—Por cierto… me llamo John Edmonds.
—Kelly Lockett.
No hizo ningún comentario sobre su nombre, a pesar de que era la segunda vez que se presentaba. No le había gustado su broma de antes, y sinceramente, no podía culparla.
A juzgar por todo lo que había leído, y había sido bastante desde que Griff le diera aquel trabajo, aquella mujer nunca había llevado el estilo de vida del resto de la familia.
—Ya me lo habías dicho.
Verla ruborizarse habría sido muy divertido en otras circunstancias. El color partió desde el escote del vestido y subió hasta las mejillas. No era con pecas o manchas, sino con un rosa suave que crecía bajo la porcelana de su piel.
Era cada vez más evidente por qué habían elegido para ella el vestido de la Hepburn. Había un parecido en el pelo oscuro y brillante, recogido en un moño francés, y en sus enormes ojos castaños. Lo mismo ocurría con la elegancia pura de sus facciones.
La única diferencia no iba precisamente en detrimento de Kelly Lockett, que era delgada pero definitivamente femenina. Llenaba el cuerpo del vestido de un modo radicalmente más generoso que la actriz.
—Deberías asegurarte de que está todo —sugirió, ofreciéndole de nuevo el bolso y la billetera.
—No se han quedado nada —dijo—. Miró dentro del monedero y lo tiró tal cual.
Kelly repitió el gesto que había hecho el muchacho.
—¿No es interesante la cantidad?
—Pues eso pensaba yo, pero se me había olvidado que he cobrado un cheque. Hay un par de cientos de dólares, bastante más de lo que suelo llevar.
—Aunque pretendieran quitarte el colgante, deberían haberse llevado el dinero. No es calderilla, doscientos dólares.
O quizás lo fuese para ella. Aun así, le molestaba que aquellos críos no se hubieran llevado el dinero. No tenía sentido. Ni siquiera aunque pensaran que el collar era verdadero. Ni siquiera si el motivo del asalto era el que ella había sugerido.
—Antes has dicho que no crees que el robo fuese el motivo del asalto.
—Es que el que me sujetó… no sé, tenía algo que… no sé…
—¿Te pareció que iba a violarte? —le preguntó sin rodeos.
Ella volvió a dudar.
—Pues no sé lo que iba a hacer. No me gustó que me tocara —se estremeció de tal modo que incluso él se dio cuenta—. Puede que fuera mi imaginación.
—Ya se han marchado —le dijo, optando por consolarla, aunque la valoración instintiva que había hecho del que la sujetaba seguramente estaba en lo cierto—. ¿Quieres que te acompañe a casa?
Las pupilas de ella se dilataron. ¿Sorpresa? ¿Anticipación? «Sí, claro», se burló de sí mismo. «Ni lo sueñes».
Era evidente que lo que estaba intentando era decidir si era digno de confianza o no. No quería decirle dónde vivía.
Pero lo que ella no sabía era que su dirección no era ningún secreto para él. Como tampoco lo eran los detalles de su vida personal.
Aun así, había muchas cosas que desconocía de Kelly Lockett. Y al parecer, a partir de lo que había dicho de su hermano, había unas cuantas cosas que él sabía y que ella desconocía por completo.
—Soy de toda confianza —le dijo.
—No es eso —confesó ella—. Seguramente me has salvado la vida. O al menos me has evitado una experiencia que habría sido tremendamente desagradable. ¿Cómo no iba a confiar en ti?
—Fácil: porque no me conoces. No sabes nada de mí.
Inconscientemente, se echó mano al corte que tenía sobre la ceja y que le estaba escociendo. Cuando se miró la mano, tenía los dedos manchados de sangre. Y la mandíbula le dolía horrores al moverla, se dijo, probando a hacerlo.
—Sé que te has hecho eso defendiéndome —dijo, mirando la marca de la mandíbula.
—Un acto reflejo.
—Gracias —le dijo con suavidad y mirándolo a los ojos—. No todo el mundo se habría parado a ayudarme. Has tenido suerte de que no llevasen armas.
—Ellos sí que han tenido suerte de que yo no la llevase.
