Capítulo 12

 

 

 

 

 

PRACTICAMOS TODOS LOS días, y poco a poco empecé a perder la timidez. Aún me miraba los pies casi todo el rato, pero de vez en cuando también alzaba la vista hacia Ingmar, y en ocasiones olvidaba mi inseguridad y dejaba que me llevara por toda la sala.

—Creo que ya podemos empezar con la conversación —anunció un jueves por la tarde.

—¿Y de qué se habla en esos bailes?

—Bueno, depende de lo bien que conozcas a tu pareja.

—O sea que, si no lo conozco, hablo del tiempo.

—Exacto.

—Y si es un socio comercial, ¿le pregunto por su mujer?

—Si su mujer está presente, seguramente no bailará contigo. A menos que tu marido esté presente también y saque a su mujer a bailar. En ese caso, le preguntas qué tal van sus campos y qué espera de la cosecha.

—¿Y si es otra persona?

—Entonces tendrás que pensarlo bien. No querrás parecerle aburrida a un hombre que te gusta.

—O sea que ¿le hablo de mi última vuelta al mundo? ¿O del nuevo club de jazz que han abierto en la ciudad?

—Algo por el estilo. —De repente Ingmar pareció estudiar mi rostro—. Aunque no creo que seas de ese tipo. En cambio, seguro que puedes llevar una buena conversación sobre libros o matemáticas.

—Es cierto, solo que eso no le interesará a ningún hombre.

—Si no es idiota, lo hará.

Se quedó quieto, mirándome.

La música se interrumpió de repente con un rasguido ensordecedor. En la puerta estaba Magnus, y sus ojos refulgían con hostilidad.

—O sea, que estás aquí… —le dijo a su hermano—. Pensaba que hoy querías hacer algo conmigo.

—No te he encontrado en todo el día —repuso Ingmar mientras me soltaba—. Y ya había quedado con Matilda hace tiempo.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Magnus—. ¿Traes aquí a nuestra Cenicienta para enseñarle a bailar y que encuentre a un príncipe?

—¡No hables así de ella! —exclamó Ingmar—. No es ninguna Cenicienta, y tendrá que aprender a bailar si no quiere dejar en mal lugar a nuestra familia.

—Siempre nos dejará en mal lugar —dijo mirándome como si fuera un insecto molesto.

Con eso tuve suficiente.

—¿Qué has venido a hacer aquí? —le increpé—. ¡Mejor vuelve al agujero del que has salido a rastras! ¡Si no te gusta, no mires!

Pero sus ojos no se apartaban de Ingmar.

—No te quedes demasiado prendado de ella —advirtió Magnus a su hermano, y entonces sacó algo del bolsillo del pantalón. Antes de que comprendiera lo que era, empezó a leer en voz alta—: «Queridísima Matilda, no imaginas cuánto te echo de menos…».

¡La carta de Paul! ¡A pesar de la advertencia de su madre, Magnus había vuelto a entrar en mi habitación y había husmeado entre mis pertenencias! Me lancé sobre él con furia.

—¡No tienes ningún derecho a tocar mis cosas! ¡Dame esa carta!

Lo agarré del brazo, pero él levantó la mano y no logré alcanzar la hoja. Enfadada, le di una patada en la espinilla, pero eso no cambió nada. Tomó la carta con la otra mano y siguió leyendo.

—«¡Tengo la sensación de que ha pasado una eternidad! Sabes que no se me dan muy bien las palabras…»

—¡Devuélveme la carta! —grité intentando ahogar su voz.

Arremetí contra él con todo mi peso, pero él giró y se me quitó de encima.

—¡Magnus! —oí exclamar a Ingmar.

Entonces tropecé y caí al suelo acompañada por las carcajadas de Magnus y las palabras que Paul había escrito solo para mí. Quise levantarme y abalanzarme de nuevo sobre él, pero vi que rompía la carta y, riendo, la arrojaba a la chimenea.

Me quedé conmocionada mirando cómo ardían los trozos de papel. Era como si con cada uno que ardía me quemaran una parte del cuerpo.

