LOS DÍAS SIGUIENTES no podía dejar de recordar cómo había bailado con Ingmar. ¡Qué bien me había sentido a pesar de mi torpeza! Casi tenía mala conciencia pensando en Paul, pero ¿acaso significaba tanto un baile? Seguro que no. Aun así, no le contaría nada. No debía pensar que coqueteaba con otros jóvenes. ¡Y menos aún con los hijos de mi tutora!
Esa noche, después de cenar, fui un rato a la biblioteca. No había tenido tiempo para mí en casi todo el día, los deberes de la escuela me habían ocupado prácticamente la tarde entera.
Como sabía que Magnus nunca estaba allí a esa hora, saqué un libro de las altas vitrinas y me senté en un sillón junto a la chimenea. El crepitar del fuego y su calidez me dejaron medio adormilada, pero el sueño se me pasó en cuanto la puerta se abrió de golpe.
—¡Aquí estás! —exclamó Ingmar—. Acabo de subir a tu habitación, pero no había nadie.
—Quería leer un poco —repuse, y dejé el libro a un lado—. ¿Qué ocurre?
—Quería hacerte una proposición.
—¿Y cuál es?
—Me gustaría enseñarte a bailar.
—¡No es buena idea! —me faltó tiempo para contestar, aunque en realidad tenía muchas ganas de aprender—. Ya viste cómo me fue en el baile.
—Sí, y no me pareció tan mal. Además, dijiste que te gustaría si supieras hacerlo bien.
—Eso es otra cosa —repliqué—. Pero es que… los bailes no son para mí. La próxima vez me quedaré en mi habitación.
Ni yo misma sabía por qué me resistía tanto. En realidad, su ofrecimiento era muy amable, pero por algún motivo me daba miedo estar tan cerca de él. Temía engañar a Paul al bailar con Ingmar.
—¿De verdad crees que mi madre lo permitirá? —preguntó él—. ¡Irá en persona a sacarte de allí! Todo el que vive aquí está condenado a participar también en los acontecimientos sociales.
—¿Y si me pusiera enferma?
—Pues te sentaría en un rincón con una manta de caballo encima. En esta casa, las fiestas y los bailes son sagrados. —Ingmar sonrió, victorioso—. Venga, no seas tonta. Ya verás como te diviertes mucho más cuando puedas participar plenamente. Además, en tu boda querrás dar una buena imagen, ¿o no?
Sí, eso era cierto. No lo había pensado. Cuando Paul me sacara a bailar, aunque la sala de baile fuera pequeña, no quería hacer el ridículo.
—Está bien —accedí—. ¡Enséñame!
—¿En serio?
—Sí.
Ingmar puso una sonrisa enorme.
—No lo lamentarás. Empezaremos por un par de pasos sencillos, el vals, quizá, y el foxtrot. Y cuando ganes confianza, practicaremos también el charlestón.
—¿No es eso lo que se bailaba antes en algunos locales de mala fama? ¿Ese baile en el que las mujeres llevaban vestidos hechos solo con cordones?
—Bueno, van algo más tapadas que eso. A menos que te refieras a Josephine Baker, que solo llevaba una falda hecha con plátanos. A ti también te quedaría bien.
—No, de ninguna manera. Además, no soy bailarina, me basta con unas nociones básicas.
—¿Y qué me dices del tango?
—Quizá más adelante.
Ingmar asintió.
—Muy bien. Y puedes estar tranquila, que no le contaré a nadie cómo lo haces.
—¿Ni siquiera a tu hermano?
Soltó una carcajada.
—¡A él menos aún! Pero no está aquí, ¿verdad? O sea que no tienes nada que temer. Bueno, ¿empezamos mañana mismo? ¿Sobre esta hora? Así, al menos, caerás rendida en la cama y no tendrás que aburrirte con Platón para quedarte dormida.
—Prefiero otra clase de literatura antes que Platón —repuse—. Pero está bien, empezaremos mañana.
TAL COMO LE había prometido, la tarde siguiente nos encontramos para la primera clase. Ingmar había llevado el gramófono de su madre a la biblioteca con la ayuda de un mozo de cuadra, e intentó enseñarme los pasos correctos mientras escuchábamos mis discos.
Con sus pantalones marrones de tweed, la camisa blanca arremangada y un chaleco de punto azul marino se daba un aire a un profesor de golf que había visto en una de las revistas del conde Lennard.