De nuevo volvió a abrir los ojos de par en par. Seguramente era de esas personas que creían que nadie debía ir armado; ni siquiera la policía. Lo que hubiera ganado por quitarle a aquella gentuza de encima, acababa de perderlo.
—Que no la llevase yo, sí que ha sido una suerte
Tardó un momento en comprender lo que había dicho, y luego se echó a reír.
La sonrisa que ella le dedicó en respuesta fue espectacular. John se obligó a recordar las ventajas que había tenido ella al poder contar con un buen trabajo de ortodoncia y con los mejores dentistas. Aun así, algo se despertó en su interior.
—Te agradecería mucho que me acompañaras a casa —dijo—. Y estoy segura de que habrá tiritas por algún lado.
De vez en cuando, las cosas le venían a uno a las manos en aquel trabajo. Incluso era mejor tener suerte que ser bueno.
—Debería indicarte el camino por si nos separamos.
—No nos separaremos —le prometió—. Bonito coche —dijo al llegar junto al Jaguar.
Ella tardó un momento en contestar.
—Era de mi hermano.
—¿Del que has hablado esta noche?
—Sí, Chad.
—Lo siento.
Y él también. Más de lo que ella se podía imaginar. A pesar de sus intentos para no dejarse llevar por la emoción, en la subasta había quedado claro que el tributo que espontáneamente le habían dedicado a su hermana la había conmovido. Y era igualmente obvio que seguía sufriendo por su muerte.
—Gracias —dijo.
Abrió la puerta del coche y su interior se iluminó. El coche tenía un ángulo extraño, y John retrocedió para examinar la parte trasera. Tenía una rueda pinchada. Y otra de delante.
—Eso es lo que ese estaba haciendo aquí —dijo ella—. Deshincharme las ruedas.
Al parecer, sus atacantes no habían dejado nada al azar. Nada excepto lo único que no podían controlar: que alguien apareciese en escena. Y si él no hubiera estado observándola toda la noche, no se habría dado cuenta de cuándo se marchaba. De hecho, muy poca gente de la que quedaba en el salón se había dado cuenta de su marcha.
—Tendrás que llamar a una grúa para que lo remolque —le dijo él—. A menos que tengas dos ruedas de repuesto.
—No las tengo, pero soy socia de un club de automovilistas.
Apoyó una rodilla en el asiento de cuero del coche para alcanzar algo de la guantera. La seda roja se ciñó a sus nalgas.
«Desde luego, nada que ver con la Hepburn», pensó.
—No me cabía en el bolso —le explicó al sacar un móvil.
Ella hizo la llamada mientras él fingía examinar las ruedas.
—Dicen que tardarán un rato.
John alzó la mirada. Estaba a su lado.
—¿Cuánto?
—Puede que una hora. A estas horas sólo tienen dos grúas de guardia, y las dos están haciendo un servicio en este momento.
—Entonces, suelta el freno de mano, cierra el coche, y que ellos se ocupen. Yo te llevo a tu casa.
Parecía dudar. Quizás no le gustara dejar el coche en manos de desconocidos. O quizás fuese la idea de subirse en un coche con un desconocido después de lo que le había ocurrido aquella noche.
—Soy inofensivo, te lo prometo —le dijo.
Ella sonrió. No era la misma sonrisa de antes, sino un gesto mucho más apagado.
—No creo que los chicos de esta noche estuvieran de acuerdo con eso.
Parecía cansada, lo cual no era extraño. Eran casi las tres de la madrugada. Llevaba varios días preparando la subasta. Lo sabía porque había estado vigilándola desde que Griff le diera aquel trabajo. Un trabajo que, por cierto, le había resultado extremadamente agradable. Peligrosamente agradable.
Y luego había pasado toda la velada atendiendo a los invitados, un papel en el que no se sentía cómoda.
—Sé que estoy siendo un poco ridícula… —empezó.
—No después de lo que ha pasado —la interrumpió él—. Si prefieres esperar a…
—No. Quiero irme a casa. Quiero quitarme esta ropa… e irme a la cama.
—Suelta el freno de mano y cierra las puertas —le aconsejó él, pasando por alto las referencias de aquellas últimas frases.
