En aquella ocasión, no hubo seducción. Se unieron en un frenesí de necesidad. Como si enfrentarse a la muerte los hubiera hecho más conscientes de la maravilla de la vida. Como si una compulsión primitiva los empujase hacia el acto que más podía afirmar la vida.
Tras unos minutos, Kelly ya no era consciente de lo que la rodeaba. O de lo que había ocurrido horas antes. Sólo sabía lo que él era capaz de hacerle sentir. Y de lo que sentía por él.
Había aparecido en su vida en un momento en el que carecía de estabilidad. Del caos de la pérdida, el miedo y el peligro, él había creado un refugio de seguridad en sus brazos. Y por eso no importaba lo que le pidiera: sabía que podía confiar en él.
Con sus manos fue borrando la tensión, dejando en su lugar una percepción creciente de sus propias necesidades, unas necesidades que sólo él podía satisfacer. Cuando empezó a moverse sobre ella, controlando su deseo para llevarla en volandas con él, la misma respuesta que había experimentado la primera noche que hicieron el amor volvió a provocarse en ella. Sus movimientos nutrían la llama que ardía dentro de su cuerpo. El calor viajaba por sus terminaciones nerviosas, despertándolas a la función para la que habían sido creadas.
Cuando el primer temblor comenzó dentro, se aferró con fuerza a sus hombros, animándolo a continuar.
Para entonces, el cataclismo escapaba ya a su control. Su cuerpo se arqueó y tembló ante las demandas del suyo. Sintió cuándo llegó su clímax y le oyó gemir, traspasado, y lo único que pudo hacer fue agarrarse a él para cabalgar la cresta de la ola juntos.
Gradualmente el asalto a sus sentidos cesó. Su cabeza, que había sido incapaz de formular un solo pensamiento, volvió a la racionalidad.
Deslizó la palma de la mano por su espalda cubierta de sudor y lo sintió estremecerse, quizás como respuesta a su caricia o como una última reacción a la intensidad del clímax que habían compartido. Se colocó junto a ella y, apoyado en un codo, la miró.
Casi demasiado saciada para moverse, ella le pasó una mano por el pelo y él sonrió.
—Lloraste la primera vez que te hice el amor.
—¿Ah, sí? —le preguntó, poniendo la palma de la mano en su mejilla—. No lo recuerdo.
—Creía que te había hecho daño. O que te arrepentías de que me hubiera quedado.
—No me arrepentía, pero la verdad es que… tenía mis dudas.
—¿Y ahora?
—Ahora, no —sonrió, acariciándole el labio inferior—. Ahora ya no soy capaz de pensar. Eso es lo que quería aquella noche.
Lo había olvidado hasta que él mencionó las lágrimas. Quería ser incapaz de pensar. Olvidar el dolor. Y no estar sola.
Pero las emociones que los empujaron a hacer el amor por primera vez no tenían nada que ver con aquel momento. Ni con el aislamiento, ni con la soledad. Sólo con ellos dos.
—¿Funcionó? —preguntó él, besándole el dedo.
—Hasta la mañana siguiente —confesó, sonriendo. Pero él estaba muy serio.
—¿Qué ocurre? —le preguntó, intentando no dejarse llevar por la ansiedad.
Todo parecía haberse solucionado para ambos. No entendía por qué él no parecía sentir su misma euforia.
—Me preguntaba qué habría ocurrido si no te hubieras encontrado con todo esto…
—¿A qué te refieres?
—A la responsabilidad de El Legado. Al asesinato de Chad. A mí.
—No estoy segura de seguirte.
—Si tu y yo nos hubiéramos conocido en otras circunstancias, ¿dónde estaríamos ahora?
Era una pregunta legítima. Una pregunta que ella no podía contestar. No buscaba una relación, y tal y como él había dicho, todo se había desencadenado por razones ajenas a ellos dos.
—No lo sé. ¿Importa?
—Supongo que depende de adónde vayamos a partir de ahora.
—¿Y adónde vamos? —preguntó con cuidado.
—Tú a lo mejor a Connecticut.
