DESPERTÉ AL OÍR que la puerta se abría. Por un instante pensé que mi madre estaba levantada y caminaba por la casa, y casi esperé que el aroma de la leche caliente se colara en mi cuarto.
Cuando se abrió la puerta de mi habitación, me sobresalté. No olía a leche y, al ver los muebles cubiertos, recordé que ya no vivía allí.
Al principio pensé que se trataba de un ladrón, pero entonces reconocí la esbelta figura de Agneta Lejongård.
—Buenos días, Matilda —dijo con severidad—. Me alegra ver que sigues con vida.
Me estremecí por completo. No había enviado a la policía, sino que había acudido ella misma. En esos momentos no supe qué era peor.
—Yo… Perdone, pero quería…
—¿Tener a todo Lejongård muerto de miedo y preocupación? —preguntó, cortante.
Me incorporé en el colchón. Mi estómago emitió un fuerte rugido, aunque casi sentía náuseas a causa del susto.
—No, solo es que…
—Entonces, ¿por qué te escapaste? ¿Por qué te fuiste de la finca sin decirle nada a nadie? ¡Te podría haber pasado cualquier cosa!
—Cabalgué hasta la estación porque… Porque no sabía adónde ir.
—Si tenías algún problema, deberías habérmelo dicho.
Apreté los labios. ¿Habría servido de algo? Cierto, había amenazado a Magnus con el internado, pero yo sabía cómo trataba a su hijo, sabía que lo llevaba en palmitas. Agneta decía que quería a los gemelos por igual, pero con Magnus era más cariñosa que con Ingmar. Estaba convencida de que jamás cumpliría su amenaza.
—¡Seguro que no hace falta que te recuerde que, siendo un miembro de mi familia, no puedes actuar así! —prosiguió—. Uno no huye de los problemas. Los soluciona.
«No soy un miembro de su familia», pensé al instante. Solo era la pupila con la que el hijo de los condes creía que podía hacer lo que le viniera en gana. Aun así, bajé la cabeza.
—Discúlpeme, solo ha sido…
—¿Qué? ¿Qué ha sido? —preguntó Agneta, furiosa.
—Magnus le leyó en voz alta a Ingmar una de mis cartas y después la tiró a la chimenea. —Me sentí como una chivata, pero si la condesa quería saber a toda costa lo que había provocado mi huida…
—¿Y qué clase de carta era esa? —Su voz seguía siendo dura.
Era evidente que mi conducta le parecía infantil.
—Una carta de Paul… Hace mucho que lo conozco y es…
Sí, ¿qué era? ¿Un chico que me había besado? ¿Un joven con quien quería abrir una fábrica de muebles? ¿Un amigo que seguramente creía que estaba loca después de que me hubiera presentado en su casa y le hubiera propuesto que se casara conmigo?
—¿Tu novio?
Asentí.
—¿Y dónde guardabas esa carta?
—En el cajón de mi escritorio. Era una carta muy personal.
Lo cual empezaba a sorprenderme bastante, porque la reacción de Paul no se correspondía con su contenido.
Agneta parecía estar valorando mi respuesta.
—Lávate y cámbiate de ropa —dijo entonces—. Volvemos a casa.
«¿Y nada más?», estuvo a punto de escapárseme. En realidad, merecía un buen sermón, debería haberme amenazado con alguna represalia. Que sencillamente decidiera regresar a la finca me descolocó y me dejó una sensación desagradable. Algo más sucedería, sin duda recibiría mi castigo cuando estuviéramos de vuelta en Lejongård.
La condesa salió de la habitación y yo corrí hacia la bolsa de viaje y saqué uno de mis vestidos de otoño. El agua fría con que me lavé disipó los últimos restos de cansancio. La tela del vestido se deslizó cálida sobre mi piel. Sin embargo, cuando entré en la cocina, un escalofrío recorrió mi cuerpo.
—¿Ya lo tienes todo? —se limitó a preguntar Agneta.
La tensión cargaba el ambiente. Era como los fuegos artificiales de fin de año, que solo necesitaban una chispa para saltar por los aires.
—Solo me falta preparar el equipaje.
—¡Pues hazlo! Te espero.
«Te espero.» Seguro que habría esperado horas con tal de que regresara con ella.
¿Era posible que un tutor perdiera las ganas de serlo? ¿Le estaría pasando a la condesa? Y en tal caso, ¿qué ocurriría conmigo? ¿Acabaría en un orfanato? Salí rápidamente de la cocina. De pronto sentía los pies pesados.