—Bueno, joven dama, ¿está usted lista? —preguntó con un tono afectado, e hizo una profunda reverencia.
Yo había visto algo parecido en una vieja película. Solo le faltaba haberse puesto brillantina en el pelo para repeinárselo. No pude reprimir una risilla.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó al incorporarse de nuevo.
—Pues tu forma de inclinarte.
—Así es como se hace, si no eres un palurdo rematado —repuso él—. Oye, nunca te rías de un hombre que quiere bailar contigo. Por mí, puedes rechazarlo si quieres, pero no te rías de él. Para los hombres es algo serio, nos cuesta un esfuerzo.
—¿Esfuerzo? Creía que los hombres no tenían ningún problema en hablar con las mujeres.
—Ya lo creo que sí. Sobre todo si es una mujer que nos gusta pero creemos que ya ha entregado su corazón a otro.
—¡Eh, que un baile no es una boda!
—Pero a veces lo uno lleva a lo otro. Créeme, los hombres no bailamos con cualquier mujer. O bien bailamos con ella porque queremos convertirla en nuestra novia, o tenemos que bailar con ella porque es nuestra suegra o nuestra cuñada. Nunca se lo pediríamos a una que no nos gustara. Al menos si no nos vemos obligados a ello.
—Son unas reglas bastante raras —comenté, e intenté no demostrar que el corazón había empezado a latirme con fuerza.
Ingmar me había sacado a bailar en la cacería. ¿Qué significaba eso? ¿Y cómo le daba a entender que no quería ser su novia, que ya tenía a alguien?
Aunque tal vez no debiera sobrevalorar ese gesto. Era un amigo que me estaba enseñando a bailar, nada más.
—Entendido, no me reiré.
—Bien. Otra vez. —Ingmar se inclinó de nuevo y preguntó—: ¿Quiere usted bailar conmigo?
Apreté los labios para no reír, pero al menos conseguí contestar:
—Será un placer.
Ingmar asintió.
—No ha estado nada mal. Ahora le tiendes la mano al hombre. Así…
Tomó mi mano derecha, la extendió y posó un tímido beso en ella. También eso me pareció bobo, aunque resultaba algo romántico, según se mirara. Al menos si la mujer ofrecía la mano por propia voluntad.
—¿Debo hacer eso siempre? —pregunté—. ¿Lo del beso en la mano?
—Solo si tienes pensado bailar con el hombre.
—¿Y si no estoy segura? Digamos que me gusta de vista, pero no sé nada de su carácter. Cuando el baile es como una prueba, entonces ¿qué?
Ingmar arrugó la frente.
—Vaya preguntas haces…
—Bueno, ¿y no es así? A veces no sabes si alguien te gusta o no. ¿Por qué iba a dejar que me besara la mano un hombre si al final podría resultar un zoquete? O un narcisista, o un auténtico idiota.
—Me parece que en ese caso lo notarías enseguida. Y si de verdad lo es, seguro que preferiría bailar con su propio reflejo.
Me sonrió. Todavía agarraba mi mano, lo cual me ponía bastante nerviosa.
—¿Y qué viene ahora?
Quería que empezáramos de una vez, antes de ponerme a pensar cosas inapropiadas.
—Ahora acompañas al hombre a la pista con garbo —dijo, y me llevó consigo.
Casi tropecé con mis propios pies.
—Con garbo, he dicho —insistió Ingmar—. Camina derecha y balancea un poco las caderas. Seguro que lo has visto hacer en las películas. Como las divas del cine.
—No soy una diva del cine.
—Pero puedes imitarlas. Todas las chicas las tienen como modelo.
Si era sincera, yo también, aunque en ocasiones me parecía insólito lo que leía en el periódico sobre ellas.
—Está bien, actuaré como tal.
Dejé caer la mano libre en un gesto afectado y seguí a Ingmar meneando el trasero.
Él sacudió la cabeza.
—Si caminas así pareces una bailarina de un teatro de variedades. Intenta encontrar un punto medio.
—¿Alguna vez lo has intentado?
—No, pero así es como se lo inculcan a las chicas de la escuela de baile.
Me pregunté qué escuela sería esa. ¿Una para damas y caballeros de casas acomodadas? ¿O habían asistido Ingmar y Magnus a una escuela sencilla de la ciudad, donde los nobles aprendían a bailar con las hijas de los verduleros? Por lo que sabía de Magnus, seguro que no le habría parecido nada bien.