Salí de la biblioteca sintiéndome impotente. Por un momento pensé en ir a buscar a la condesa, pero ¿de qué serviría? No podía defenderme de los ataques de su hijo. Además, no quería seguir siendo el objetivo de las maldades de Magnus. A pesar de que lo habían amenazado con el internado, no me dejaba en paz. Leerle mi carta a Ingmar y luego quemarla había sido más miserable aún que colgar el uniforme de criada en mi armario.

Me fui corriendo a mi habitación, cerré la puerta y me lancé sobre la cama. Llorando, apreté la cara contra la almohada y al final grité de rabia. Por un instante me sentí lo bastante fuerte para destrozar todo el mobiliario, pero entonces me sobrevino un extraño abatimiento.

Llamaron a mi puerta.

—¿Matilda? —preguntó Ingmar, preocupado—. ¿Va todo bien?

Nada iba bien, y aunque él no tenía nada que ver con la maldad de Magnus, tampoco quería verlo.

—Matilda, lo siento. Lo que ha hecho mi hermano ha estado mal.

Guardé silencio. No quería ahuyentarlo, pero tampoco hablar con él. En esos momentos no me apetecía ver a nadie.

—¿Matilda?

Volvió a llamar, y un instante después el tirador de la puerta se movió. Yo hundí más la cara en la almohada y me tapé las orejas.

Me moría de vergüenza. Seguramente Magnus iría aireando por ahí el contenido de mi carta y se lo contaría también a su madre. Antes de que me diera cuenta, en la casa todos sabrían que había un joven al que amaba y con quien planeaba compartir un futuro. Me sentía desnuda y desprotegida.

Ingmar se dio por vencido y desapareció de mi puerta. Al oír cómo se alejaban sus pasos, me incorporé. Me ardían los ojos, sentía la garganta dolorida. Sin embargo, al mismo tiempo se despertó en mí la necesidad de actuar.

Miré hacia el armario. Tras las puertas guardaba la bolsa de viaje, y para regresar a Estocolmo no necesitaría más que un par de vestidos. En mi casa, tapados con sábanas, me estaban esperando todos mis muebles.

Puse la maleta sobre la cama. Saqué ropa interior y medias de la cómoda, escogí dos vestidos, dos faldas, dos blusas y una chaqueta de punto. Con el pulso resonando en mis oídos, lo metí todo de cualquier manera y añadí cuatro cosas más.

Era un plan descabellado, pero pretendía enviar un claro mensaje. Quería dejar de ser víctima de los atropellos de Magnus de una vez por todas.

 

 

ESA NOCHE, COMO siempre, dejé pasar a la criada. Rika se extrañó al verme tan llorosa, pero no preguntó nada. Preparó mis cosas, abrió la cama y me dio las buenas noches. Me metí bajo las mantas. Aunque a mi alrededor la casa estaba en silencio, en mi cabeza no dejaba de oír la voz de Magnus.

¿Haría bien desapareciendo de allí? Tenía mis dudas, pero me sentía más segura a cada minuto que pasaba. Por fin, sobre la una de la madrugada, me levanté y me vestí.

Tendría que sacar un caballo para llegar a Kristianstad. Menos mal que ya había aprendido a poner las bridas y ensillar. Cuando llegara a la estación, diría que el animal pertenecía a Lejongård, para que no lo robaran.

El corazón me iba a toda velocidad cuando cerré la puerta de mi habitación con cuidado.

La casa estaba a oscuras. Con la bolsa de viaje en la mano, bajé la escalera y crucé el vestíbulo haciendo el menor ruido posible. Fuera soplaba un frío viento otoñal y el aire olía a lluvia. Esperé que el edificio de la estación estuviera abierto, porque, si no, me aguardaba una noche muy fría.

Crucé el patio intentando ser muy silenciosa. El alojamiento del chofer estaba frente a los establos, así que debía ir con cuidado. ¡Cómo deseé haber aprendido a conducir! Pero con un caballo me bastaría.

Abrí la puerta del establo, me colé dentro con mi bolsa de viaje y encendí la luz. Busqué una silla y fui hacia Berta. Esta volvió la cabeza hacia mí como si quisiera preguntarme qué ocurría, pero no se movió ni un centímetro cuando le puse la silla en el lomo. Apreté la cincha como me había enseñado el señor Blom y sujeté la bolsa con unas correas. Cuando la vieja yegua estuvo lista, la saqué al patio.