Metí en la maleta el vestido con el que había llegado el día anterior y reuní las cuatro cosas que había necesitado para adecentarme. Después me eché el abrigo por encima y me presenté ante Agneta. La condesa no había llegado a Estocolmo en tren, sino con su automóvil. Debía de haberse pasado el día anterior en la carretera para poder estar allí por la mañana.
Subimos al coche y nos pusimos en marcha. Me volví para mirar la casa con nostalgia y vi cómo se hacía más y más pequeña a través de la luna trasera. Había esperado poder quedarme allí, pero era probable que no volviera a verla hasta dentro de varios años.
VIAJAMOS UN BUEN rato sin cruzar una sola palabra. El monótono rugido del motor resultaba adormecedor, pero la carretera tenía baches bastante grandes que impedían que se me cerraran los ojos. Hacia el mediodía paramos en una pequeña ciudad a comer algo. Mi estómago hacía unos ruidos espantosos a causa del hambre, pero no me había atrevido a pedir nada para calmarlo. Así era como debía de sentirse un acusado de camino a su juicio.
Entramos en una taberna y nos sentamos a una de las mesas del fondo, desde donde se podía ver toda la sala. La condesa pidió agua y té, además de dos raciones de albóndigas con patatas y compota de arándano rojo. Pese a los fuertes rugidos de mi estómago, dudaba que me cupiera tanta comida.
—¿Sabes? —Fue Agneta quien rompió el silencio con una voz reflexiva—. Entiendo bien comportamientos como el tuyo, esos actos irreflexivos nacidos de una gran indignación. También yo me dejé llevar por ellos una vez. En cierta ocasión destruí mis cuadros en plena borrachera. Los rajé y los destrocé por completo. Hoy lo lamento. Me habría gustado conservar más cosas de mi juventud.
La miré, desconcertada. No había esperado una conversación tan serena, ni que confesara haber cometido tonterías parecidas. La mayoría de los adultos con los que había tratado jamás admitían sus propios errores.
—Siento mucho que Magnus haya vuelto a ofenderte —continuó diciendo—. De verdad que no entiendo a mi hijo. El amor de su hermano por él es inquebrantable, igual que el de su padre y el mío. Sin embargo, Magnus vive en un mundo en el que no permite entrar a nadie que no sea Ingmar, y tengo la sensación de que últimamente incluso a él le cierra la puerta. —Hizo una pausa, y recordé la conversación que había mantenido con su hijo al otro lado de la puerta de su despacho—. Me temo que no tengo más opción que cumplir mi amenaza. Tal vez el internado lo ayude a encontrar la decencia de nuevo.
—Pero… eso no es necesario. Yo… quizá haya exagerado.
De pronto volví a ver ante mí la cara de desconcierto de Paul. El asombro de Daga.
—No, no has exagerado —replicó la condesa—. Me has enseñado que, si no soy capaz de solucionar un problema, debo ser capaz de tomar represalias. Tú y yo nos parecemos en algunas cosas. Cuando nos sentimos humilladas o decepcionadas, en nuestro fuero interno arde un fuego que no podemos apagar. Tenemos que hacer algo. Algo que en ese momento nos parece lo correcto, aunque sea una reacción extrema.
Tenía razón.
—Naturalmente, podría ceder y dejar que te quedaras en Estocolmo, pero no quiero. Debes estar en la finca. Por lejos que pueda llevarte tu camino más adelante, cuando mi tutoría termine, ahora te necesito allí. Y tú necesitas la Escuela de Comercio. Como tutora tuya, debo encargarme de que alcances tus metas. Si eso implica separar a mis hijos, así será. —Se detuvo al ver al camarero aparecer con la comida. Cuando el hombre se alejó, añadió—: De todos modos, tendré que reprenderte, porque tu reacción ha estado mal y me ha hecho pasar muchos nervios.
—Lo siento.
—Eso ya lo has dicho. Durante las próximas cuatro semanas estarás castigada sin salir de casa. Solo podrás ir a la escuela y a clase de equitación. Salvo por esas obligaciones, te quedarás en la mansión y me ayudarás en el despacho. Tengo varias cosas que ordenar y catalogar.
—Está bien.
—Además, durante ese mes también tendrás prohibido escribirte con tu novio. Yo misma le enviaré una nota para que no se preocupe. Si llega alguna carta suya, la requisaré hasta pasado ese tiempo.
Ese castigo me pareció más doloroso, aunque no sabía si Paul querría seguir intercambiando cartas conmigo.