Días atrás era lo que más deseaba en el mundo, pero en aquel momento no tenía ningún atractivo para ella. Y el hombre que tenía a su lado era responsable en gran medida de aquel cambio.
—No voy a marcharme hasta que pueda estar segura de que la fundación está en buenas manos. La verdad es que… a lo mejor las mías no son tan malas. Me parece imposible estar diciendo algo así.
—¿Por qué? Es cierto.
—No estoy segura de que el consejo esté de acuerdo.
—Entonces es que son idiotas. Fuiste tú quien descubrió que algo no iba bien.
—Chad fue quien lo descubrió, pero no tuvo tanta suerte como yo.
—¿Suerte?
—No te tenía a ti. Creo que no podría hacerlo sin ti.
Sólo cuando hubo pronunciado aquellas palabras se dio cuenta de hasta qué punto eran un ruego, una petición de ayuda. Incluso de algo más. Un compromiso que quizás él no estaba dispuesto a asumir.
—No tendrás que hacerlo sola.
—Me da la impresión de que Cabot no va a estar dispuesto a hacer de esto un caso permanente.
—No hablaba de casos —contestó, besándola en la punta de la nariz.
—Entonces… ¿de qué estamos hablando?
—De nosotros —contestó suavemente.
El corazón le dejó de latir durante un instante y luego volvió a hacerlo con más rapidez. Nosotros. ¿Sería tan prometedor como a ella le sonaba?
—¿Nosotros? —repitió.
—Sé que hay muchas cosas que considerar, pero a pesar de nuestras diferencias…
—¿Qué diferencias?
—Yo soy un tipo de filete con patatas, no lo olvides. Ni siquiera tengo esmoquin en el armario.
—Eso no es un requisito —contestó, sintiendo que la ansiedad comenzaba a desvanecerse.
Aquello iba a ser fácil. Sus preocupaciones no eran más que un montón de judías. Al menos para ella.
—¿Ni siquiera para salir con Kelly Lockett?
—Ya tienes todo lo más importante. Lo único que tienes que hacer es…
«Quererme». Tenía la palabra en la punta de la lengua, pero no fue capaz de pronunciarla.
Él tardó un momento, pero insistió:
—¿Es?
Aquello tenía que ser cosa suya.
—Kelly…
Se negó a mirarlo a los ojos. Tenía la sensación de haber vuelto a quedar en ridículo. La noche que se conocieron le invitó a su cama, y ahora…
—Me ha gustado lo que has dicho antes —le esquivó.
—¿Qué he dicho antes?
—Nosotros —dijo al fin, mirándolo a los ojos—. Me gusta ese concepto.
—El concepto, ¿eh? —repitió, divertido.
—¿Te estás riendo de mí?
—En absoluto. A mí también me gusta el concepto, pero es que no estoy seguro de cómo encajaría en tu mundo.
—Mi mundo durante los últimos años ha sido llevar una posada en mitad de ninguna parte. Éste… —miró la elegancia que los rodeaba—, era el mundo de Chad. Yo sólo lo ocupo temporalmente.
—¿Y crees que hay sitio en este mundo para mí?
—Antes de que tú llegaras… —de pronto los ojos se le llenaron de lágrimas—. Antes de que tú llegaras, era el lugar más oscuro y vacío en el que había estado.
—Eso es lo que me da miedo.
—¿Que quiera estar contigo por eso?
—¿Es así?
—No por gratitud, ni por soledad —le aclaró, besándolo en los labios—. Y no por las demás cosas que te empeñas en imaginar. Quiero que estés aquí porque quiero que estés conmigo. Y esperaba que eso fuera también lo que tú quieres.
Hubo un momento de incertidumbre en el que él no se movió. Luego, ante sus ojos, dibujó una sonrisa.
—En parte. Ya trabajaremos en el resto a medida que vayamos avanzando.
—¿El resto?
—Lo de fueron felices y comieron perdices.
—¿Tú crees en eso?
—¿Tú no?
Hasta entonces, no. Pero es que nunca había conocido a alguien como él.
—Creo que ahora sí.
—Bien —dijo como si con esa palabra quedase todo arreglado.
Y quizás fuera así. Quizás no necesitaran nada más. Sólo creer.