En la casa señorial no ocurría nada, todas las ventanas seguían a oscuras. Aun así, decidí llevar a Berta hasta la verja por el césped para que el ruido de sus cascos no despertara a nadie.

Tenía el corazón en la boca. Al día siguiente se armaría un gran revuelo. Me buscarían y descubrirían que faltaba un caballo. Estaba segura de que Agneta enseguida sabría adónde había ido. Pero ¿me acogería Paul en su casa? Tal vez pudiera ocultarme allí un tiempo.

Por fin me subí a la silla y espoleé a la yegua sin mirar atrás.

Seguir el camino en la oscuridad no era fácil, pero entonces la luna ascendió por el cielo e iluminó la carretera. Tuve miedo al oír los crujidos y los susurros que venían del bosque. El silencio reinante magnificaba el sonido de los cascos al pasar. En realidad, ya no tenía edad para creer en espíritus y troles, pero de todos modos sentí un gran alivio al dejar atrás la espesa vegetación.

Al cabo de una hora y media más o menos, llegué a Kristianstad. La noche era fría y yo estaba temblando como una hoja porque el abrigo no me protegía de la humedad. Aun así, no me resultó difícil dar con la estación. Seguro que allí encontraría cobijo.

La plaza que había delante del alto edificio de ladrillo rojo estaba vacía. La ciudad misma guardaba un silencio sepulcral. Se veía luz en una ventana, que seguramente sería la sala del guarda o del jefe de estación. Até la yegua a una farola y dejé una nota en la silla indicando a quién pertenecía.

—Que te vaya bien, Berta. —Le acaricié el cuello una última vez antes de dirigirme a la estación con mi bolsa de viaje.

¿Estaría abierta?

Empujé la puerta con cuidado y comprobé que se abría con un leve chirrido. El vestíbulo estaba iluminado, pero allí no había un alma. Nunca había visto una estación así. Mis pasos resonaron en las paredes alicatadas, e incluso creí oír el eco de mi respiración. Miré alrededor sin saber qué hacer. ¿No habría sido mejor salir más tarde? Así, habría encontrado a otros viajeros allí. Me invadió una agobiante sensación de soledad y un escalofrío me recorrió la espalda. El edificio resultaba frío como una cripta. ¿Por qué no me habría quedado en la finca?

Una puerta rechinó entonces. Me volví y vi a un hombre con una chaqueta de uniforme echada por encima sin ningún cuidado. Se acercó a mí.

—El primer tren no pasará hasta dentro de una hora —informó el guarda de la estación—. Pillará usted una neumonía.

—Cualquier cosa es mejor que quedarme en casa —refunfuñé, y un instante después me pregunté si de verdad había dicho «en casa».

¡Lejongård no era mi casa! Mi domicilio, como mucho.

El guarda suspiró.

—Está bien, venga conmigo. No quiero hacerme responsable de que la muerte acabe llevándosela si se queda aquí fuera.

Seguí al hombre por la estación. Nuestros pasos resonaban, y hasta nosotros llegó un extraño aleteo como respuesta. Debía de haberse colado una paloma.

En la vivienda del guarda se percibía un fuerte aroma a café.

—Siempre me levanto muy temprano y compruebo si alguien se ha metido en la estación. —Cerró la puerta tras dejarme pasar y fue al pequeño fogón que había en una esquina—. Algunos vienen porque no tienen dónde pasar la noche. Por eso dejo la puerta principal abierta, porque no quiero que un pobre diablo acabe congelado ahí fuera. Las noches empiezan a ser muy frías.

Dudé un momento. Mi madre siempre me advertía que no entrara en casa de ningún extraño. El guarda de la estación parecía un abuelo afable, pero ni siquiera de eso podía fiarse una.

—Acérquese, muchacha, que no muerdo. Solo voy a ofrecerle un café —dijo.

Me decidí y acepté la invitación.

La calidez de la vivienda me rodeó como un suave chal. Esa primera sala contenía la cocina, que estaba humildemente amueblada. Además del fogón, solo había una mesa y dos sillas. Sobre un viejo aparador se veían cajitas y latas alineadas. Al otro lado de una puerta cerrada por una cortina debía de encontrarse el dormitorio.

—¡Siéntese, siéntese! El agua se calentará enseguida.