—Y en cuanto a la escuela, estos dos días que no has ido tendrán que contar como faltas injustificadas. No te escribiré ninguna nota de disculpa. Si los profesores te obligan a quedarte castigada después de clase, me informarás para que pueda enviar al chofer más tarde. Tienes suerte de que el tiempo esté tan inconstante, porque me habría gustado hacerte ir a pie, pero no seré tan severa en ese punto.
Agaché la cabeza. Tantos castigos solo por haber reaccionado con ira al ataque de Magnus… Sin embargo, sabía que no debía protestar. Agneta había ido a buscarme en persona en lugar de enviar a la policía para que me llevara de vuelta. Solo eso valía ya muchísimo, así que tendría que pagar los platos rotos por todo lo que había hecho.
CUANDO LLEGAMOS A la finca ya había oscurecido. Me dolía la cabeza y sentía los nervios en el estómago. ¿Cómo reaccionaría Magnus al ver que su madre cumplía su amenaza? ¿E Ingmar? ¡Él sabía muy bien lo que había hecho su hermano! Pero eran gemelos. Tal vez me odiara también cuando enviaran a Magnus lejos.
Sentí pena al recordar cómo había intentado enseñarme a bailar. ¿Por qué no había podido seguir todo igual?
—Sube a tu habitación. Le diré a Rika que te sirva allí la cena. Nos veremos por la mañana.
Asentí y subí deprisa la escalera con mi bolsa de viaje. Casi esperaba que Ingmar apareciera y me preguntara qué había ocurrido, que quisiera saber cómo había terminado mi pequeña aventura. Sin embargo, salvo la criada que me llevó la bandeja, nadie más se dejó ver. Me sentía igual de abandonada que el día anterior, en mi casa de Estocolmo.
A la mañana siguiente bajé a buscar un desayuno frugal a la cocina y desaparecí de nuevo arriba con él. Era domingo, así que no tenía que ir a clase. ¿Sería posible saltarme la comida? ¿O pedir que me la subieran también?
Me pasé toda la mañana caminando nerviosa de un lado a otro de la habitación. De vez en cuando me detenía e intentaba leer algo o consultar mis libros de texto, pero estaba demasiado alterada. Los minutos pasaban y me sentía como un globo a punto de estallar.
No vi a ningún Lejongård, pero no sabía si eso debía alegrarme. Por una parte, era posible que Agneta volviera a echarme un sermón; por otra, también podía castigarme con su silencio. Restablecer la comunicación dependía de mí, pero no encontré el valor.
Dejé pasar la comida porque no tenía hambre. Lena y Rika se asomaron un par de veces a ver cómo estaba, pero les dije que no necesitaba nada. Después me tumbé en la cama y me quedé mirando el techo. ¿Qué ocurriría? ¿De verdad enviarían a Magnus al internado? ¿Y cómo se portarían entonces los demás conmigo? ¡Pero qué tonta había sido! Simplemente tendría que haberle dado un bofetón…
Por la tarde quise bajar un momento a la biblioteca a buscar un par de libros. De camino me crucé con Ingmar, que estaba sentado en el banco de una ventana, mirando al jardín. Tenía un libro en el regazo.
—Vaya, la fugitiva ha regresado —comentó con una sonrisa sarcástica—. Parece que te tomas el arresto domiciliario bastante en serio. ¿Por qué no has bajado a comer?
«Tenía miedo de enfrentarme a vosotros», habría sido la respuesta sincera.
—No me encontraba bien —dije, en cambio.
—Pues a mí me parece que estás bastante sana.
—Ya estoy algo mejor.
Me habría gustado subir otra vez corriendo. En el tono de Ingmar era muy evidente su enfado. Dejó el libro y se volvió hacia mí.
—¿Te haces una idea de la que se montó aquí?
—Puedo imaginarlo —contesté a media voz.
—¿De verdad? Yo creo que no. Cuando viste a mi madre, ya se había tranquilizado.
—Lo sé. Y ojalá no hubiera hecho lo que hice, pero en aquel momento… Cuando Magnus leyó la carta en voz alta, no puedo explicar la sensación que tuve. Tenía que hacer algo, solo quería alejarme de aquí. Tú también estuviste presente.
—Sí, estuve presente, y lo que hizo Magnus fue muy ruin. Aun así, no deberías haber reaccionado de esa manera. Mi padre subió incluso al tejado, mi madre estaba muerta de preocupación. Pensaban que habrías cometido alguna tontería.
