EL OTOÑO TRAJO consigo un sol dorado, pero también tormentas que zarandeaban con fuerza los árboles del jardín. En los días soleados me gustaba pasear un poco por los terrenos de Lejongård, mientras que cuando el tiempo empeoraba me alegraba de que el chofer me dejara en la puerta al llegar a casa.
Las clases en la Escuela de Comercio eran exigentes, pero me gustaban. Muchas de mis compañeras, incluida Birgitta, no compartían mi opinión, pero a mí me entusiasmaban los números, las tablas y las relaciones económicas. En casa, a veces me quedaba hasta tarde con los libros abiertos e incluso adelantaba un poco de temario.
Entonces llegó la gran cacería de otoño. En la finca solo se hablaba de si el rey Gustavo acudiría por primera vez después de su año de luto, que había terminado en abril.
—Le sentará muy bien cambiar la raqueta de tenis por una escopeta —oí decir a uno de los mozos de cuadra cuando sacaba a Berta del establo.
Las carcajadas que siguieron llamaron la atención del caballerizo, que había aparecido de pronto tras los jóvenes.
—Yo que tú me mordería esa lengua. Si no, podría pensar que te doy poco trabajo.
Lasse Broderson era el caballerizo de la finca desde hacía más de diecisiete años y no toleraba que nadie hablara con semejante falta de respeto. El mundo entero sabía que el monarca tenía aventuras con hombres, pero en presencia de Broderson era mejor no comentarlo si no querías llevarte una buena reprimenda.
Yo apenas podía creer que fuera a conocer al rey en persona.
—Dime, ¿querrás cabalgar conmigo? —me preguntó Ingmar la tarde anterior al gran día.
Acababa de dar una pequeña vuelta con Berta por la finca y la estaba desensillando.
—¿En la cacería? ¡Ni hablar! No quiero romperme ningún hueso. Además, la caza me parece una barbaridad. Me dan pena los animales.
—Pero si es por necesidad. Desde que ya no hay tantos lobos y osos en las inmediaciones —explicó—, debemos reducir el número de animales salvajes. Si no, se morirían de hambre en un invierno más crudo de lo normal.
—Por mí podéis salir a cazar, pero yo me quedaré en casa. Tu madre lo sabe y me ha asignado labores que me impedirán ver todos esos animales muertos que traeréis.
—Exageras un poco, ¿no te parece? ¿O tienes pensado hacerte vegetariana? Al fin y al cabo, lo que te sirven en el plato también es un cadáver, haya sido abatido en una cacería o sacrificado en un matadero.
—Mmm… Tal vez me haga vegetariana, sí. Una chica de mi clase lo es. Está en contra de que se maten animales.
—¡No lo dirás en serio!
—Como lo oyes.
Ingmar se marchó sacudiendo la cabeza mientras yo lo miraba con una sonrisa.
POR LA NOCHE llegaron los primeros invitados. Agneta deseaba que yo estuviera presente, así que me puse el vestido que me habían comprado expresamente para la ocasión. Antes, esa clase de vestidos los cosía una modista, pero la condesa había empezado a adquirir su vestuario en establecimientos selectos. A mí me parecía estupendo, porque los vestidos de gala que había visto en el guardarropa eran espantosos. Parecían tan rígidos e incómodos que costaba creer que en su día hubiese cabido en ellos una persona de verdad. Me pregunté por qué Agneta los guardaría aún. Algunos habían pertenecido a su madre cuando era joven; otros, incluso a la madre de esta. Eran objetos de museo, en el mejor de los casos.
Mi vestido me parecía demasiado adulto para mí. Era largo hasta las rodillas, con parte de tafetán y parte de encaje. El tono azul hacía palidecer un poco mi tez, pero iba bien con mis ojos, y Lena volvió a transformarme con uno de sus preciosos recogidos. Aun así, no me sentía del todo a gusto. Agneta no me había explicado cómo debía comportarme con los invitados, y lo que más me preocupaba era el rey. Nunca había hecho una reverencia formal. ¿Se esperaba todavía en los tiempos que corrían?
