Capítulo 5

 

Kelly se despertó sobresaltada y con una sensación, indefinible pero muy real, de que algo iba mal. A juzgar por cómo el sol golpeaba contra las cortinas echadas, la mañana ya estaba bien entrada.

Cerró los ojos. Le dolía la nuca. Últimamente estaba durmiendo muy poco.

Los abrió de nuevo y los recuerdos de lo ocurrido la noche anterior le llegaron como si se tratase de un mal sueño. La tensión de la subasta. El ataque. El rescate. Su salvador.

Se incorporó en la cama. El otro lado estaba vacío, pero las sábanas habían tenido un cuerpo, y la almohada aún conservaba la impresión de otra cabeza.

«No ha sido un mal sueño», se dijo. Nada de pesadillas.

Miró a su alrededor en busca de algún indicio que pudiera revelarle si él seguía en la casa. Su vestido seguía hecho un montón de seda roja sobre la alfombra blanca del dormitorio, las sandalias junto a la cama, y la ropa interior…

Ni idea de dónde podía estar. Respiró hondo. Todo aquello parecía irreal, desde el episodio del aparcamiento hasta lo ocurrido en aquel dormitorio.

¿En qué demonios había estado pensando? ¿Y dónde diablos estaba él? Miró a su alrededor una vez más y encontró la respuesta. Sobre un sillón de brazos había un esmoquin perfectamente colocado. El sol brillaba sobre el adorno satinado de los pantalones y la chaqueta colgaba del respaldo, de modo que eso significaba que…

Respiró hondo intentando recuperar la calma, y se dio cuenta de que temblaba. Hacía mucho tiempo que no hacía el amor, y aquella noche había elegido hacerlo con un desconocido. Y era incapaz de explicarse por qué.

Puede que por los nervios de la subasta. La sensación quizás de que por fin había saldado su deuda con la memoria de Chad y que podía así seguir adelante con su vida. Y menuda forma de hacerlo.

También cabía la posibilidad de que lo ocurrido tuviera sus raíces en el agradecimiento que sentía hacia el hombre que había puesto en peligro su propia vida para salvar la de ella. Tenía que admitir que se había sentido completamente segura en sus brazos, una seguridad que hacía meses que no sentía.

Después de hacer el amor, había dormido como un bebé.

Hacer el amor. Era una expresión que la gente utilizaba como si de verdad significase algo. En aquella ocasión, no lo significaba en absoluto.

Ahora bien, podía llamarlo como le diera la gana, adornarlo a su antojo, pero lo ocurrido la noche anterior no tenía absolutamente nada que ver con el amor. Y los dos lo sabían.

Se apartó el pelo de la cara. Lo tenía enredado y había empezado a rizársele, y al recogérselo con las dos manos para hacerle un nudo y que no le molestara, se dio cuenta de su desnudez.

Y del silencio casi sobrenatural de la casa. Aunque la ropa de John Edmonds siguiese allí, parecía como si estuviese sola.

Se levantó de la cama y entró en un amplio vestidor. La ropa que se había traído de Connecticut ocupaba apenas un palmo en una de las barras de los armarios.

Descolgó lo primero que encontró, una bata larga de algodón que a veces se ponía al volver de trabajar.

Aparte del dolor de cabeza, sentía cierta incomodidad entre las piernas, algo que no debería sorprenderla al recordar lo que había pasado la noche anterior. Y ciertamente no podía echarle a él la culpa. Tendría que enfrentarse a las expectativas que podía haber creado, y cuanto antes, mejor.

Ella lo había invitado. No había rechazado uno solo de sus avances. Ni una sola vez había dicho que no, reconoció, enrojeciendo.

Salió de nuevo a la habitación y luego hacia la puerta, pero se detuvo. Había un ruido extraño, algo que debía haber estado oyendo desde un principio pero sin darse cuenta. No debía sorprenderse de que él siguiera allí.

Sin darse tiempo para pensar en la confrontación, salió al vestíbulo y se dirigió hacia el lugar del que provenía el ruido. El pulso se le estaba acelerando, aunque no tenía por qué estar nerviosa. No había nada de qué avergonzarse. Estaba soltera, tenía ya veintiún años y estaban en pleno siglo veintiuno. No tenía que darle explicaciones a nadie.

A nadie excepto a sí misma. Siempre había sido su crítica más feroz, y aún no había encontrado una explicación para una situación como aquella.