—¿Por qué habría de hacer algo así? —pregunté—. Solo quería alejarme de aquí.
—Y por eso robaste a la pobre Berta.
—No la robé, solo la usé como medio de transporte. ¿Es que no la ha devuelto el guarda de la estación?
—Por supuesto que sí, pero de todas formas el animal estaba muy desorientado. No se abandona un caballo de esa manera en una estación.
De su propia inquietud no dijo nada, pero noté que también él se había asustado mucho.
—Lo siento —dije—. Pensaba que saldría de otra forma, pero en ese momento… Tenía que hacerlo y punto. Necesitaba ir a algún lugar conocido. ¿O crees que no añoro mi casa? Por lo menos mi madre no husmeaba entre mis cosas.
—Tampoco aquí volverá a hacerlo nadie. —Se levantó del banco y me miró—. Magnus se marcha dentro de unos días.
—Eso también lo lamento. Ojalá no hubiese llegado tan lejos. Le rogué a Agneta que no lo hiciera.
—Mi madre siempre cumple su palabra, para lo bueno y para lo malo. Magnus debería haber sabido dónde se metía cuando te robó la carta del cajón.
—Sí —reconocí—. De todos modos, siento que haya ocurrido esto. Me habría quedado en Estocolmo, pero…
—Mi madre jamás lo permitiría. ¡Una joven, sola en una casa de Estocolmo! Probablemente no dejará que te marches de aquí hasta que quieras casarte.
Volví a recordar el rostro estupefacto de Paul. A esas alturas comprendía lo necia que había sido mi reacción. Menos mal que Daga había guardado silencio y sus padres no se habían enterado de nada, porque seguro que le habrían prohibido a Paul que pidiera mi mano.
—¿Estuviste con él? —preguntó Ingmar.
—¿Con quién?
—¡No te hagas la tonta! Con tu novio. Ese que te escribe ardorosas cartas de amor.
Miré al suelo. No quería hablar de él. Paul tendría que haberme protegido de todo lo que ocurría en Lejongård, pero no quería. No podía.
—Sí, estuve con él. Le pregunté si estaba dispuesto a casarse conmigo.
Ingmar se estremeció. Se volvió hacia mí y reaccionó con una rabia evidente.
—¿Cómo has podido hacer semejante estupidez? ¿De verdad crees que mi madre permitiría que te casaras tan pronto? Solo tienes diecisiete años.
—Dentro de tres semanas cumpliré los dieciocho. Además, si me casara, quedaría bajo la tutela de mi marido.
Eso pareció molestarle más aún.
—¿Y entonces qué? —preguntó—. ¿Crees que te irá mejor cuando estés casada? ¿Cuando tengas hijos? ¿Cuando no te puedas mover de tu casa?
—¡Eso no es así! ¡Podré moverme por donde quiera!
No sabía por qué, pero de repente estaba furiosa. Ingmar no conocía a Paul, y Paul no sería uno de esos maridos que tenían encerradas a sus mujeres.
—Y yo que creía que sentías algo por mí… —añadió.
Entonces lo entendí. La decepción de sus ojos no era solo por lo de su hermano. Magnus tenía razón.
—Ingmar —dije, algo turbada—. Yo… siento mucho si te he dado una impresión equivocada, pero te veo como un amigo. Como un buen amigo. A Paul, sin embargo, lo conozco desde hace mucho. Nos prometimos.
—¿Cuándo? ¿Cuando aún erais niños? —Ingmar torció el gesto—. También yo me alegro de que ese idiota te haya cerrado la puerta en las narices.
—Paul no es ningún…
Me interrumpí al ver la sonrisa de Ingmar.
—Sí que lo es, si no quiere casarse contigo. Pero, repito: me alegro, y espero que te concentres en conseguir otras metas en la vida.
—¿Como a ti, por ejemplo?
—¿Por qué no? Soy tu amigo, ¿verdad? Ahora que Magnus se irá al internado, necesitaré compañía, y ya que tú has tenido la culpa de todo, a partir de ahora me acompañarás a montar todas las tardes. También seguiremos con las clases de baile. ¿Qué te parece?
—Me gustaría mucho salir a montar contigo. Si te soy sincera, no lo he hecho porque temía que Magnus pudiera sentir celos. Y lo de las clases de baile… De todas formas, íbamos a continuar, ¿verdad?
Ingmar asintió. Me incliné, le di un beso en la mejilla y regresé a mi habitación.