La mano que le tapaba la boca estaba cubierta por un guante fino de piel. Podía oler el inconfundible olor del cuero del que estaba hecho. Y podía oler también al hombre que la sujetaba.
El olor acre de la transpiración inducida por la tensión bajo el olor a colonia o a loción del afeitado. Algo sutil y caro. A pesar del miedo, se dio cuenta de la importancia de ese hecho.
La primera vez había contratado a alguien para que le hiciera el trabajo sucio. Aquellos críos del aparcamiento olían a tabaco y a camisetas sucias. Aquel era el olor de Wall Street en un mal día. Pero no por ello era menos amedrentador.
Trastornada al encontrar el cuerpo de Catherine, había dejado de prestar atención a lo que la rodeaba. Su primera intención había sido ir en busca de John, pero teniendo el cuenta el tamaño y la oscuridad que reinaba en la casa, se dio cuenta de que salir en su busca era darse de frente con la situación en la que, irónicamente, había terminado.
En lugar de salir por la puerta del fondo, que era lo que sentía que debía hacer, había optado por volver al vestíbulo en el que John le había dicho que esperase. Había pensado salir al coche y llamar por el móvil a la policía, pero no había podido llegar tan lejos.
El hombre que la sujetaba estaba escondido en las sombras y el golpe que le propinó en la cabeza no le hizo perder la consciencia. Al menos eso creía ella. Las rodillas, eso sí, habían cedido por la fuerza del golpe y había caído al suelo.
Luego notó que le ponían un pañuelo húmedo bajo la nariz. El producto en el que estaba empapado le quemaba la nariz y le abotargó la cabeza, de modo que aunque se dio cuenta de que le ataban las muñecas, no pudo oponer resistencia.
La había levantado del suelo pasándole los brazos por las axilas y, antes de que ella pudiera ordenar sus pensamientos, le había tapado la boca y le había colocado el frío y duro cañón de una pistola bajo la mandíbula.
—Un solo ruido, y estás muerta —le susurró al oído.
La combinación del dolor, el miedo y los efectos de la sustancia del pañuelo la hizo dejarse guiar. En lo único que podía pensar era en por qué no le disparaba ya. Tardó mucho en entender que no podía hacerlo sin llamar la atención. Y aún tardó más en darse cuenta de por qué eso era importante.
John estaba vivo.
Sólo las lágrimas que aliviaron el escozor de los ojos la ayudaron a darse cuenta de que gran parte del miedo que sentía era temor ante la posibilidad de que John pudiera no seguir vivo. Porque si lo estaba, acudiría en su busca. Lo sabía con una certeza que no le dejaba lugar a dudas, ni siquiera en el rostro del terror. Lo mismo que se había enfrentado a aquellos adolescentes, John encontraría y neutralizaría la amenaza que era aquel hombre que la retenía en las sombras de debajo de la escalera.
Esperaron juntos, sus respiraciones suspendidas al intentar percibir cualquier ruido que hiciera la única otra alma que había en la casa. Kelly cerró los ojos y rezó en silencio.
Al menos era capaz de pensar. El dolor que la había aturdido había pasado a ser ya un martilleo soportable, e incluso los efectos secundarios de ese líquido empezaban a disminuir. Y empezaba también a ver mejor.
Desde la oscuridad de debajo de la escalera, podía ver el vestíbulo que daba paso al salón. En cualquier momento…
De pronto, casi como en una revelación, se dio cuenta de que en cuanto John apareciera en su campo visual, el hombre que la retenía apartaría el cañón de su garganta y le dispararía. Entonces acabaría el trabajo matándola a ella.
No había razón para hacerlo de otro modo. No había por qué negociar. Empezó a moverse para intentar liberarse de aquella mano y avisar a John. Pero no consiguió nada. El hombre apretaba con firmeza, e incluso llegó a taparle la nariz también para asustarla y obligarla a estarse quieta.
Pero la falta de aire sólo sirvió para reafirmarla en la idea de que aquella era su última oportunidad. Tenía que hacer algún ruido, aunque fuese un gemido inarticulado. Al menos John se imaginaría que algo no iba bien.
Comenzó a gemir sin dejar de mover la cabeza a un lado y a otro con la esperanza de liberar sus labios y conseguir gritar, aunque fuese una fracción de segundo.
—Te juro que te mataré —le advirtió él—. Haz un solo ruido más, y te vuelo la cabeza. Eso le hará salir.