Había dejado la puerta del baño entreabierta, de modo que el ruido de los chorros de agua se hizo más intenso a medida que se acercaba. Tragó saliva antes de entrar, y lo encontró exactamente donde se esperaba encontrarlo: metido en la bañera de hidromasaje, la cabeza apoyada en uno de los cojines dispuestos en el borde.

Teniendo en cuenta que ella iba descalza y que los chorros estaban a plena potencia, no podía haberla oído entrar, así que dispuso de unos segundos para organizar sus ideas.

—Buenos días.

La misma voz que la ordenó subirse al coche la noche anterior puso punto final a sus fantasías.

Su posición no parecía haber cambiado en nada, pero debía haberlo hecho. Su imagen se veía repetida docenas de veces en los espejos de reflejo dorado del techo, y miró hacia arriba.

Sus miradas se encontraron allí. Aun a aquella distancia pudo ver que la zona de debajo del corte se había oscurecido y que tenía el párpado inflamado y casi cerrado.

También se veía perfectamente el golpe de la mandíbula, además de otra serie de contusiones que le salpicaban el pecho, visibles bajo el vello oscuro y las burbujas del agua.

—Espero que no te importe que haya usado la bañera —dijo—. No he querido despertarte para pedirte permiso.

Kelly bajó la mirada. Había ido allí con la intención de echarlo cuanto antes. A pesar de los escrúpulos de conciencia que había sentido al despertar y ver la marca de su cabeza en la almohada, había recordado la suavidad de su pelo, y la dulzura de su boca en todo su cuerpo.

—¿Cómo estás? —le preguntó, intentando bloquear los recuerdos.

Muy ocurrente aquella invitación a la conversación. Claro que no estaba acostumbrada a hablar con un desconocido al que le había permitido una intimidad extrema.

—Pues igual que te dije anoche: estoy bien. Nada que una aspirina y un buen baño caliente no puedan remediar.

Después del enfrentamiento con sus asaltantes, podía elegir el remedio que quisiera, desde luego. Menos mal que las molestias que tenía ella se debían a…

—¿Tienes hambre? —le preguntó él.

Aquello la pilló desprevenida.

—¿Cómo dices?

—Puedo preparar una tortilla, si tienes huevos.

No sabía qué había en la nevera. La verdad era que no había comido demasiado desde que estaba allí. Tampoco había dormido demasiado.

Excepto la noche pasada, en la que había dormido plácidamente y sin pesadillas.

Y además, tenía hambre. Hambre que no tenía desde que llevaba viviendo en aquella monstruosidad de casa.

Si no había huevos en la nevera, podían pedirlos a una tienda cercana que tenía servicio a domicilio. Chad tenía el número anotado en una pequeña pizarra que había en la cocina.

—No sé —dijo.

Había entrado allí decidida a deshacerse de él tan rápido como fuera. No se sentía cómoda con lo de la noche anterior. Estaba enfadada consigo misma por haber permitido que el caos emocional en que había vivido en los dos últimos meses la hubiera puesto en una situación tan poco propia de ella. Y en lugar de eso, se estaba planteando desayunar con él. ¿Pero qué clase de influencia ejercía aquel hombre en ella, que seguía mirándola impasible?

—Hay una tienda con servicio a domicilio —se oyó decir, casi como si las palabras no las pronunciase ella—. Creo que tengo el número por alguna parte.

Él asintió sin dejar de mirarla.

—Bien. Ahora voy a la cocina.

 

 

Sabía sin ningún género de duda qué intención traía ella al entrar en el baño. Pero puesto que había titubeado, ya no iba a darle la excusa necesaria para que se deshiciera de él.

Diez minutos más tarde, entró en la cocina vestido con los pantalones y la camisa del esmoquin, para la que, por cierto, no había encontrado los gemelos. Kelly estaba untando mantequilla en el pan, aún con la bata que llevaba antes. Al sentirlo entrar, levantó brevemente la mirada y siguió con lo que estaba haciendo. Sobre la encimera había dejado varias cosas preparadas: un cartón de huevos, champiñones frescos y queso.

—Eso es todo lo que hay, aunque si quieres, puedo llamar a la tienda.

—Por mí, no —contestó él. La cocina olía de maravilla a café recién hecho.

