Capítulo 6

 

Se comió la tortilla de pie delante de una de las ventanas llenas de sol antes de llamar para arreglar lo del coche. Luego se sirvió otra taza de café mientras reflexionaba sobre lo que había conseguido, si es que había conseguido algo.

Vigilar era lo que le habían encargado, y había ido mucho más lejos. Sin embargo nadie, ni siquiera Griff, podría decir que se encontraba en peor posición aquella mañana para investigar la posibilidad de que las donaciones que se hacían a la fundación se utilizaban para sufragar actividades terroristas.

—¿Qué te han dicho?

Le dio la espalda al paisaje que tenía ante los ojos pero que no veía, para encontrarse con Kelly en la puerta de la cocina. Tenía la cabeza ladeada para ponerse un pendiente y parecía ya preparada para marchar.

Llevaba uno de esos vestidos de punto que parecen muy sencillos pero que deben costar unos buenos cientos de dólares. Era del rojo oscuro que tienen los buenos borgoñas. Lo complementaba con unos zapatos negros de tacón bajo y sólo aquellos pendientes. Bajo el brazo llevaba un bolso negro bastante más grande que la cartera de la noche anterior.

—¿Te ayudo?

—No hace falta. ¿Qué te han dicho en el club?

—Que tendrán el coche en el hotel a la una y media.

Ella asintió, abrochándose por fin el aro de oro.

—Gracias. Gracias por todo. Anoche…

—Cualquiera habría hecho lo que yo —la interrumpió, incómodo con su gratitud. Al fin y al cabo, su acción no había sido completamente desinteresada.

—De eso nada. Lo sabes igual que yo. Y aunque otra persona se hubiera parado a ayudar, no habría podido enfrentarse a ellos como tú lo hiciste. ¿Tienes experiencia en la policía o algo así?

—En el ejército —contestó. Y era cierto, aunque no fuese toda la verdad.

Ella asintió.

—Si anoche no te di las gracias como debiera… —no terminó la frase, consciente de que la interpretación de sus palabras podía ser equívoca—. Lo de anoche no tuvo nada que ver con eso. Me refiero a lo que pasó aquí.

—¿Y por qué pasó?

Era una pregunta que un caballero nunca habría hecho. Pero ella no evitó contestarla.

—Pues supongo que por muchas razones: porque llevo en Washington mucho tiempo sola. Porque llevaba semanas preocupada por la subasta. Porque me sentía muy agradecida por tu ayuda, aunque no fuera esa la razón que lo desencadenase todo. Es que ocurrió todo…

Esperó a que continuara, pero como no lo hizo, dejó la taza, se acercó a ella y puso las manos en sus hombros con la intención de abrazarla. Pero ella no hizo ningún movimiento en aquel momento, sino que se limitó a mirarlo.

Tras unos segundos de duda, bajó la cabeza y rozó apenas sus labios en un beso. Y cuando se separó, ella seguía con los ojos cerrados, las pestañas una vez más inmóviles sobre su pálida tez. John recordó sin querer las lágrimas de la noche anterior.

—¿Cenamos?

—Esta noche, no —contestó ella, abriendo los ojos—. No puedo.

Sabía que era mentira, pero no quiso presionarla.

—Entonces, cuando tú quieras —le dijo, y contuvo la respiración hasta que ella asintió—. Te dejaré mi número en la pizarra.

Las únicas tarjetas que tenía eran las de Fénix. Seguramente el nombre de la agencia no le diría nada, pero si era lo bastante curiosa como para investigar un poco, podía llegar a descubrir más de lo que él quería que supiera por el momento.

Ella asintió y movió los hombros, y él apartó inmediatamente las manos.

—Voy por la cartera —dijo ella—. La tengo en el despacho.

—Yo recogeré el resto de mis cosas y te espero en la puerta.

Pensó en hablarle de los gemelos que no encontraba, pero decidió que era mejor no hacerlo. A la fría luz de la mañana, ella parecía querer olvidarse de lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior, o al menos calificarlo como algo ocurrido por una especie de sobrecarga emocional. Puede que tuviera razón, pero la idea no le hizo sentirse mejor.

Si no lo llamaba, ya intentaría él ponerse en contacto con ella. Le daría un par de días de margen. Pero sería muchísimo mejor que fuera ella quien llamase. Sobre todo para su propia tranquilidad.

 

 

Las persianas de madera aún estaban cerradas, lo que dejaba el despacho a media luz. Kelly se acercó y abrió las lamas de modo que el sol se dibujara en líneas sobre la mesa.

Aquel era el lugar en el que se sentía más cerca de Chad. Quizás porque aquel fuese el corazón y el alma del imperio filantrópico que había construido y dirigido hasta su muerte. Un reino basado en la filosofía de su abuelo: de aquellos que tienen mucho, se espera mucho.

