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Al día siguiente, tras el paso ritual por la cocina, donde estaba su madre con su café soluble y el periódico, Amalia se metió en el despacho y encendió el ordenador. Nora todavía no había escrito su informe de la tarde anterior, aunque las fotos que había hecho estaban en el archivo en la nube.

Sonó el móvil. Su padre.

Se había marchado con Ayala. Por cómo se comportaban los dos, seguramente estaban metidos en alguno de esos asuntos turbios pero necesarios, según decía su padre, para la liquidez de la empresa. Ellos no se daban cuenta, pero esas actividades fuera de la legalidad les dejaban marcas. La mirada de su padre era esquiva y la de Ayala se oscurecía. Ni el uno ni el otro querían que se supiera lo que andaban haciendo, por eso no preguntó a su padre desde dónde la llamaba.

—Amalia, acaba de contactarme vuestra clienta para saber cómo lo llevamos —había mucho ruido de fondo, como si estuviera en una fábrica o una construcción— y si falta mucho. Parece que le ha entrado una prisa súbita, porque no querría fundirse la pensión en nuestros honorarios.

—¿Eso ha dicho?

—Eso mismo.

Suponía que a la mujer la espoleaba la humillación de escuchar a diario las mentiras de su marido al volver a casa, de tener que aceptar muestras de afecto, tal vez incluso auténticas, quizás gestos fosilizados, y aguantar sin explotar todavía a pesar de la rabia. Como una mina que esperase a tener sobre ella los dos pies para hacer más daño. Su clienta ya había pasado por la fase abrasante de las sospechas y las dudas, la del dolor punzante de la certeza y ahora se preparaba para devolver el golpe. Lo que no sabía era que incluso después de darlo, sin importar con cuánta brutalidad lo hiciera, a ella le quedarían de todos modos magulladuras y cicatrices. Amalia lo sabía demasiado bien.

—Estamos cerca.

El sonido de un camión o alguna máquina pesada obligó a su padre a hacer una pausa.

—A ver si es verdad. ¿Nora no ha visto nada que se le pueda dar a la clienta para que vea que falta poco?

—No. —Y añadió algo picada—: Y yo tampoco.

Otro camión le impidió saber si su padre había notado su molestia.

—Bueno, pues a ver si pronto hay más suerte.

Después de colgar se quedó un momento con la mirada perdida en una de las fotos que había hecho su hermana hacía dos días. El objeto, Alejo Vidal, en la calle cogiendo algo que le entregaba su amante, Gemma Tàpies. Ella inclinaba ligeramente la rodilla derecha, como haciendo una ofrenda; él parecía fastidiado.

Amalia también lo estaba por el comentario de su padre, aunque quería ser generosa y concederle el éxito a su hermana.

Pasos. Nora golpeó a la puerta y entró. Se veía frágil con la negrura del pasillo a la espalda. Seguía tan delgada como cuando la había encontrado, solo el pelo había cambiado: lo llevaba más largo, recogido en una especie de moño con un pasador con motivos gaudinianos que se habría comprado en alguna tienda de turistas o en un chino. No conocía a nadie que prestase menos atención a los objetos que usaba. Si un lápiz escribía bien, le daba lo mismo que fuera de publicidad de una agencia de viajes o una marca de bebidas; mientras había colegas que llevaban blocs que imitaban los de los policías de los clásicos del género negro, ella tomaba notas en el primer cuaderno en blanco que encontraba en algún cajón, no le interesaban las marcas, no rendía culto a ningún objeto. Recordó una bronca tremenda con su madre, cuando Nora iba al instituto, porque la descubrió merendando en la cocina con una primera edición en catalán de Bearn de Llorenç Villalonga en una mano y un bocadillo de jamón en la otra.

—¿Qué pasa? Solo es un libro —replicó Nora, atónita ante el grito de horror de su madre, que revisaba ansiosa las páginas para comprobar que no hubiera dejado huellas de grasa.

Su madre salió de la cocina con el libro en las palmas de las manos, como pidiendo perdón a algún dios bibliófilo por la herejía de su hija. Nora la siguió:

—No me puedes dejar así, a media novela.

Su madre le dio dinero para que fuera a una librería a comprar otro ejemplar.

—Pero entonces vamos a tener dos.

—¡Pues tendremos dos! Toma. —Le dio más dinero—. Ya puestos, compra otro para Marc.

—Si es así, también habrá que comprarle uno a Amalia.

Era otra escaramuza entre ellas dos. Que esta vez acabó bien, su madre le permitió seguir leyendo el libro, pero solo en el estudio. Nora le devolvió el dinero.

 

 

Su hermana tenía ahora un simple cuaderno escolar, de hojas cuadriculadas, con la palabra BLOC escrita en grandes letras blancas, no quedaba claro si por falta de confianza en el producto o en los usuarios.

—¿Cómo te fue ayer? —la saludó desde detrás de la mesa del despacho.

—Casi lo tenía. Iba a pasar mis notas antes de que llegases, pero me he quedado dormida.

—¡Qué pedazo de analógica que eres! Si quieres, me las dictas y así vamos más rápidas.

Nora dio un paso al frente y tropezó con el borde de la alfombra. La miró como preguntándose si siempre había estado ahí. Amalia querría haberle dicho a Nora que también a ella le había sucedido algo similar, que cuando tuvo que volver por un tiempo a la casa, ya no la sintió suya, que los hijos retornados no recuperan su lugar por completo, pero no encontraba las palabras.

Y, a pesar de todo, los tres seguían llamando «casa» a la casa de los padres. Casa, sin posesivos, sin atributos; ni siquiera necesitaba un artículo. Donde ella vivía se llamaba «mi casa», o «el piso de Ayala» cuando se preguntaba cuánto iba a durar su relación. Pero aquella era casa, no había ambigüedad en preguntas como: «¿Comes en casa?», «¿Vienes a casa?», «¿Tienes las llaves de casa?».

Nora dejó el bloc sobre la mesa.

—Entonces saludo a mamá y preparo unos cafés. No tardo.

Salió del despacho.

«Eso, no tardes», pensó mientras copiaba las fotos en la carpeta del caso. Y sin embargo, estaba tardando; tardando en volver a ser ella. No sabía especificar qué era, pero algo le faltaba a su hermana.

Observaba todos sus gestos y reacciones, pero tal vez estaba demasiado cerca, como cuando se mira un insecto con una lupa y se cree que el movimiento reflejo de una patita es un saludo.