Capítulo 8

 

A lo largo de su vida no había tenido muchas semanas como aquella, en la que todo había empezado a ir cuesta abajo y a una velocidad endiablada, se decía John mientras abría la puerta de su piso.

El domingo por la mañana se había despertado en la cama de una mujer que le había intrigado desde el momento en que la vio en las fotografías que Griff le había entregado. Una mujer que había salido en su defensa armada tan sólo con una sandalia de tacón. Incluso había estado dispuesta a una segunda cita a pesar de que lo que había habido entre ellos no la convencía. Y luego, esa misma mujer y en el mismo día lo había dejado plantado para marcharse furiosa tras acusarlo de robo y engaño.

La verdad es que, en lo segundo, tenía razón. No como ella pensaba, pero sí en la naturaleza fundamental de su relación. No le había revelado que estaba investigando la muerte de su hermano, y ahora ella ya no se creería que lo que había ocurrido entre ellos nada tenía que ver ni con el trabajo de Fénix, ni con la fundación de su familia.

Todo aquello era sólo una parte de lo que había salido mal, aunque era la parte que peor le hacía sentirse, admitió mientras se servía una generosa copa de whisky y la apuraba de un solo trago. Pensó en servirse otra, pero el alcohol poco podía hacer para disfrazar aquel fracaso.

Fracaso. Esa era la palabra.

Después de pasar tanto tiempo a prueba, al final le habían dado un caso que era potencialmente importante. Una investigación a la que poder hincarle el diente de verdad. Una que por fin parecía mostrar la intención de Cabot de olvidar el incidente con Elizabeth y Rafe Sinclair.

Aquella tarde no sólo había perdido el caso, sino su puesto en Fénix. Las palabras de Griff habían sido claras y concisas: «Pasar la noche con la señorita Lockett no es vigilarla. Y puesto que es algo que no has mencionado en tu informe, deduzco que tú también lo sabías.»

No había reflexionado sobre lo que suponía quedarse sin trabajo. En lo único que había podido pensar de vuelta a casa era en lo que se le había ocurrido mientras escuchaba la conversación que se había mantenido en el despacho de Griff.

Si existía la más remota posibilidad de que Chad Lockett hubiera sido asesinado, y no se había convencido por nada de lo que hubiera dicho Kelly, entonces las anomalías que había notado en el comportamiento de aquellos tíos del aparcamiento resultaban todavía más chocantes. Y la advertencia que le había hecho a Kelly cuando se marchaba de estampida con el coche, todavía más necesaria.

Estaba claro que ella ya lo había condenado: según Kelly, la había engañado para poder entrar en su casa y robar la información del ordenador de su hermano.

Estaba desabrochándose los botones de la camisa y se quedó inmóvil. Si de verdad alguien había robado esa información, quería decir que ese alguien tenía acceso a la casa.

Por eso sospechaba de él: porque estaba dentro.

La imagen de ella acudiendo en su ayuda con la sandalia en la mano no lo abandonaba, exigiéndole que no la dejara en la estacada. Hasta que descubriera si de verdad estaba o no en peligro, no iba a dejarla sin protección.

 

 

Kelly había conducido sin rumbo durante un par de horas, repitiéndose una y otra vez la conversación que había mantenido con Griff Cabot, algunos detalles de la subasta, las luces del coche de John apareciendo en el momento oportuno en lo alto de la rampa, el forcejeo con aquellos críos…

Todo ello seguido por imágenes de lo ocurrido después: las magulladuras de su cara y de su cuerpo, su intento de curar el corte que tenía sobre la ceja, su boca acercándose despacio, sus labios recorriéndole el cuerpo…

Como siempre que llegaba a aquel punto, intentaba bloquear el recuerdo y volver a la escena del despacho, a la acusación hecha por Cabot de que su hermano tenía que ver con el terrorismo y la negativa de John a reconocer que se había llevado información del ordenador de su hermano.

Tras aquel infructuoso círculo, siempre llegaba al mismo punto: las palabras de Cabot: «Creía que tenías las cosas claras, pero lo que has hecho no puede llamarse vigilancia».

¿En qué parte no habría seguido sus instrucciones: en el engaño, en el robo, o en la seducción?

Al final, terminó dándose por vencida, y bajo el aguacero de aquella tormenta de final de verano, se dirigió al barrio de la casa de Chad. A pasar otra noche sin dormir, pensó, recordando sin quererlo la seguridad que sintió la noche que no durmió sola.

Abrió la puerta que unía el garaje con la casa, encendió la luz y, una vez cerrada con llave la puerta, introdujo el código de seguridad de la alarma. Ya estaba a salvo en la fortaleza de Chad.

Entonces, ¿por qué demonios no se sentía segura?, se preguntó al entrar en la cocina.