Para demostrar que hablaba en serio, apoyó el cañón de su arma en la sien. Hablaba en serio, porque en el silencio de la noche oyó un ruido junto al oído, como si hubiese amartelado el arma.
Y entonces, casi simultáneamente, se oyeron pasos. Alguien avanzaba sobre el suelo de mármol. Venía desde el salón.
Quizás Kelly había salido al coche. Al salir del apartamento, se había llevado el móvil en el bolso, que se había quedado en el asiento del coche. Porque si había entrado en el salón y había visto el cuerpo…
Nunca sabría decir qué le había hecho dudar. El instinto, quizás. La experiencia. Algún sonido indiscernible o un atisbo de movimiento en lo más profundo de las sombras del vestíbulo.
Fuera lo que fuese, le salvó la vida. La bala se empotró en la pared, exactamente donde habría estado él de no haberse detenido. Antes de que su eco se hubiera apagado, se había refugiado ya al otro lado del arco.
Era imposible devolver el disparo al no saber dónde estaba Kelly.
—¿Kelly? —la llamó, esperando contra toda esperanza que pudiera contestarle.
Pero lo que oyó fue el estallido de otro disparo que rozó el arco, arrancándole parte de la madera. Instintivamente se llevó la mano a los ojos para protegerse.
—Tírala —le ordenó una voz que provenía de su derecha.
Dirección equivocada. Voz equivocada. Sexo equivocado. Fue a darse la vuelta, pero la advertencia lo detuvo:
—Si tú mueres, no tendrá ninguna oportunidad y lo sabes. Tira el arma.
Por el rabillo del ojo pudo distinguir una forma oscura en la puerta del otro lado de la habitación. Entonces eran dos. Ambos armados. Teniendo en cuenta sus posiciones, podían mantenerlo inmóvil bajo el fuego cruzado.
Y quienquiera que hablase, tenía razón. Si le disparaban, no habría nada ni nadie que les impidiera matar a Kelly. Y esa había sido su intención desde el principio.
No tenía muchas más salidas. Si se giraba lo suficiente para dispararle a la mujer, quienquiera que estuviera al fondo del vestíbulo le metería una bala en la cabeza o en la espalda, y no podía arriesgarse a eso. Más tarde quizás, pero no en aquel momento.
Moviéndose despacio, se agachó y dejó la pistola en el suelo. Al incorporarse de nuevo, alzó los brazos en un gesto tradicional de rendición. Tenía el estómago hecho un nudo, esperando el impacto de una bala.
—Aléjala con el pie hacia el vestíbulo —le ordenó la voz de mujer.
Dudó una fracción de segundo, aún calibrando sus opciones. Luego empujó la Glock con la punta del pie y quedó perdida en la oscuridad.
—Venid —le gritó la mujer a su compinche—. Siéntate en el sofá —le ordenó a John al tiempo que se acercaba a él—. Y deja las manos donde pueda verlas.
Entonces reconoció la voz. Bertha Reynolds había visto demasiadas películas.
—Qué bien. Todos juntos —dijo, mirando hacia la puerta.
John apartó la vista del enorme cañón de la Waltzer que empuñaba y vio a Kelly aparecer bajo el arco. A pesar de la oscuridad, el que la retenía había vuelto a colocarse el pasamontañas. La combinación del arma apoyada en su sien y su siniestro aspecto le recordó a John que, a pesar de la edad de Bertha, dos personas habían muerto ya a sus manos.
—Al sofá —dijo el hombre.
No era Daniels. Habría reconocido su voz y su acento sureño.
El hombre empujó a Kelly hacia delante con tanta fuerza que cayó sobre el sofá. John la miró a los ojos y negó con la cabeza para hacerle comprender que no debía intentar nada. El recuerdo de su ataque desesperado utilizando como arma una sandalia le había vuelto a la cabeza. Claro que con las manos atadas a la espalda, poco podía hacer.
Casi como respuesta a ese pensamiento, Bertha ordenó:
—Desátala.
Entonces es que necesitaban que Kelly hiciera algo para lo que eran indispensables sus manos. Fuera lo que fuese, por ese motivo seguía viva.
Que Kelly quedase con las manos libres parecía ofrecerles alguna ventaja, pero tenía que encontrar el modo de utilizarla.
—¿Por qué hacéis esto? —le preguntó ella al hombre del pasamontañas mientras le aflojaba las tiras de tela con que le había sujetado las muñecas. Una elección extraña, pero seguramente habían tenido que improvisar.
—Dinero, querida. Mucho dinero —contestó Bertha.
—El Legado.