Había dejado la cartera en el suelo el día anterior, y del suelo la recogió para abrirla sobre la mesa y asegurarse de que todo lo que iba a necesitar para la reunión estaba en su sitio.

El ejemplar del contrato y una docena más de cosas de las que había tenido que ocuparse durante los últimos meses estaban colocados en distintas carpetas. Para ella era tan nuevo todo aquello que había tenido que organizarse a la perfección para poder mantener en el aire y al mismo tiempo todas aquellas bolas. Afortunadamente parecía no haber dejado caer ninguna.

Cerró la cartera y echó un último vistazo a la mesa para asegurarse de que no se dejaba nada.

Ya se había dado la vuelta para salir cuando reparó en algo y se volvió. Había pocos objetos sobre la mesa, pero el más importante era una caja de disquetes.

Chad guardaba un montón de información en su ordenador. Allí había llegado ella a comprender la complicada estructura de la fundación que su hermano dirigía con tanto éxito. Aunque había encontrado un análisis financiero completo de la Fundación, había estado utilizando una versión simplificada para entender de dónde venía el dinero y en qué se gastaba.

Mientras revisaba todo aquel material, había ido haciendo copias selectivas en disquetes de distintos colores para ayudarse a organizarlo todo. Enseguida se había dado cuenta de que una de las organizaciones había recibido más atención de Chad que el resto, especialmente durante los dos meses anteriores a su muerte.

La última vez que estuvo trabajando en el despacho, había dejado disquetes de varios colores en la caja, pero sólo dos de los rojos, que había estado utilizando para grabar información sobre La Alianza. Y en la caja sólo quedaba uno.

Intentó recordar si había utilizado el ordenador desde que había visto por última vez los dos disquetes, pero sabía que no. En los últimos días los preparativos de la subasta le habían robado todo el tiempo. Pero por si se equivocaba, presionó el botón de expulsión de los disquetes. No apareció nada.

Y si ella no lo había sacado de la caja, alguien lo había hecho, y la única razón por la que ese alguien podía habérselo llevado era…

Abrió los cajones de la mesa uno a uno. Nada parecía haber sido tocado, pero el disquete no aparecía. Cerró el último de los cajones con una sensación de náusea en la boca del estómago. Chad siempre le decía que era demasiado confiada. Al parecer, estaba en lo cierto.

Y ahora no le quedaba más remedio que evitar que John Edmonds, o como diablos se llamara de verdad, notase que se había dado cuenta de lo que le faltaba, cuando tenía que ir con él en su coche hasta el hotel. Respiró hondo, intentando controlar la ira.

Recogió el maletín y salió. Lo de la noche anterior había sido un error todavía más grande de lo que pensaba, pero al menos podría utilizarlo como punto de arranque.

Aquella era la primera pista que encontraba, y sin lugar a dudas iba a utilizarla en beneficio propio.

 

 

—Después de pagados todos los gastos, la subasta de anoche recogerá más de ocho millones de dólares —anunció Hugh Donaldson—. Eso significa, damas y caballeros, que esta subasta ha sido la que más dinero ha recaudado desde el comienzo de esta fundación.

Los aplausos que se oyeron de los presentes en la reunión variaron en entusiasmo. Aquel domingo por la tarde se habían reunido los miembros del consejo que, a juzgar por sus caras, se dividían en dos grupos: aquellos que estaban encantados con los resultados y aquellos cuyo entusiasmo estaba mitigado por la insatisfacción que les producía el modo en que se invertía lo recaudado. El cisma entre ellos había sido aparente desde la primera reunión que mantuvieron tras la muerte de Chad.

En aquella ocasión, ella había participado de mala gana, aún rota por el dolor y casi sin darse cuenta de la guerra civil que tenía lugar a su alrededor. Pero después de estar metida en el ajo más de dos meses, sabía perfectamente cuál era la situación.

—Gracias, Hugh —dijo Catherine Suttle.

Catherine era famosa por conocer a todo el mundo que tenía algo que decir en la capital, lo cual parecía darle derecho a llamar al socio más antiguo de la Donaldson Accounting por su nombre de pila. Era algo que Kelly nunca habría hecho, a pesar de que Chad y él eran muy buenos amigos.

La verdad es que había ido descubriendo que esa era la relación que su hermano mantenía con la mayoría de miembros del consejo. Su lealtad no era tanto para con la fundación como para con el hombre que la había puesto en marcha. Desgraciadamente no ocurría lo mismo con su heredera.