«Ten mucho cuidado», le había dicho John. No lo había tenido la noche de la subasta, y en menudo lío se había metido.

Un lío que, por lo menos, había evitado que durmiera sola.

«Sí, claro. Sola, no. Pero con el enemigo».

¿O no lo sería? Desde luego, había negado sus acusaciones. Claro. Al amenazar ella con acudir a la policía. Una amenaza que no había cumplido, a pesar de que tenía intención de hacerlo.

Y cuanto antes, mejor. Se dirigió al despacho de Chad para llamar desde allí. Entonces recordó que John la había convencido para que no denunciase el ataque del aparcamiento. Desde luego, menuda idiota. Había seguido todas sus instrucciones a pies juntillas.

Descolgó el teléfono e iba a marcar cuando se dio cuenta de que antes tenía que decidir qué iba a contarles.

«Le abrí la puerta de mi casa a un desconocido y después mi cama. Hicimos el amor, me robó unos archivos y ahora quiero que lo arresten».

Lo que iban a contestarle es que se diera por satisfecha si no le había cortado el cuello. Y se merecería algo así. No podía creer cómo había podido ser tan estúpida. Tan ingenua. Tan confiada.

Eso era lo que más le dolía: que había confiado en él, instintivamente y por completo.

Y se había equivocado. ¿Cómo entonces podía confiar en su buen juicio a la hora de depositar su confianza en alguien de la fundación?

Colgó con más fuerza de la necesaria. No tenía por qué hacerlo aquella noche. Si quería informar a la policía, podría hacerlo a la mañana siguiente, después de haber tenido tiempo de poner las cosas en su debida perspectiva.

Tenía que ser capaz de separar sus sentimientos sobre aquella traición del hecho del robo de la información. Y tenía que analizar qué impacto tendría una denuncia ante la policía sobre la investigación que Fénix estaba realizando.

Apagó la luz y salió al largo corredor que conducía a los dormitorios, y tomó otra decisión. No iba a dormir en la misma cama que había compartido con aquel bastardo. Dormiría en la habitación de Chad.

Al pasar frente al baño, se detuvo. Era el lugar en que se había encontrado a John a la mañana siguiente. La bañera estaba vacía y silenciosa.

«Un baño caliente y una taza de té, y olvidarás todos tus problemas».

Ojalá fuera tan fácil, se dijo, pensando en la larga noche de insomnio que la esperaba. Claro que no era aquel el único remedio que había mencionado la secretaria de Cabot.

El bourbon era un remedio que no había probado, y si algún día necesitaba dormir especialmente…

bourbon y un baño, decidió. Una receta mucho más atractiva que el té.

 

 

Encendió las velas que el decorador había colocado con pericia en varios lugares del cuarto de baño antes de apagar la luz y meterse en la bañera de hidromasaje. Quizás el aroma de las velas y del agua consiguieran rebajar el estrés de aquel día.

Se recostó y apoyó la cabeza en el mismo cojín que John Edmonds utilizó y, recordando la escena, dirigió la mirada a las baldosas de espejo del techo y, a través de ellas, al lugar desde el que lo miraba aquella mañana. Así que de verdad no se había percatado de su presencia.

Un segundo después, pasó a estudiar su propio reflejo. El agua escondía su cuerpo… lo mismo que había escondido el de él, a excepción de las contusiones del pecho y de los hombros.

Molesta consigo misma por no ser capaz de dejar de pensar en él y en lo que había hecho, se incorporó y respiró hondo. Le había dado una y mil vueltas a todo aquello, y no estaba llegando a ninguna parte.

«Porque no hay parte alguna a la que llegar. Te acostaste con el tipo equivocado, y punto. No eres la primera mujer que comete ese error, y no vas a ser la última. ¡Haz el favor de dejar de darle vueltas!»

Se llevó la copa de bourbon a los labios y tomó un trago largo. El sabor le hizo componer una mueca, pero la quemazón al bajar hasta el estómago le resultó reconfortante.

Al dejar la copa en el borde de la bañera oyó un ruido en la casa. Aunque muy débil, le había parecido el de algo que se rompía. Quizás el cristal de una ventana…

¿El cristal de una ventana?

Se quedó inmóvil. Con tanta atención quería escuchar que hasta dejó de respirar.

Nada. Ningún ruido más, aparte del que hacía la lluvia en el tejado y de algún que otro trueno distante.

Quizás fuese algo que había roto la tormenta. O que había arrastrado el viento. El cubo de basura de algún vecino.

De no ser porque aquel día no había recogida.

«Ten mucho cuidado», le había advertido John.

Se levantó, salió de la bañera y se envolvió en una toalla. Tenía la ropa por allí tirada, pero como le pareció demasiado difícil ponérsela estando húmeda, salió tal cual.