—Pasemos a lo que sucede en la pista —dijo Ingmar con voz de profesor—. La dama pone la mano derecha en la izquierda del caballero, y la otra en el hombro de él. Este, por su parte, sostiene la mano de la mujer con mucha delicadeza y posa la otra justo por debajo del omóplato de la dama. En ocasiones, a algunos caballeros se les resbala la mano derecha hacia abajo, sobre todo cuando aumenta el consumo de alcohol, pero es impropio dejarla en la cintura. La dama tiene entonces derecho a reprender a su pareja.
—¿O sea que puedo soltarle un bofetón si me toca el trasero?
Ingmar sonrió, divertido.
—Puedes, aunque no si se trata del rey.
—Seguro que el rey no se acercaría jamás a una mujer con esas intenciones —repliqué.
En la cacería no lo había visto bailar con nadie.
—En eso tienes razón.
—Pero, si no es el rey, ¿puedo darle un bofetón?
—Si te apetece montar un escándalo, siempre. Ahora te enseñaré los pasos.
Ingmar me tomó en sus brazos, aunque a cierta distancia. De todos modos sentí su calidez, y eso hizo que tropezara en el primer intento.
—Mantén la calma —dijo—. Simplemente imita mis movimientos. Primero haremos unos ejercicios sueltos, muy despacio, y después lo intentaremos con música.
En los ejercicios sueltos, como los llamaba Ingmar, me noté bastante torpe. Me costaba recordar la serie de pasos, y además, de puro nerviosismo, mis piernas no querían hacer lo que les ordenaba. Menos mal que mi profesor tenía mucha paciencia.
Aunque me sentía como un elefante en una cacharrería, resultaba muy agradable estar tan cerca de él. Sentí un poco de vergüenza al pensar de nuevo en Paul, pero ¿qué mal hacía practicando pasos de baile con Ingmar? Por fin pusimos en marcha el gramófono. Del disco, que ya estaba un poco rayado, salió un vals de Johann Strauss, dinámico y alegre. En nuestro caso no podía hablarse del deslizamiento grácil por la pista que había visto en el baile, pero nos movimos con bastante agilidad por el parqué de la biblioteca. Me impresionaron la elegancia con que bailaba Ingmar y su destreza para llevarme, aunque yo se lo ponía difícil.
Cuando por fin me soltó, estaba sudada de la cabeza a los pies. Nos dejamos caer en los sillones que había junto a la ventana e intentamos recuperar el aliento. El gramófono guardaba silencio.
—¿Y esto es lo que la gente llama divertirse? —pregunté, jadeando.
Me dolían todos los músculos y notaba la espalda tensa.
—Con el tiempo lo acabarás dominando —dijo Ingmar.
—¡Dentro de cien años, seguro!
Eso le hizo reír.
—¿Y tú cuándo aprendiste a bailar?
—Fue para mi confirmación.
—Entonces, hace un año y medio —calculé.
—Sí, nunca es demasiado pronto para empezar.
—Aun así, lo haces muy bien.
—¡Gracias! —Me miró un rato y luego preguntó—: Y tú, ¿qué? ¿Habrías aprendido a bailar si no te hubiera obligado?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Puede. En mi confirmación no hubo baile.
—Y tampoco ibas a celebrar tu debut.
—¿Y ahora sí? —pregunté sorprendida—. Tu madre me dijo que…
Ingmar sacudió la cabeza.
—No temas. Magnus y yo tendremos que bailar, pero tú no tienes por qué hacerlo. Solo eres la pupila de la condesa, así que harán la vista gorda. De todos modos… —Me sonrió—. Me gustaría mucho que fueras mi pareja de baile.
—¿No hay ninguna joven noble con quien debas bailar? ¿Tu futura esposa, tal vez? —dije, por tomarle el pelo.
—¡Espero que no! —replicó—. En esos bailes te buscan pareja a toda costa, claro, pero yo no quiero entrar en eso. Y estoy convencido de que Magnus tampoco. No puedo imaginarme a mi hermano como un hombre casado. Aunque tampoco a mí mismo.
—Pues muy bien. —Me levanté del sillón—. Veamos si conseguimos hacer de mí una pareja de baile capaz de competir con la aristocracia.