Capítulo 1

 

Aunque Kelly Lockett conocía hasta a la última de las personas congregadas en el salón de baile del hotel, apenas podía ver a nadie. Sus rostros quedaban perdidos en la oscuridad que se extendía detrás del brillo de los focos que alumbraban el podio. Esperó un instante a que cesaran los aplausos y alzó una mano pidiendo silencio, casi como si llevara toda la vida haciendo aquello.

Pero la verdad era que siempre había intentado evitar esa clase de actos. Por el contrario, a Chad le encantaban, así que siempre se los había cedido gustosa. Afortunadamente, se le daban de maravilla.

Tanto que seguramente ella no iba a ser capaz de hacerlo igual de bien, pensó con cierta ansiedad. Entonces se recordó que no estaba allí para ocupar el lugar de su hermano.

—En nombre de mi hermano… —comenzó, hablando por encima de los últimos restos de aplausos.

Antes de que hubiese terminado de pronunciar la última palabra la audiencia volvió a aplaudir en cerrada ovación. Primero los hombres de esmoquin, y luego sus elegantes acompañantes fueron poniéndose de pie por todo el salón.

Los ojos comenzaron a escocerle ante la duración de aquel tributo espontáneo y se mordió el labio para no llorar. Hasta el momento había conseguido mantener en privado sus lágrimas, y aquella noche no quería hacer de su dolor un espectáculo público.

Esperó a que el ruido de los aplausos desapareciera y sólo quedara el de las sillas que volvían a ocuparse. Sus ojos habían empezado a acostumbrarse al brillo de los focos porque empezaba a identificar algunos rostros de aquellos sentados en las mesas más cercanas y que la miraban expectantes.

Había intentando hablar con todos ellos antes de la cena, y aunque lo temía, tendría que mezclarse de nuevo con ellos después de la subasta. Ese era otro de los talentos que poseía Chad: hacer que todo el mundo se sintiera bienvenido. Conseguir que quisieran participar y que se sintieran bien por lo que hacían.

—Gracias —dijo—. Como decía antes, en nombre de mi hermano quiero darles la bienvenida a la octava subasta anual de El Legado Lockett. Como ustedes ya saben, Chad era incansable en su tarea de recaudar dinero para distintas causas, además de ser un verdadero filántropo. Y este evento ocupaba siempre un lugar muy especial en su corazón. Por un lado, ésta es la única de las muchas organizaciones entre las que repartía su tiempo y su energía que lleva el nombre de nuestra familia. Por otro, los actos benéficos en los que ustedes han donado tan generosamente su dinero eran elegidos por él personalmente, y esta fundación era su hija predilecta, por lo que les agradezco enormemente el que continúen apoyando las buenas obras en las que él tanto creía.

Hubo otra ronda de aplausos.

—Como ya saben, este año les hemos preparado una subasta muy especial. También el tema lo eligió mi hermano, y trabajó incansablemente para reunir los objetos que hay a su alrededor —hizo una pausa para que la audiencia pudiera mirar una vez más las vitrinas que cubrían las paredes—. Sé que hubiera querido que diera una vez más las gracias a los donantes de estas prendas, y así lo hago. También quiero recordarles que puesto que pretendemos recaudar tanto dinero como sea posible, hemos aceptado unas cuantas pujas antes del inicio de la subasta de coleccionistas muy acreditados. Pero les aseguro que tendrán la oportunidad de abrir sus chequeras y superar con creces las cantidades ofrecidas por los objetos que llamen su atención.

Risas educadas respondieron a su comentario, tal y como se indicaba entre paréntesis en el escrito que iba dirigiendo su intervención. Pero en realidad, nadie esperaba que las pujas que habían llegado de todo el mundo y que se habían hecho sobre los objetos más raros y valiosos de la subasta quedaran superadas por los presentes. Tanto Kelly como todos los demás que tenían que ver con El Legado se habían quedado sorprendidos por esas cantidades.

—A mí personalmente me gusta el vestido negro de cóctel que perteneció a la princesa Diana —continuó, siguiendo con el guión que le habían dado—. Incluso pensé en romper mi cerdito a ver si tenía bastante para comprarlo antes de que saliera a subasta.

Más risas ante lo que sólo podía clasificarse como un chiste bastante flojo, teniendo en cuenta la fortuna de los Lockett. Y eso también estaba bien.

Se había tranquilizado un poquito tras decir aquella tontería, y la necesidad de llorar también había pasado. Lo único que tenía que hacer era terminar con la introducción que le habían escrito y la subasta daría comienzo.

—Desgraciadamente, no me quedaba bien. Una cuestión de altura —añadió. Más risas, dada su corta estatura—. De hecho, no se ha tocado ninguna de estas prendas, de modo que las que esta noche vean en nuestras modelos son recreaciones de los originales que pueden admirar en las vitrinas. Como éste.