—Sabremos darle mejor uso de lo que Chad o tú habríais podido imaginar.
El hombre se guardó las ligaduras en el bolsillo antes de volver a empujar a Kelly hacia delante. Al quedar sentada a su lado, John detectó olor a cloroformo. Entonces no había sido un ataque improvisado. O quizás lo habían llevado para Catherine.
—No los pierdas de vista.
Bertha se movía lateralmente, sin dejar de apuntar a John. Junto a uno de los sillones de orejas que había frente al sofá, sacó un bolso de grandes dimensiones. Debía haber ido a visitar a Catherine abiertamente para después, con ayuda del hombre del pasamontañas, tomar a la mujer por sorpresa.
Quizás había sido ella misma quien le había proporcionado la información que tanto había entusiasmado a Catherine. De ser así, había funcionado bien. Tenían a Catherine y los tenían a ellos dos.
Bertha sacó unos folios del bolso y sin quitarle la vista de encima a John, y por supuesto sin dejar de apuntarle, los colocó sobre la mesa baja del centro, delante de Kelly. Se separó con la misma atención que había mantenido desde el principio. Desde luego no se la podía tachar de descuidada.
—Tienes que firmar en dos sitios. Los dos están marcados con una cruz. Es casi como la búsqueda de un tesoro —añadió en tono casi jovial—. Incluso la analogía es buena.
Era obvio que estaba entusiasmada. Quizás pudiera utilizar su estado de ánimo para ganar algo de tiempo. En esas películas en blanco y negro en las que había aprendido aquellos diálogos, el villano siempre hablaba demasiado.
—Con El Legado como tesoro —sugirió.
—Una organización bien establecida, legítima y con un perfil muy alto. Una organización que ya estaba repartiendo millones cada año, y que con la dirección adecuada, puede generar muchos más.
—Y la dirección será la tuya, me imagino —añadió Kelly con sarcasmo—. ¿Es que no pudiste convencer a Chad de que hiciera lo que tú querías?
—Por desgracia, tu hermano estaba convencido de que la decisión final debía ser sólo suya. Y hacía preguntas inconvenientes. La misma tendencia que tienes tú, querida, y no íbamos a empezar con ese juego otra vez.
—¿Quiénes? ¿La Alianza? —preguntó John—. ¿O te refieres a vosotros dos?
—Pura semántica —contestó Bertha—. Teníamos otros objetivos para el dinero que Chad reunía tan incansablemente. Pero cuando empezó a ponerse correoso…
—Lo matasteis —concluyó Kelly con una voz cargada de odio.
—Por su puesto que no. Fue un error de pilotaje causado por una sobredosis de medicación. ¿Es que no te han explicado todo eso? Por cierto, que si tienes alguna duda al respecto, ese será el resultado final de la investigación.
—¿Cómo puedes saberlo? —intervino John.
—Porque hay gente muy poderosa envuelta en esto. Si Cabot sigue investigando, puede que descubra que se ha metido en camisa de once varas.
—No lo subestimes.
Si algo les pasaba a ellos, le resultaba reconfortante pensar que Fénix ya andaba tras aquella pista. Y tras La Alianza.
—Subestimar a la gente es un error que no suelo cometer. Excepto en su caso, quizás. Enhorabuena querida. Estaba segura de que serías tal y como Chad te veía.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Alguien que no iba a saber qué hacer con el dinero de la familia o viviendo en Washington. Pensamos que harías la aparición imprescindible tras la muerte de Chad y que luego dejarías El Legado en manos del consejo.
—Pues siento haberos desilusionado.
—Ah, bueno. Todo saldrá bien al final. Creo que incluso es mejor así. Firmas la cesión del control a los directores y así no tendremos que volver a preocuparnos por las interferencias de nadie.
—Yo no contaría con eso —dijo John.
—¿Cabot? Sin Kelly y sus cheques, imagino que no tendrá ningún inconveniente en olvidarse de todo esto.
—El interés de Fénix en El Legado comenzó mucho antes de que Kelly acudiese a ellos.
La duda de Bertha le confirmó lo que quería saber: que no tenía ni idea de que la relación de Cabot con todo aquello precedía a la visita de Kelly a su oficina. Al parecer, La Alianza no era tan omnisciente como se creía.
Bertha miró a su cómplice, y John ya se había preparado para la acción cuando rápidamente volvió a mirarlo. Aunque el instante en el que no le había mirado había sido muy breve, se maldijo por no haberlo aprovechado. Bien podía no tener otro, porque si Kelly firmaba aquel documento, estaría firmando su sentencia de muerte.