Se acercó a una jarra galáctica colocada sobre una cafetera igualmente futurista y se sirvió una taza. Kelly había terminado de preparar el pan y lo estaba colocando en una tostadora que parecía no haber sido estrenada.

Él sacó un cuchillo de un taco de carnicero que había sobre la encimera y comenzó a trocear los champiñones, troceó el queso, añadió los huevos y el resto de ingredientes. Luego puso un poco de mantequilla en una sartén que había sacado de la estantería que había sobre la isleta central de trabajo y mientras echaba aquella mezcla, consciente de que la audiencia no se perdía uno solo de sus movimientos, sonó el timbre.

—¿Esperas compañía? —preguntó él.

Ella contestó que no con la cabeza, y cruzándose todavía más los delanteros de la bata, fue a abrir.

John oyó voces. Una de ellas era claramente masculina. ¿Una entrega a domicilio?, se preguntó, moviendo los huevos. Un poco raro, siendo domingo por la mañana. O puede que no, si se tenía el dinero suficiente para pagarlo.

De pronto tuvo la impresión de que se acercaban. La voz masculina al menos subió en intensidad. Y en alegría. Pero no sin cierto timbre de falsedad.

El rostro de Kelly al entrar revelaba la poca satisfacción que parecía producirle aquella visita, seguramente porque le daba vergüenza que aquel hombre descubriera que tenía a otro en la cocina. Era obvio, por la forma en que ambos estaban vestidos, que había pasado la noche aquí.

—Ha intentado impedir que entrase, pero el olor a café ha sido irresistible.

El hombre tenía poco más o menos su misma edad, entre los treinta y muchos y los cuarenta y pocos. Llevaba una camisa de golf azul celeste y pantalones de vestir grises ceñidos a la cintura por un cinturón de cocodrilo negro que dibujaba su esbelta cintura.

Su pelo oscuro, lo bastante largo para rozar el cuello de la camisa por detrás, empezaba a encanecer en las sienes, y su piel mostraba el tipo de bronceado que no se consigue con un frasco.

John dejó la sartén en el fuego y se giró para estrechar su mano. Descubrió que tenía una palma dura y encallecida, y que estrechaba la mano con fuerza y firmeza. Navegante o jugador de tenis. Incluso de polo. Algo que exigiera pasar muchas horas al sol y una buena condición física.

—Mark Daniels —se presentó—. ¿Hay para tres?

Un viejo amigo, decidió, pasando de aquella sonrisa abierta y agradable a la expresión cerrada de la anfitriona.

—John Edmonds.

—Creo que no nos hemos visto antes —comentó Daniels, acercándose a la cafetera—. ¿No eres de la ciudad?

La pregunta parecía despreocupada, pero la mirada decía otra cosa.

—No he nacido aquí, pero llevo por esta zona unos diez años.

Hubo un breve silencio mientras Daniels se servía el café, y John miró a Kelly, quien hizo un breve movimiento negativo con la cabeza.

—Creía que eras uno de sus amigos de Connecticut. Estoy seguro de que los echa de menos mientras está aquí ocupándose de los asuntos de su hermano. Conocías a Chad, me imagino.

—No. Kelly y yo nos conocimos anoche —intervino Kelly.

—¿En la subasta? Qué curioso. No recuerdo que tu nombre estuviera en la lista de invitados.

—Un amigo me cedió la suya —contestó John tranquilamente—. No podía asistir.

—Ya. No me di cuenta de que la subasta estuviera tan competida —dijo Daniels, y mientras tomaba un sorbo de café, miró a John por encima del borde—. ¿Ganaste o perdiste?

Lo decía por el ojo amoratado. Lo más cortés habría sido no hacer comentarios al respecto, pero si se andaba a la caza de información…

—Tuve problemas al ir a por el coche —dijo Kelly—. John me echó una mano.

—¿Qué clase de problemas?

El tono jovial había desaparecido.

—Unos críos, que querían quitarme el bolso.

A John no le sorprendió que desdibujara lo ocurrido. No le parecía de la clase de personas a las que les gusta hablar alegremente de sus problemas. O quizás le molestase la indiscreción de Daniels.

—¿Dónde?

—En el aparcamiento —respondió John—. Yo salía con mi coche y los vi.

—Y acudiste al rescate —se admiró Daniels, y su acento sureño se acentuó—. En ese caso, parece que estamos en deuda con usted, señor… Edmonds, ¿verdad?