—¿No deberíamos llamar a la policía, o ir a la comisaría?
—Sólo si quieres pasarte un par de horas contestando preguntas. Esos chicos deben estar ya muy lejos de aquí, y en la escala de prioridades de la policía te aseguro que esto no va a figurar. Darán la apariencia de ir tras ellos, eso sí, teniendo en cuenta quién eres, pero no llegarán a hacer ningún arresto.
A él no le vendría bien que se presentara la policía, por supuesto, pero todo lo que le había dicho era verdad.
Se apoyó en el capó del coche y se levantó con un gemido. La adrenalina que había inundado su sistema nervioso durante la pelea empezaba a desaparecer, y comenzaba a sentir el efecto de los golpes que había recibido. Estaba seguro de no tener ninguna costilla rota, pero iba a acordarse de aquellos desgraciados cada vez que respirase en un par de días.
Ella ya estaba quitando el freno de mano cuando le oyó quejarse y sacó el cuerpo del coche para mirarlo con el ceño fruncido.
—¿Te duele algo?
—Nada que un par de aspirinas y una ducha bien caliente no puedan arreglar.
—De las aspirinas me encargo yo, y cuanto antes te las tomes, mejor. Mañana por la mañana puedes ir al médico a que te eche un vistazo y…
—Estoy bien. Pero las aspirinas sí voy a tomármelas.
—En cuanto lleguemos a mi casa.
Los dos se miraron un instante antes de que ella volviera a meter el cuerpo en el coche para soltar el freno.
«Sí señor», pensó él. «A veces las cosas te vienen rodadas. El problema es saber qué hacer con ellas».
—Por aquí —le indicó Kelly al entrar en el vestíbulo.
Había fotografías en las paredes y John quiso detenerse a mirarlas. Había reconocido algunos rostros famosos. Pero ella ya había encendido la luz en una habitación que quedaba al fondo, y él la siguió, deteniéndose en la puerta de un baño que tenía más de dos veces el tamaño de su dormitorio. No se había reparado en gastos a la hora de escoger diseño o accesorios. En la ducha acristalada podría ducharse un equipo de fútbol. En el jacuzzi, unos pocos menos.
—Bonito —comentó.
No había hecho comentario alguno mientras recorrían el resto de la casa, que tenía una elegancia que aun ante sus ojos inexpertos revelaba la mano profesional y cara de un decorador.
—La casa era de mi hermano, y mientras estoy en la ciudad, me parece una tontería no utilizarla.
Le había dado aquella información sin mirarlo. Estaba buscando algo en un armario forrado de espejo. Más bien en toda una pared cubierta de espejos que seguramente debían contener más armarios. Una a una fue sacando las cosas que buscaba y dejándolas en la encimera: gasas, alcohol, algodón, una pomada, un bote de medicamentos y esparadrapo.
—Es un corte muy pequeño —dijo él mientras ella seguía revolviendo.
Kelly lo miró.
—Basta con una tirita, de verdad.
—Hay que limpiarlo. Ellos no estaban muy limpios que digamos.
John tardó tiempo en darse cuenta de que se refería a los atacantes.
—¿Que no estaban limpios?
—El que me sujetó a mí olía fatal.
—Está bien. Entonces alcohol y una tirita.
—Y una pomada antibiótica.
—Bueno —accedió.
Aún no podía creerse que estuviera allí. A pesar de lo asustada que debía estar ella por lo que había ocurrido, y de lo maltrecho que iba a estar él por la mañana, el incidente había sido un increíble golpe de suerte que no estaba dispuesto a echar a perder.
—Aquí hay mejor luz.
En aquel cuarto de baño podría haberse rodado una película de la cantidad de luz que había en él, pero aun así, se acercó al área que ella le indicaba. La vio echar un chorro de alcohol en una bola de algodón y el olor le hizo echar hacia atrás la cabeza inconscientemente.
—Te va a escocer —advirtió, avanzando hacia él.