La excepción había sido Catherine. Como presidenta de la subasta de aquel año, había resultado ser una fuente inagotable de información. Aunque trabajaba como voluntaria para la fundación como todos los demás, desde el principio había ido desempeñando distintos papeles, y Kelly había acudido a ella en más de una ocasión para plantearle cuestiones que no se había atrevido a plantear en el consejo, y Catherine nunca había dado muestras de que le pareciera extraño que supiera tan poco sobre la organización fundada por su familia.

—Ahora, pasemos al siguiente asunto en el orden del día —anunció Catherine cuando los aplausos se apagaron—. Es decir: la distribución de lo que hemos conseguido recaudar.

—Puesto que Chad ya no está con nosotros, creo que debería ser Kelly quien tomase esa decisión —contestó Trevor Holcomb, sonriendo desde el otro lado de la mesa—. Al fin y al cabo, ella representa los intereses de la familia Lockett.

—Pero nos ha dejado bastante claro que no está interesada en los pormenores del trabajo diario de la fundación, ¿No es así, Kelly?

Kelly volvió la mirada hacia Leon Clement, cuya familia había fundado literalmente el estado de Maryland. Los Clement eran considerados de sangre azul, pero el dinero que una vez acompañó a la historia de la familia había ido desapareciendo, según los rumores, debido a la afición de Leon por la bebida y a su tendencia a hacer malas inversiones.

—Creo que las personas que en este momento se ocupan de ello, lo hacen perfectamente —contestó. Muchos de los miembros del consejo la consideraban meramente una figura decorativa, y durante el primer momento de su inclusión en la junta, había sido así—. Sin embargo —añadió, y muchas miradas que ya se habían posado en Catherine volvieron sobre ella—, estoy muy interesada en la decisión de dónde debe invertirse el dinero recaudado.

—Vamos, amigos —intervino Bertha Reynolds.

Era una amiga de toda la vida de su hermano y una trabajadora infatigable, y su puesto en el consejo estaba asegurado más por esos atributos que por el respaldo financiero que pudiera tener. Vivía de una pequeña herencia y de la amabilidad de amigos como Chad, que se empeñaban en invitarla a todos los eventos sociales que fuera posible. Ella también había sido una aliada de Kelly durante las primeras y difíciles semanas.

—En ese caso, puede que quiera informarnos de sus prioridades, señorita Lockett —respondió Leon no sin cierto sarcasmo, que Kelly prefirió ignorar.

—Y lo haré. Pero antes tengo algunas preguntas. Y les agradezco de antemano la paciencia con lo que a muchos de ustedes debe parecerles lentitud a la hora de asimilar el funcionamiento de todo esto. Como saben, yo estaba encantada con que mi hermano se ocupara de todo.

Hubo unos cuantos murmullos de comprensión y Kelly esperó a que cesaran para seguir hablando.

—Pero ahora que me he visto obligada a asumir la responsabilidad de la organización que lleva el nombre de nuestra familia, me gustaría entender mejor cómo se han venido haciendo las cosas hasta ahora, antes de tomar decisiones sobre lo que vamos a hacer este año.

—Pregunta lo que quieras —dijo Catherine—. Estoy segura de que si no sabemos las respuestas, podremos investigar.

Varios de los presentes asintieron.

—He estado revisando los archivos de los últimos cinco años y he llegado a la conclusión de que el patrón de distribución de fondos ha cambiado considerablemente con el tiempo desde el comienzo de la fundación. Entonces, el dinero se repartía equitativamente entre las cinco organizaciones benéficas que mi hermano había incluido inicialmente en El Legado. El año pasado, el reparto cambió de tal modo que la mayor parte del dinero fue a parar sólo a una organización. Una que no formaba parte de las iniciales. Me gustaría saber el porqué de ese cambio.

Hubo un largo silencio, en el que Kelly fue mirando uno a uno a todos los sentados a la mesa.

Unos cuantos la miraron francamente a los ojos. Un par de ellos parecían ocupados en consultar sus documentos y Catherine Suttle, tras mirar brevemente a Holcomb, había vuelto a mirarla a ella.

—El reparto de los fondos era una decisión exclusiva de su hermano —dijo Leon—, y nunca nos hizo partícipes de sus razones.

—¿Y ninguno de ustedes cuestionó el cambio?

—Cada uno de nosotros trae una agenda a estas reuniones, señorita Lockett. La mayoría de nosotros estábamos ocupados apoyando a nuestras propias organizaciones mucho antes de que su hermano empezase con la fundación. Individualmente siempre hemos intentado defender a las organizaciones que más nos interesaban, pero el reparto final era sólo cosa de su hermano.

—¿Y tienen idea de por qué esa organización recibió más fondos a costa de las demás?

—¿Que si tenemos idea? —se burló—. Por supuesto que sí.