Salió de detrás del atril y avanzó por la pasarela que habían montado en el centro de la sala, pero se detuvo un momento, más para calmar sus nervios que para mostrar el vestido, que desde luego se lo merecía.

Aunque se sentía mucho más en su elemento con vaqueros y un jersey, tenía que admitir que había algo tremendamente sensual en aquel vestido de noche en seda roja que llevaba puesto y que se ajustaba a sus caderas y su pecho como un guante.

A su espalda, la voz de un presentador profesional continuó donde ella lo había dejado.

—Como cualquier profesional de la alta costura les diría, para comprender la magia de un vestido es necesario verlo puesto. Y nosotros les hemos preparado un pase muy especial.

Unos días antes habían estado ensayando el modo de desfilar de las modelos profesionales y Kelly comenzó su avance por la pasarela. El coro de exclamaciones que la siguió fue prueba de que la habían aconsejado bien a la hora de elegir el vestido: tanto el color como el diseño dejarían a cualquiera con la boca abierta. O con la cartera abierta, que era de lo que se trataba.

—La señorita Lockett luce una copia de un modelo de Givenchy con estola a juego. El vestido fue creado para Audrey Hepburn, la estrella favorita del diseñador, para la película Funny Face. Estoy seguro de que todos recuerdan la escena en la que la señorita Hepburn desciende por las escaleras de Louvre con ese mismo vestido.

Según el guión, Kelly debería haber llegado al final de la pasarela, que concluía justo en el centro del salón. A sus pies, seis peldaños que la dejaban en el suelo del salón de baile. Igual que la actriz había hecho en la película, alzó los brazos hasta la altura de los hombros para mostrar la estola roja, y comenzó a bajar.

—En confianza les diré que en este caso no se han admitido pujas del exterior —continuó el presentador con su voz de terciopelo—. Se lo hemos reservado a ustedes.

A Kelly le habían advertido que debía elegir un par de personas entre los asistentes para sonreírles mientras bajaba, y había empezado a mirar a su alrededor buscando una cara conocida, cuando se tropezó con un perfil masculino. Sus rasgos, perfilados contra las luces del fondo de la sala, eran limpios y fuertes, de proporciones tan clásicas como si hubieran estado grabadas en alguna moneda antigua.

En aquel momento exacto, el hombre volvió la cabeza, y sus miradas se encontraron. No podría decir de qué color tenía los ojos. Lo único que supo con certeza es que eran oscuros, tanto sus ojos como su pelo. Un hombre atractivo de un modo muy masculino.

Y al pasar por delante de su mesa para seguir el camino marcado que seguirían todas las modelos y que estaba destinado a que los invitados pudieran ver más de cerca los trajes, tuvo que resistir las ganas de volverse a mirar.

Y eso era para ella totalmente inusitado, especialmente teniendo en cuenta lo que le había pasado en los últimos meses.

Por fin, y gracias al cielo, llegaba el final de su actuación. Ante ella estaban las puertas por las que abandonaría el salón de baile para volver al anonimato, que era donde se sentía más cómoda.

A su espalda oyó al encargado de la subasta abrir la puja con el original de Givenchy que ella llevaba puesto. A partir de aquel momento, el evento sería responsabilidad de otras personas.

Al mirar al guardia de seguridad de la puerta, éste hizo una leve inclinación de cabeza, y aquel gesto le recordó la extraña reacción que había tenido con el hombre sentado al pie de la escalinata.

De nuevo tuvo que contenerse para no dar la vuelta y buscarlo entre la gente. No es que importase que lo hiciera, porque desde allí sólo vería la misma marea de gente que había visto antes. No podría distinguirlo. Y si volvía a encontrarse con él…

Pues no podría reconocerlo. Lo ocurrido era una de esas cosas curiosas que pasan de vez en cuando. Por ejemplo, mientras viajas en un taxi, encontrarse con la mirada de un hombre guapo que espera a que el semáforo se ponga en verde. O en un ascensor. O en un restaurante. Nada importante.

Lo cual estaba bien, se dijo al salir al vestíbulo. No podía permitirse distracciones.

 

 

Eran más de las dos cuando por fin consiguió escapar del salón de baile por una puerta trasera.

Chad se habría reído de ella diciéndole que esa era la historia de su vida, pensó mientras veía ascender los números del indicador del ascensor, pero no iba a sentirse culpable por ello. La mayor parte de los asistentes se habían marchado ya. Había cumplido con su deber. Había pagado su peaje. Había sido amable con todo aquel que tuviese una cartera abultada. Y ahora se iba a casa.

No se había molestado en quitarse la copia de Givenchy que había lucido. Ya lo devolvería más tarde.

Las puertas del ascensor se abrieron y salió, arrebujándose en la estola. Después del calor que hacía en el salón de baile, el aire de la noche le parecía fresco.