Un momento antes estaba convencido de no haber leído su nombre en la lista de invitados, y ahora parecía haberse olvidado de su apellido…

—Exacto.

—Pues fue una suerte para nosotros que estuvieras allí.

Por alguna razón, aquel plural le producía dentera.

Utilizando los huevos como distracción, sacó la tortilla de la sartén y la puso en un plato. Luego abrió el horno, donde había metido el pan a calentar y lo sacó también. Después, al darse la vuelta, vio que Daniels lo observaba, y que su amistosa sonrisa había desaparecido.

—Entonces, te quedas a desayunar con nosotros, ¿no? —le preguntó con toda frialdad.

—Gracias, pero es que no tengo tiempo. Sólo quería un poco de cafeína. ¿Te importa si me llevo la taza? —le preguntó a Kelly.

—Claro que no.

—Entonces, me voy. No hace falta que me acompañes, que se os va a quedar frío el desayuno. Que lo paséis bien.

Ni Kelly ni John se movieron, y él, ya desde la puerta, le dijo a Kelly:

—Tenemos que hablar. Llámame.

Sus fríos ojos azules miraron un segundo a John antes de que se marchara. No se molestó en despedirse.

Esperaron a oír cerrarse la puerta principal, e incluso después, hubo un silencio extraño. Aquel desayuno hubiera podido contribuir a relajar la natural tensión que había entre ambos, pero ya no iba a ser posible, y los dos lo sabían.

—¿He dicho algo inadecuado?

Ella lo miró un momento antes de contestar.

—Mark se cree el sucesor de Chad.

—¿Con la fundación?

—Conmigo. Chad era mi hermano mayor, y Mark, su mejor amigo. Ahora piensa que eso lo obliga a asumir su papel.

—¿Le parece mal que yo esté aquí porque piensa que a Chad también se lo habría parecido?

Quizás se había confundido al pensar que lo de anoche era algo normal en ella. Puede que no acostumbrara a llevarse extraños a casa. Al menos no en Washington.

—Lo que no sabe es que Chad y yo discutíamos porque se negaba a dejar de ejercer de padre, y si ya no estaba dispuesta a aceptar que mi hermano me dijera lo que tenía que hacer, mucho menos voy a aceptarlo de alguien que no tiene ningún derecho sobre mí.

—¿Es que lo ha intentado?

Ella apretó los labios y no contestó. Estaba en lo cierto: no le gustaba hablar de sus problemas.

—¿Te vas a comer eso? —le preguntó, señalando el plato.

—Me parece una pena no hacerlo.

—Yo tengo una reunión.

—¿Con Daniels?

—Con el hotel de la subasta. Quieren que analicemos lo que salió bien y lo que salió mal. Me he comprometido a hacerlo yo.

—¿A qué hora?

Miró el reloj de la cocina. Eran casi las once.

—A la una.

—Tienes tiempo para desayunar.

—Desayuna tú mientras yo me visto.

—Puedo llevarte si quieres.

Estaba claro que iba a decir que no, pero al parecer recordó que no tenía coche y no lo hizo.

—Llamaré al club para que me digan cómo está el coche mientras tú te preparas. Pueden llevarlo donde tú les digas.

Kelly se quedó pensando. Teniendo en cuenta la hora que era, su única posibilidad sería tomar un taxi, y estaba bastante lejos.

—Gracias —dijo por fin—. La reunión es en el mismo hotel. Diles a los del club que se lo dejen al encargado del aparcamiento.

Estaba claro que no le hacía demasiada gracia aceptar su ofrecimiento.

—Toma un bocado —le dijo él cuando empezaba a darse la vuelta—. Puedo hacerte un sándwich —le ofreció—. Un desayuno portátil. Te lo puedes comer mientras te bañas.

—Yo me ducho.

—Pues es una pena.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—No ha sido culpa mía que se presentara esta mañana —dijo él.

—Ya lo sé.

—Y no es demasiado tarde para desayunar.

Ella se quedó unos segundos pensativa.

—La verdad es que sí lo es, pero gracias de todos modos.

—¿Y si cenáramos?

Hubo otra pausa. Estaba claro que lo ocurrido entre ellos le estaba dando qué pensar. Era hora de retirarse.

—De acuerdo —le dijo, sorprendiéndolo, antes de dar media vuelta y salir por la puerta de la cocina.