—¿Y le importaría compartirla conmigo?

—Pues por un acertado manejo político de sus dirigentes.

—¿Tiene idea de la cantidad de dinero que ha recibido?

—No. Simplemente asumí que era mayor la cantidad por lo que no estaban recibiendo las otras organizaciones.

—¿Y el resto de ustedes? —preguntó, mirando a los demás—. ¿Sabían que el dinero había dejado de repartirse del mismo modo?

—Sólo a través de las quejas que recibíamos —espetó Bertha.

Sus ojos, casi ocultos detrás de unas gruesas y anticuadas lentes, eran brillantes y estaban alerta. Era uno de los miembros de más edad del consejo, pero parecía tener una idea muy clara de cuál era la situación.

—¿Quejas?

—De las organizaciones que ya no recibían la misma cantidad de fondos que antes —explicó—. Hubo un montón el año pasado. Yo recibí numerosas llamadas de organizaciones que habían hecho sus presupuestos contando con una cantidad que no iban a recibir.

—Todos hicimos nuestras recomendaciones —dijo Catherine—. Cualquiera que quisiera hablar podía hacerlo a favor del grupo de su preferencia, lo mismo que espero que podamos hacer contigo. Pero la decisión última, como siempre, era de Chad.

—¿Le hablaste de las quejas? —le preguntó a Bertha, dejando a un lado la explicación de Catherine.

—Lo intenté, pero no quiso escucharme.

—Yo también lo intenté, la verdad —dijo Donaldson—, pero él me contestó que tenía muy buenas razones para hacer ese cambio.

—¿Y las compartió contigo?

—Él no me las dio, y yo no pregunté. Al fin y al cabo, la fundación siempre había sido su ojito derecho, y no admitía de buen grado interferencias en su modo de dirigirla.

El ojito derecho de Chad. La fundación de Chad. Por mucho que le hubiera gustado encontrar otra explicación, al parecer lo que había ocurrido con el dinero recaudado sólo era responsabilidad de Chad.

 

 

—Tengo el teléfono y la dirección de la gente de la que hemos estado hablando.

Catherine esperó a que la mayor parte de los miembros del consejo se hubieran marchado para acercarse a Kelly y entregarle una nota. Aquella mujer no había llegado a ser una de las íntimas de la alta sociedad siendo indiscreta.

—¿Y estás segura de que son de confianza?

—Tienen unas credenciales impecables, créeme.

—Gracias —le dijo al tomar la nota.

—¿Hay algo de lo que quieras hablar, querida? Se me da muy bien escuchar.

Era tentador confiar en Catherine. Estaba empezando a preguntarse si había perdido la capacidad de evaluar todo aquello, y sería bueno poder hablar de ello con alguien que hubiera conocido a Chad. Alguien que pudiera ser más objetivo quizás que ella misma. Alguien digno de confianza.

Por eso tenía aquel pedazo de papel en la mano. Profesional, discreto y totalmente objetivo. Ni siquiera Catherine podía reunir todos esos atributos.

—Quizás en otro momento —contestó.

—Cuando quieras. Lo digo en serio. Puedes llamarme a cualquier hora. Tu hermano fue un buen amigo mío, y le debía unos cuantos favores.

Y dicho esto, la besó suavemente en la mejilla, envolviéndola en una nube de Giorgio. Aquella inesperada ternura le llenó de lágrimas los ojos.

Luego Catherine tomó sus manos.

—Has hecho un trabajo magnífico estas últimas semanas. Tu hermano habría estado muy orgulloso de ti. Bueno, siempre lo estaba. Decía que tenías más cerebro que todo el resto de tu familia junta.

Kelly se echó a reír y estrechó sus manos cargadas de diamantes.

Sus palabras la acompañaron durante el resto de despedidas. Era casi como oír la voz de Chad. Como si aquellas palabras fuesen un mensaje suyo desde la tumba.

Muy melodramático, se dijo mientras recogía los expedientes que había llevado a la reunión. Su hermano nunca había tenido intención de dejarle aquel peso sobre los hombros. Él más que nadie sabía que quería evitar a toda costa la clase de situaciones en las que su muerte la había colocado. Y hasta que pudiera encontrar a alguien más cualificado en cuyas manos poner la dirección de…

Día a día, se recordó. Hora a hora. Tarea por tarea. No había cesado de repetírselo durante los días y sobre todo durante las interminables noches de insomnio desde que recibiera la noticia que había cambiado su vida.

Y estaba a punto de hacer una llamada que podía cambiarla del mismo modo. Pero teniendo en cuenta lo que había sabido aquella mañana y lo que había ocurrido el día anterior, no tenía otra alternativa.