—Por ahora es suficiente —dijo Bertha—. Ya nos ocuparemos de Cabot cuando llegue el momento. Y créeme: por buenas que sean sus conexiones, no tiene una sola oportunidad.
—Ya se lo diré. Seguro que le quita el sueño.
—Os creéis tan listos todos vosotros… tenéis un trabajo fácil que hacer por este país, y ni siquiera sois capaces de hacerlo en condiciones.
Tardó un segundo en emplazar sus palabras, y cuando lo hizo, le resultó tan fuera de contexto como el hecho de que fuese Bertha Reynolds quien les estuviera apuntando con un arma.
—Lo único que teníais que hacer era protegernos —continuó—, y no fuisteis capaces de hacerlo. Y luego nuestro querido ejército no fue capaz de localizar a los responsables.
Su voz se había vuelto más áspera a medida que hablaba. Seguía apuntándoles, pero era palpable que su pensamiento estaba en lo que les estaba diciendo.
—Pues muy pronto no tendréis ya más opciones. El pueblo norteamericano se alzará y exigirá que la tierra quede limpia de esos infieles. Y nosotros nos encargaremos de ello.
Era una locura, pero estaba empezando a encontrar la relación de La Alianza con el terrorismo. No era de extrañar que nadie se hubiese figurado lo que estaba ocurriendo. Era de una lógica tan retorcida que desafiaba la razón.
—Jihad —dijo—. Y la estáis incitando vosotros.
—Jamás ha habido una guerra más santa en la historia de la humanidad. Y esta vez, ganaremos nosotros.
—Pero primero tendréis que enseñarle a todo el mundo cuál es la amenaza verdadera.
—La gente de esta ciudad no actúa. Sólo reacciona.
—Así que sufragáis un poco de terrorismo doméstico para causar la reacción que buscáis.
—Bertha.
Por primera vez habló el hombre del pasamontañas, y lo hizo en tono de advertencia.
—¿Hugh? ¡Hugh! ¿Eres tú?
Kelly no podía dar crédito. Desde luego, como responsable de finanzas de El Legado, Donaldson estaba en la posición perfecta para llevar a cabo las fantasías de Bertha. Que el director general de una gran empresa pudiera creerse toda aquella verborrea sobre la guerra era mucho más difícil de tragar.
No hubo respuesta a la pregunta de Kelly, aunque el hombre apartó la mirada de ellos para fijarla un instante en la mujer que les apuntaba. John volvió a preguntarse si debería aprovechar aquella mínima oportunidad para lanzar un ataque. Pero antes de que pudiera entrar en acción, el arma de Donaldson volvía a apuntarle con firmeza.
—Y una vez que Kelly haya firmado la cesión, ¿qué haréis? —preguntó, intentando desencadenar otro momento de flaqueza o de rabia—. La cuenta de cadáveres está subiendo. Cada vez va a resultar más difícil de explicar. Primero Chad, después Catherine… —deliberadamente miró a la mujer tirada en el suelo—… luego nosotros dos. ¿No creéis que al final alguien terminará por darse cuenta?
—¿Por qué? Chad murió por un error de pilotaje. Un desgraciado coma diabético se llevó la vida de Catherine, irónicamente la noche en que libraba el personal de servicio. Y la pobre Kelly Lockett… —se lamentó con voz untuosa—, aún destrozada por la muerte de su hermano, se quitó la vida.
Era el escenario que se había imaginado al encontrar el cristal roto en la cocina de Chad. Incluso explicaba las ligaduras de tela. Era menos probable que dejasen marca que el forense pudiera encontrar al investigar un caso de suicidio.
—Siento desilusionarte otra vez, Bertha —intervino Kelly—, pero no pienso firmar esos papeles. Debes estar loca si crees que voy a ponértelo fácil. Si de todos modos voy a morir…
—¿Y por él? —preguntó, apuntando el vientre de John—. ¿Firmarías si él te lo rogase? ¿Y si empezásemos por volarle una rodilla?
—Las manchas de sangre en la alfombra de Catherine serían difíciles de explicar —contestó John.
A pesar de aquella salida, sintió que un frío húmedo la invadía por dentro. Kelly tenía razón: Bertha Reynolds estaba loca. Los dos debían estarlo si creían que podían salir indemnes de todo aquello.
—Esta es la pistola de Catherine. Si es necesario, se la pondremos en la mano…
Su frase se vio interrumpida por unos golpes . Alguien llamaba a la puerta.