—Estás deslumbrante —comentó la condesa cuando me acerqué a ella a la vez que me recolocaba las flores de seda del vestido—. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.
Me decía eso muchas veces sin sospechar cuánto me afectaba. La mención de mi madre todavía me encogía el corazón.
—Gracias —dije e intenté olvidar su imagen en el ataúd—. ¿Hay algo que deba tener presente cuando llegue el rey?
—No, simplemente sé amable y no olvides hacer una pequeña reverencia. Aquí, en mi casa, la familia real relaja la etiqueta, no es necesaria una reverencia formal. Por fortuna. Cuando pienso en lo mucho que tardé en dominarla… —Calló un momento y sonrió ensimismada—. Mi madre estaba furiosa conmigo. Siempre me decía que nunca encontraría a un hombre si no los impresionaba en mi debut.
—Pero se equivocaba, ¿verdad?
—Sí. Aunque di muchas vueltas. Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, puedo decir que tomé la decisión correcta. Y no tuvo nada que ver con mi debut ni con las reverencias.
Me miró, pero debió de ver a alguien detrás de mí, porque sus ojos cambiaron de dirección.
Cuando me di la vuelta, aparecieron Ingmar y Magnus. Ambos llevaban un traje oscuro que los hacía parecer mucho más mayores. Por lo menos se habían puesto corbatas diferentes; la de Ingmar era roja y la de Magnus, azul verdoso.
—Hay que ver, mi hijo se ha pasado al bando de los daneses —dijo Agneta, y le recolocó a Ingmar la corbata, del color de la bandera del país vecino.
—Es rojo burdeos, madre —contestó él—. Se la he tomado prestada a padre porque no quiero que la gente nos confunda hoy. He renunciado al color de Suecia para que Magnus se lleve todo el mérito.
No pude contener una sonrisa.
—Muy bien, pero ni se os ocurra volver a intercambiaros las corbatas.
—No te preocupes, madre, que ya no somos unos niños —repuso Magnus.
Entonces llegó el conde Lennard con un frac oscuro y ocupamos nuestros puestos en el vestíbulo. Por suerte no me tocó al lado de Magnus, que estaba junto a su madre y parecía abstraído.
Llegaron los primeros coches. Al principio, los que iban entrando por la gran puerta eran socios comerciales y amigos. La mayoría iban ya vestidos de gala, y algunos parecían haber realizado un largo viaje. Agneta y Lennard saludaron a todos y cada uno de ellos. A los que pasarían la noche en la casa, las criadas los acompañaban a sus habitaciones. Llegué a oír tal cantidad de nombres que era imposible recordarlos todos. Al cabo de un rato, la mansión parecía vibrar a causa de los pasos y las voces.
—Bueno, ¿impresionada? —me preguntó Ingmar.
—Lo estaré cuando conozca al rey —contesté, aunque por dentro me sentía desbordada al ver a toda esa gente ocupando la casa.
—Pues no tendrás que esperar mucho más. Es muy puntual.
Más faros iluminaron la oscuridad. Varios vehículos se detuvieron ante la puerta, desde donde llegó el olor a gasolina. Entraron unos hombres con abrigos oscuros.
—La guardia personal del rey —explicó Ingmar.
Unos rostros fieros escudriñaron el vestíbulo, y también a nosotros, antes de que apareciera el monarca, alto, con monóculo y un bigote curvo, tan exageradamente espigado que parecía un asta de bandera.
Llevaba un sencillo loden y un sombrero, como un viajero más. Sin embargo, cuando subió los escalones de la entrada se percibió un profundo respeto. El personal asignado a la recepción estaba tenso, y también Agneta y el conde Lennard se irguieron un poco más de lo que estaban antes de que él apareciera.
—Majestad, es para mí un honor daros la bienvenida a Lejongård —dijo Agneta.
El rey se quitó el sombrero y le estrechó la mano.
—El honor es todo mío, condesa Lejongård.
Agneta hizo una reverencia y el conde Lennard se inclinó.