Le sorprendió ver que sólo quedaban un puñado de coches en aquella planta. Al parecer, y a pesar del remordimiento que le había producido escaparse temprano, debía ser la última en marchase.

Sus tacones de aguja reverberaban en el suelo de cemento. Esperaba que el guarda de seguridad saliera de su garita al oír sus pasos, pero no fue así, y al pasar más cerca le pareció que la garita estaba vacía.

Miró el reloj, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. A lo mejor ya había terminado su turno. Tendría que hacer ese comentario en la reunión que se celebrara para analizar lo bueno y lo malo de la velada. Sus clientes tenían derecho a protección, por tarde que se marcharan.

Su coche, que en realidad era de Chad, estaba aparcado casi en la rampa de subida, y al llegar al pie, se apoyó en la barandilla para subirse una de las tiras de la sandalia que le estaba molestando.

Sintió deseos de quitárselas, pero caminar descalza por aquel cemento le destrozaría los pies. Alzó la mirada para calcular cuánto le quedaba por andar cuando tuvo la sensación de que una sombra se movía a su espalda. ¿Una rata? ¿Alguno de los gatos salvajes que andaban sueltos por la ciudad? Había montones de ambas cosas en D.C., pero a pesar de su intento por encontrar una explicación razonable, sintió que el vello de la nuca se le erizaba y que un escalofrío le bajaba por la espalda.

Volvió a mirar a la garita del guardia de seguridad, un oasis de luz en la oscuridad del aparcamiento, y de nuevo echó a andar hacia el coche. La oscuridad se hacía más densa en la rampa.

Lo que tenía que hacer era volver al ascensor y que alguien la acompañase al aparcamiento, que era lo que debería haber hecho desde un principio. Fuera lo que fuese lo que había visto, no estaba de humor para enfrentarse a ello sola.

Se dio la vuelta decidida a retroceder cuando la sangre se le heló en las venas. Entre ella y el ascensor había tres hombres. O mejor dicho, tres adolescentes, pero su juventud no resultaba ni mucho menos tranquilizadora, teniendo en cuenta su ropa y su actitud.

Como en respuesta a una señal invisible, avanzaron hacia ella. Su sentido de supervivencia se puso en marcha y lanzó una descarga de adrenalina en su sistema nervioso.

Enfrentarse o huir. Menuda elección.

A lo mejor se había equivocado respecto a lo que había visto junto a su coche. Quizás fuese en verdad una rata, y no aquel trío de chavales que se le venía encima.

En un arranque de decisión, se quitó el bolso del hombro, lo abrió, sacó las llaves del coche y lo lanzó hacia ellos. Si pretendían robarle, estaba dispuesta a darles facilidades. Quizás el bolso los mantuviera ocupados el tiempo suficiente para poder llegar hasta el coche.

Pensó seriamente en quitarse los zapatos, pero los tres avanzaban más rápidamente. El bolso quedaba en aquel momento a medio camino entre ellos y ella.

No sabía si sería distracción suficiente para poder escapar. Seguramente dependería de lo que quisieran. Pero si intentaba huir antes de que lo hubieran recogido, podían cambiar de idea y echar a correr tras ella.

Casi antes de que hubiera terminado el pensamiento, el chico del medio se agachó y recogió el bolso sin apartar la vista de ella, sacó el monedero y lo abrió. Con un gesto grandilocuente, abanicó los billetes que había dentro. No recordaba cuánto podía haber. No solía llevar mucho.

«Dios, que sea suficiente».

Entonces, sin molestarse en sacar el dinero, tiró el bolso y la billetera al suelo y dio otro paso hacia ella. En cuanto lo vio hacerlo, ella salió a todo correr hacia el Jaguar de su hermano

El sonido de las botas de sus perseguidores, acrecentado por los techos bajos, se acercaba. Le estaban ganando terreno. Soltó la estola a la que sin darse cuenta se había aferrado para usar ambas manos y levantarse la falda larga que le dificultaba el movimiento.

Al acercarse a su coche, una figura salió de las sombras y ella intentó evitarla dirigiéndose hacia el lado más alejado de la rampa en lugar de hacia el coche.

Corría todo lo que le permitían las piernas, pero aun así no pudo evitarlo. De un salto, la sujetó por un brazo y sus uñas se le clavaron en la carne.

Tiró de ella con tal violencia que se golpeó contra él. Estaban tan cerca que su olor a sudor rancio y tabaco la invadió. Con la otra mano la sujetó por el hombro desnudo, apretándola contra la camiseta llena de manchas que llevaba.

Y al hacerlo, Kelly se dio cuenta por fin de por qué no habían hecho caso de su bolso: porque al parecer, el dinero no tenía nada que ver con lo que buscaban.