A pesar de estar descalza, avanzó de puntillas, dejando la huella mojada de sus pasos en el mármol negro, y al llegar junto a la puerta se detuvo a escuchar.

Si lo que había oído era el ruido que hace alguien al intentar entrar en la casa, ¿por qué no se había disparado la alarma?

Pero también podía ser que sí, que hubiera sonado en la comisaría o en las oficinas de la compañía de seguridad.

En cualquier caso, tenía que llegar al teléfono y llamar a la policía. Que ellos se encargaran de averiguarlo mientras acudían… aunque lo que había oído fuese al final el cubo de basura de un vecino arrastrado por el viento.

«Tú llama. Para eso se les paga. Están acostumbrados a mujeres histéricas».

El teléfono más próximo estaba en el dormitorio de Chad. Antes, se asomó despacio al corredor. Estaba completamente a oscuras, iluminado débilmente por un resplandor que parecía provenir de la iluminación de la calle.

A toda velocidad corrió hasta el dormitorio principal, tomó el teléfono inalámbrico y se volvió inmediatamente hacia la puerta. Luego, con la espalda apoyada contra la pared, se agachó hasta quedar oculta en las sombras.

Marcó el 911 y se acercó el teléfono al oído, pero tardó unos segundos en darse cuenta de la ausencia de tono.

Se separó el auricular y pulsó varias veces el botón rojo. Se lo volvió a acercar al oído. Nada.

La tormenta debía haber provocado una avería en la corriente. La otra posibilidad era imposible de pensar: que alguien hubiese cortado la línea para aislarla.

¿John Edmonds?

A lo mejor había organizado todo aquello para poder montar otro rescate falso. O para que se tomara su advertencia en serio. Aunque también podía ser otro intento de Fénix para encontrar algo en la casa con lo que poder acusar a su hermano de terrorismo.

«¿No se te ha ocurrido pensar que quienquiera que mató a tu hermano andar ahora tras de ti?»

Tragó saliva con dificultad. Dejó el teléfono con cuidado para no hacer ruido. No estaba segura de si el sistema de alarma de Chad funcionaba sin línea telefónica y no recordaba dónde había dejado el bolso con el teléfono móvil.

Intentó visualizar lo que había hecho al entrar para recordar dónde podían estar su bolso y su maletín. Seguramente en el despacho de Chad. No los llevaba en las manos al quitar la tapa de la botella de cristal que había en el bar del despacho. La imagen mental era nítida y clara. Había dejado el grueso tapón de cristal en el bar mientras se servía el bourbon. Y no recordaba haber vuelto a ponerlo en la botella.

¿Podrá ser eso lo que había oído? ¿El ruido del tapón de cristal al caer al suelo de madera?

De haber sido así, ¿se habría roto, a pesar de lo voluminoso que era? ¿Habría sido el golpe lo bastante fuerte para que ella lo oyese desde el baño? ¿Estaba allí hecha un ovillo por la simpleza de no acordarse de tapar una botella?

Maldito hijo de perra…

Él era el culpable de todo aquello. Ella nunca había sido miedosa. No había sentido miedo ni una sola vez durante todas las noches que había pasado sin pegar ojo. Y ahora estaba escondida desnuda en el dormitorio porque creía haber oído un ruido. Y todo por culpa de un bastardo apestoso.

Qué locura. Apoyándose en la mesilla, se puso de pie y avanzó sobre la alfombra, ganando confianza a cada paso. Estaba cansada y un poco atontada por el licor, y su reacción había sido desproporcionada, pero no tenía por qué seguir haciendo el idiota.

Salió al corredor con todos los sentidos alerta, a pesar de su determinación de no permitir que la imaginación se desbocase, y al pasar por la puerta del baño, miró sin pensar.

La copa de cristal antiguo seguía donde la había dejado, en el borde de la bañera, y las velas seguían encendidas, confiriendo al mármol negro un brillo sobrenatural y casi espectral.

Automáticamente volvió a mirar hacia arriba, lo mismo que había hecho al entrar. Las llamas de las velas se reflejaban allí, pequeños faros de luz en la oscuridad creada por la tormenta.

Ya iba a echar a andar de nuevo cuando se dio cuenta de que había algo en el espejo que no debería estar allí. Había una forma dentro de la cabina de cristal de la ducha que no estaba antes. Y mientras intentaba asignarle algún sentido, la forma comenzó a moverse y las sombras amorfas se definieron en la silueta de un hombre.

Debía haberse dado cuenta de que había un movimiento en el espejo del techo porque en aquel mismo instante alzó la mirada y los agujeros del pasamontañas que le cubría la cabeza revelaron unos ojos negros y sin alma que se clavaron en los suyos a través del espejo del techo.