—Seguro que preferiría estar en su cancha de tenis —susurró Ingmar, a mi lado—, pero la casa real tiene obligaciones con nosotros, igual que nosotros con ellos. Así que solo podría declinar la invitación si estuviera gravemente enfermo, y su salud es más que legendaria.
Los condes dirigieron la atención del rey hacia nosotros. O, mejor dicho, hacia mí, porque Magnus e Ingmar ya le eran de sobra conocidos.
—Me alegra volver a veros —dijo Gustavo cuando los gemelos se inclinaron ante él—. Estáis hechos unos verdaderos hombres.
Apreté lo labios. Se notaba demasiado que a Ingmar esas palabras le resultaban embarazosas. A Magnus, en cambio, el comentario no pareció afectarle.
—Gracias, majestad —repuso, cortés y sonriente.
Entonces Agneta me presentó:
—Y esta es mi pupila, Matilda Wallin. Hace tres meses que llegó a Lejongård.
El rey me repasó con la mirada. Me resultó desagradable, y casi se me habría olvidado hacer una pequeña reverencia si Ingmar no me hubiese dado un suave empujón. Me incliné con cierta torpeza y le acerqué la mano al rey, que la estrechó delicadamente.
—Encantado de conocerte, Matilda Wallin.
—Lo mismo digo, majestad.
Gustavo rio y luego se dirigió a Agneta:
—Tendrá que hacerla debutar pronto. Mi esposa no vive ya, por desgracia, pero el baile sigue celebrándose en su nombre.
—Bueno, ya veremos —repuso la condesa con amabilidad—. Es Matilda quien debe decidir lo que quiere hacer. Tiene sus propios planes, y no sé si incluyen un marido.
—No debería descartar por completo esa posibilidad. Contar con una persona amada en la vida ofrece la seguridad necesaria para alcanzar los objetivos propios.
—Lo tendré en cuenta, majestad.
El rey asintió y dejó que Lennard lo acompañara a sus aposentos. Yo sabía que le habían preparado la planta superior del ala este. Agneta había comprobado hasta en tres ocasiones que todo estuviera correcto. Tal vez el rey aborreciera la pompa, pero le encantaban la limpieza y el orden. Las criadas siempre hacían bien su trabajo, pero para Gustavo V había que limpiar el doble.
Un hombre del séquito real se nos acercó entonces y Agneta lo saludó con especial simpatía. Sin embargo, había algo extraño en su forma de hablar. Nunca la había visto actuar de esa forma.
—Bienvenido a mi casa, señor Von Rosen —dijo, casi sumisa, y le tendió una mano.
El hombre tenía una cabeza con forma de huevo y las sienes muy canas. Sus ojos transmitían una soberbia que no desapareció cuando le dio las gracias a la condesa.
—Es un honor que uno de los mejores jinetes de cross-country del mundo participe en nuestra cacería —repuso ella.
—Bueno, el rey ha insistido en que lo acompañara, y debo decir que me alegra volver a estar en la finca. Tengo curiosidad por ver los últimos potros.
—Habrá tiempo más que suficiente para echarles un buen vistazo.
Cruzaron unas cuantas cortesías más y después Agneta hizo que lo acompañaran a su habitación.
Su cuerpo, que justo antes parecía un tenso muelle de reloj, se derrumbó un poco cuando el hombre se alejó.
—Clarence von Rosen —explicó—. Caballerizo mayor del rey y miembro del Comité Olímpico Nacional. Un hombre muy importante para nuestra finca.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque de él depende qué caballos se compran. Mientras nos llevemos bien con Von Rosen, el negocio será próspero. Es un tipo bastante desagradable, dicho sea de paso. Hace ya quince años que trato con él, pero por algún motivo no consigo estrechar lazos. —Miró en la dirección por la que había desaparecido el caballerizo—. Pero tú no has oído nada y serás de lo más amable con él.
—Desde luego.
¿Por qué habría de buscarme problemas con un invitado? Seguramente solo lo vería durante las comidas. Y me alegraba, porque Agneta tenía razón; ese hombre parecía desagradable y, sobre todo, engreído.