El hombre puso una cafetera sobre la placa del fogón. Me senté en una silla y me fijé en una fotografía que había en la pared, junto a la puerta. En ella se veía a una mujer de mediana edad con rizos suaves y oscuros y nariz respingona.

—Mi Rosa —explicó el guarda—. Hace ya diez años que murió, pero no pasa un solo día sin que me acuerde de ella.

—¿Vive usted aquí, en la estación?

—Sí, y es probable que también muera aquí. No tengo ningún otro sitio. Cuando Rosa vivía, todas las noches regresaba a casa con ella, pero ahora me la he traído conmigo y estoy siempre aquí. Tengo todo lo que necesito. Cuando quiero ver algo de mundo, me tomo un día libre y me subo a un tren.

—¿No se siente un poco solo? —pregunté, y pensé que también yo estaba sola, rodeada de extraños y lejos de mis amigos.

—¿Solo? En una estación nunca estás solo. A veces te cruzas con jóvenes damas a primera hora de la mañana. —Me guiñó un ojo, y en ese preciso instante la cafetera empezó a silbar.

El hombre echó un poco de café molido en dos tazas de esmalte y luego vertió el agua hirviendo por encima.

—Es café turco. Espero que le guste.

—Gracias, me gusta tomarlo así.

No era del todo cierto, porque en la finca siempre lo filtraban. También mi madre tenía esa costumbre. Sin embargo, el fuerte aroma llegó a mi nariz y ahuyentó el agotamiento que se había apoderado de mí en la calidez de la sala.

—Será mejor que espere un poco. Si no, se quemará la boca —me advirtió el guarda, que se sentó frente a mí.

Miré el reloj que había colgado encima del aparador. Las agujas avanzaban despacio, todavía quedaban tres cuartos de hora para el primer tren.

El hombre estuvo un rato mirando su taza.

—Conozco a los jóvenes. Algo le ha salido mal y ahora quiere poner tierra de por medio. Pero le digo una cosa: a veces es mejor tragarse el orgullo y apechugar. La hierba no crece más verde al otro lado de la montaña.

—En mi caso, no tiene nada que ver con el orgullo. Solo es que me encuentro en un lugar donde… hay alguien que me desprecia. Y tampoco es mi hogar. En realidad, soy de Estocolmo.

—Y quiere regresar allí.

Asentí.

—A la casa de mis padres. Ellos fallecieron, pero la casa me pertenece.

—¿Y a las personas con las que estaba aquí les parece bien?

—No lo sé. —Deseé no haber dicho eso de que cualquier cosa era mejor que quedarme en casa—. Creo que no, pero debo irme. No hay más remedio.

—¿Tiene al menos algún amigo en Estocolmo?

—Sí. Una amiga y su hermano.

El anciano asintió.

—Bueno, pues no puedo obligarla, pero sí le aconsejo que acuda a ellos. No esté sola. En ocasiones, la soledad hace que se le ocurran a uno tonterías, especialmente en épocas difíciles.

—No tengo intención de quitarme la vida —repliqué—. Mi padre se suicidó, nos abandonó sin ninguna explicación. Pero yo no voy a huir. Solo quiero estar en un sitio donde no tenga que ver a ese idiota. Eso es todo.

El guarda bebió un trago de su taza y me miró largo rato.

—¿Y ese idiota no será su novio, por casualidad? Disculpe, pero los viejos somos curiosos.

—¡No, ni mucho menos! —respondí, indignada—. Solo es alguien que me detesta. Y me detesta porque mi madre fue una criada y él se considera superior. Me odia porque existo.

—No soy capaz de imaginar que nadie pueda odiar así a una muchacha como usted. Tal vez solo la trate tan mal porque cree que no tiene posibilidades de conquistarla.

—No, no es eso. —Sacudí la cabeza—. Me odia y punto. Me quiere lejos porque teme que vaya a desbancarlo, y eso que no hay nada que desee más que alejarme de ese sitio.

—¿De manera que con esto le hace un favor?

—Sí, si quiere verlo así. Me quiero quitar este problema de encima. Estoy harta, quiero que me dejen tranquila de una vez por todas.

El viejo asintió y dio otro sorbo.

—Diga usted que sí —murmuró.

También yo levanté mi taza. El café estaba muy fuerte, pero el aroma resultaba agradable.