Estaba lo bastante cerca para que él pudiera percibir el olor de su perfume. Cerró los ojos preparándose para el escozor, pero no llegó. Un par de segundos después, volvió a abrirlos y se encontró con que, a pesar de que estaba más cerca que antes, la mano con la que sostenía el algodón se había quedado suspendida en el aire.
—Sería mejor que te sentaras —sugirió.
Apoyó la cadera en la encimera de mármol negro y volvió a cerrar los ojos, esperando. Pero tardó tanto que los abrió de nuevo.
—¿Qué pasa?
Ella movió la cabeza y se acercó, colocándose entre sus piernas. La fragancia que había notado antes, algo oscuro, indudablemente caro y perfectamente adecuado para el vestido rojo y sin hombre que llevaba, lo rodeó.
—Te va a doler —le advirtió de nuevo.
Eso esperaba. Que le doliera un montón. Lo suficiente para obligarlo a pensar en otra cosa. Y si se acercaba un solo centímetro más, ella también iba a ser consciente de la dirección de sus pensamientos.
Kelly lo sujetó por la barbilla para girar su rostro hacia la luz y John volvió a cerrar los ojos, decidido a no volver a abrirlos mientras su escote siguiera tan tentadoramente cerca, tanto como para hacerle desear hundir la cara en el pozo oscuro cuyo brocal se insinuaba entre sus pechos y lamer la piel que rozaba el borde del escote.
El contacto del alcohol en la herida le resultó frío y tan doloroso como esperaba.
—Lo siento —dijo ella al dar él un respingo—. Sólo un poco más, lo prometo.
—No pasa nada —murmuró—. Es que está frío.
Volvió a presionar la herida con el algodón, aquella vez con algo más de fuerza, y limpió la sangre seca hasta que el corte quedó desinfectado a su entera satisfacción.
Retrocedió para revisar su trabajo y él abrió los ojos. Estaban frente a frente, pero ella se concentraba en la herida.
—No tiene mal aspecto —dijo, mirándolo entonces a los ojos.
No podría decir lo que había visto en ellos, pero fue obvio que adivinó parte de sus pensamientos. La vio tomar aire hondamente.
—Yo creo que deberían darte un par de puntos —añadió.
—No es necesario.
Él se llevó la mano a la ceja para intentar calibrar el daño, pero ella se lo impidió.
—Te la vas a volver a ensuciar.
—Mira, no creo que mi vida corra peligro por algo así…
No pretendía burlarse de ella, pero al ver el cambio en su expresión se dio cuenta de que se lo había tomado precisamente así.
—Con que me pongas un poco de pomada, gasa y un esparadrapo, bastará —dijo, intentando contener la impaciencia—. No será nada.
Ella asintió, pero parecía dolida.
«Eres un inútil», se reprendió. «Se te presenta la oportunidad de tu vida y eres tan imbécil como para no aprovecharla».
Kelly tiró el algodón a una papelera dorada, sacó una gasa de su envoltorio de celofán y la impregnó con una buena cantidad de pomada.
Luego volvió a colocarse entre sus piernas. John creía estar mejor preparado para tanta proximidad, pero cuando sintió el contacto de su cadera en la parte interior del muslo el calor le inundó la entrepierna. Y en aquella ocasión no hubo escozor que pudiera ayudarlo a pensar en otra cosa.
Ella le extendió la pomada en la herida con una concentración casi palpable. John decidió no cerrar los ojos.
Incluso estando tan cerca, su piel seguía siendo inmaculada, el arco de sus cejas tan perfecto como unas alas, sus pestañas largas y oscuras.
Un instante después, ella se dio cuenta de que la observaba y la mano en la que tenía la gasa quedó quieta.
John esperaba que fuera ella quien rompiera el contacto entre ellos como en la otra ocasión, pero al no ser así, se dejó llevar por su instinto y se acercó un poco más a ella.
Volvió a esperar, dándole la oportunidad de separarse, de interponer una mano entre ambos, de hacer algo que indicase que no quería.
Pero lo que hizo fue alzar levemente la cara, cerrar los ojos y entreabrir los labios.
Ningún hombre sobre la faz de la tierra habría dejado pasar aquella oportunidad. Y él, desde luego, menos que ninguno.