Aún llegaron algunos invitados más, pero luego se cerró la puerta.
—Bueno, pues ya lo tenemos —dijo la condesa, y dio una pequeña palmada—. He vivido esto tantas veces… Y siempre estoy tan nerviosa como si fuera la primera vez.
—Ni que alguna vez cometieras errores, madre —dijo Magnus sacudiendo la cabeza—. Nunca te he visto tropezar o apurarte por no saber qué decir.
—Siempre hay una primera ocasión —repuso ella—. En fin, voy un momento a ver cómo lo lleva Svea. Matilda, ¿me acompañas?
—Sí, por supuesto.
La seguí. ¿Qué querría comprobar en la cocina? Que yo supiera, estaba todo controlado.
—Volviendo a lo de antes, a lo que ha dicho el rey: ¿te gustaría debutar? —me preguntó cuando dejamos atrás a Ingmar y a Magnus.
—No lo sé… —En la escuela de señoritas, algunas muchachas mayores habían comentado que pronto celebrarían su debut. Existían diversos clubes de damas que organizaban aquel tipo de celebraciones. Para ellas, debutar ante la princesa heredera era el mayor de los honores—. ¿Cómo suelen ser esos bailes?
—Te prepararías para ello, desde luego, y recibirías clases de etiqueta. También tendrías que aprender a bailar. En la corte te asignarían a un acompañante de entre las filas de jóvenes debutantes.
—Entonces, ¿es algo así como una escuela de baile? —pregunté.
—Es mucho más que eso. Te presentan en sociedad, y con ello pasas a ser una posible candidata para casarte con los hijos de las mejores familias.
—¡Ay, Dios mío! —espeté—. Entonces, ¿es como una fiesta para encontrar novio?
Vi claramente que la condesa tenía que contener la risa.
—Bueno, la probabilidad de conocer a un hombre rico no es baja.
—¿Y si no quiero a un hombre rico? ¿Y si quiero a uno al que ame con todo mi corazón?
—Entonces… —dijo Agneta con una expresión algo nostálgica—. Entonces, tendrás que vivir un poco hasta encontrarlo. Pero puede que al final valga más la pena que ser rica.
—¿Usted celebró su debut? —pregunté.
La condesa sonrió con cierto bochorno.
—Sí que lo hice. Aunque no puedo decir que me resultara divertido.
—Entonces, no creo que a mí me divirtiera tampoco. —La miré—. Me parece que no quiero debutar. Buscaré yo sola a mi futuro marido.
Podría haberle hablado de Paul, pero no quería inquietarla.
—Está bien. Olvidemos la idea del debut.
Tras decir eso, dio media vuelta.
—¿Y qué pasa con la cocina? —pregunté sonriendo.
—Ah, está todo controlado. Pero hay cosas que deben hablarse entre mujeres, ¿no te parece?
Asentí y eché a andar tras ella.
ESA NOCHE SOLO había un banquete, el baile no se celebraría hasta después de la cacería. Aun así, la sala estaba decorada como para una boda. Las criadas habían limpiado los espejos con esmero y habían quitado el polvo a los cuadros y las cornamentas de ciervo de las paredes. La araña de cristal resplandecía como un pequeño sol.
Al ver aquellos trofeos, me pregunté por el tamaño que habrían tenido los animales cuando los abatieron. Por lo visto, algunos ciervos y alces eran ya muy antiguos.
Estaba tan entretenida observando a los invitados que no era capaz de seguir ninguna conversación. La cantidad de joyas y prendas caras que se veían era extraordinaria. A Birgitta le habría apasionado. El rey, en cambio, lucía muy sobrio. Aunque, claro, él no tenía necesidad de lucir caras agujas de corbata y relucientes gemelos en los puños. Cuando decía algo, todo aquel que estaba a su alrededor callaba y escuchaba.