Mientras sentía cómo la sangre corría más vigorosa por mis venas, reflexioné sobre lo que había dicho el hombre. Le estaba haciendo un favor a Magnus, sí. Pero ¿cómo iba a protegerme de él, si no? ¿Cómo iba a impedir que registrara mis cosas, que expusiera mis secretos más íntimos? Solo lo conseguiría alejándome. Ay, qué cansada estaba de pensar en Magnus…

Para animarme un poco, el guarda me habló de las personas más peculiares con las que se había cruzado en la estación. Una mujer con un cargamento de patos que pretendía subir al vagón de pasajeros porque a los animales, por lo visto, les daba miedo la oscuridad. Un hombre con una bolsa llena de latas de arenque fermentado que estaban a punto de estallar. Por suerte, no lo hicieron hasta que salió de la estación.

—¡Imagínese qué porquería! —exclamó—. No tengo nada en contra de ese pescado apestoso. Me gusta, pero cuando las latas revientan, el olor es lo más desagradable que hay.

Con algunas de esas anécdotas consiguió hacerme sonreír, y casi no me di cuenta de que pasaba el tiempo.

—Tal vez debería salir ya al andén —dijo entonces—. La ventanilla no ha abierto todavía, pero puede comprar el billete en el tren.

—Muchas gracias por el café, y por sus amables palabras —repuse mientras me levantaba.

—No hay de qué, joven señorita. Pero le ruego que vuelva a pensarse bien eso del viaje. Si regresa ahora…

—No. Estoy decidida.

—Bueno, entonces le deseo lo mejor. Ah, espere, tengo algo más. —Fue al armario, abrió un cajón y sacó una bolsita de papel marrón. De ella extrajo de par de panecillos, volvió a cerrarla y me la ofreció con el resto de su contenido—. Para el camino. Así no pasará hambre durante el trayecto.

—Gracias, es usted muy amable.

—Cuando se viaja, a veces es necesaria un alma caritativa que lo acompañe a uno. Yo no puedo ir con usted, pero sí darle un poco de fuerza.

Asentí y guardé los panecillos en mi bolsa. Entonces recordé algo.

—¿Podría pedirle un favor?

—Desde luego. ¿Quiere que avise a alguien?

Negué con la cabeza, aunque sabía que de todos modos el hombre explicaría adónde me dirigía cuando se lo preguntaran.

—¿Podría vigilar el caballo que he dejado fuera?

—¿Un caballo?

—La yegua con la que he venido. Pertenece a Lejongård.

—¡No se habrá escapado usted de allí!

—Pues sí. A veces un palacio es una cabaña y una cabaña, un palacio. Eso decía siempre mi padre.

—Su padre debió de ser un buen tipo. Sé que la Iglesia afirma lo contrario cuando alguien se quita la vida, pero estoy seguro de que la observa desde el cielo.

—Gracias, eso espero —contesté—. Y la yegua…

—Me ocuparé de que regrese con sus propietarios.

—Mil gracias otra vez.

Con eso, el hombre ya tendría una anécdota más que contar.

—¡Mucha suerte, joven dama! Espero que encuentre un lugar en el que se sienta bienvenida.

—Lo intentaré. ¡Muchas gracias!

Me despedí con la mano y una sonrisa en la cara. Crucé el vestíbulo y salí al andén.

El descolorido anuncio de enjuague bucal en el que me había fijado cuando llegué en verano había desaparecido. En su lugar, un hombre repeinado recomendaba un tónico capilar. Al parecer, había cosas que sí cambiaban.

A lo largo de los siguientes minutos, otros viajeros se unieron a mí. Algunos parecían cansados, otros nerviosos. Un hombre encendió un cigarrillo con gesto inquieto. Miré hacia la puerta con algo de miedo. Todavía no había amanecido, pero seguro que los mozos de cuadra ya estarían levantados y habrían visto que faltaba Berta. Despertarían a la condesa porque creerían que la habían robado, y entonces… No, no quería pensar en eso.

Por suerte, poco después anunciaron que el tren de la mañana llegaría en cualquier momento. Cuando distinguí la nube de humo de la locomotora, respiré tranquila. De momento no podrían alcanzarme, y tal vez en Estocolmo encontrara alguna solución para no tener que regresar a Lejongård nunca más.