tragado entero con anzuelo incluido Su madre había usado su deseo de que por fin la quisiera para sus fines. Tanto estar en guardia, tanto advertir a sus hermanos de que fueran con cuidado con ese deseo de afecto y ahora era ella la que había caído en la trampa. «¡Bien jugado, mamá!» Aunque era un juego amañado desde el principio, porque las madres siempre ganan. Por eso estaba ahí, a punto de ser testigo y cómplice de su asesinato.
Sí. Las madres siempre ganan.
Un grito ahogado escapó de la puerta de la trastienda. Mientras Nora limpiaba sus huellas del local, su cerebro empezaba a mover el coche, a aparcarlo en la puerta, a meter el cuerpo de Rosario Pelegrín en el asiento trasero, a cubrirlo con una manta, a ponerse al volante, a llamar a Ayala, estaba segura de que él sabría cómo hacerlo desaparecer, a cerrar bien el local y tirar las llaves en una alcantarilla lejana. Sí, ella se encargaría de todo lo que viniera después.
«Hágase tu voluntad, madre.»