—Majestad, ¿qué opinión os merecen los últimos acontecimientos de Alemania? —preguntó después del segundo plato uno de los invitados, el propietario de una gran empresa de piensos—. Hace pocos días se formó el llamado Frente de Harzburg. ¿Creéis que tendrá consecuencias?
—Esa gente jamás podrá destruir la socialdemocracia alemana —repuso el monarca.
—¿Y qué me decís de Hitler?
—Lo considero un advenedizo que se estrellará contra la firmeza del canciller.
El rey alcanzó su copa de vino y bebió un trago.
—Pero ¿no son peligrosos esos poderes? El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán tiene muchos seguidores, y no olvidemos que, en las elecciones del año pasado, salió elegido como segunda fuerza, tras el SPD. —El hombre se encendió al hablar. Era evidente que estaba muy preocupado por lo que ocurría en Alemania.
—Hemos oído decir que las fuerzas de las derechas alemanas están desunidas —replicó el rey—. Creo que no debemos dejarnos llevar por el pánico. La gente sufre con la crisis económica, eso es todo.
—Dígame, ¿de dónde ha sacado esa información, Magnussen? —le preguntó otro invitado al fabricante de piensos.
—Mi hermana tiene conocidos en Alemania que observan con gran inquietud la deriva que está tomando el país —contestó este—. Los empleados domésticos judíos se sienten inseguros, el partido de Hitler se pronuncia a menudo en su contra.
—Al hacerlo, olvida que los judíos demostraron ser muy útiles en la guerra. No puede expulsarlos del país, muchos son veteranos de gran mérito.
Recordé a la señorita Grün. Al trasladarme yo a Lejongård, ella regresó a Alemania. En aquel momento se alegró de emprender el viaje y de volver a ver a su familia. ¿Qué opinaría de todo aquello? ¿Estaría pensando ya en emigrar, como tantos otros judíos alemanes?
Los hombres empezaron a discutir acaloradamente, y Agneta intentó varias veces dirigir la conversación hacia otros asuntos. El rey parecía estar cada vez más molesto, pero Clarence von Rosen seguía la discusión con entusiasmo.
—En realidad —intervino al cabo de un rato—, nos es indiferente quién ocupe el poder en Alemania. Suecia es neutral, de manera que lo prioritario deberían ser los buenos negocios.
—¡Pero si usted no es un hombre de negocios, Von Rosen! —exclamó el hombre que había sacado el tema—. Su mundo es el de la corte y la equitación.
—¿Ah, no lo soy? —preguntó el caballerizo del rey—. ¿De verdad cree que la equitación no es un negocio? Me temo que se equivoca. Considero que, llegado el momento, deberíamos amoldarnos a las circunstancias que no podamos cambiar.
—¿Insinúa que deberíamos hacer negocios con Hitler si acaba subiendo al poder? —preguntó Agneta, que a todas luces se esforzaba por no perder la calma.
—Los negocios y el dinero no entienden de ideología, ¿verdad? Yo incluso se lo recomendaría, condesa, si desea mantener en pie esta magnífica finca. Sé que se negó a vender caballos a Alemania durante la guerra, pero en esta ocasión la situación podría ser diferente. Podría surgir un nuevo orden mundial.
Agneta palideció. ¿Ocultaban esas palabras una amenaza?
En cualquier caso, parecía que el hombre simpatizaba con ese tal Hitler.
—Bueno, será mejor esperar a ver cómo evoluciona el asunto —opinó Lennard al fin—. De nada sirve darle vueltas ahora. Por el momento, mañana nos aguarda una cacería, espero que muy grata.
Esas palabras calmaron un tanto los ánimos, pero vi que Agneta seguía muy afectada.
DESPUÉS DE CENAR, me retiré a mi habitación, pensativa. En mis oídos seguía resonando lo que había dicho Von Rosen. El hombre parecía muy seguro de que el Partido Nacionalsocialista llegaría al poder. Me pregunté qué opinaría Agneta, porque un rato antes había parecido que el caballerizo real podía traerle problemas.
En cualquier caso, deseé que la señorita Grün no se viera obligada a abandonar su hogar.