Capítulo 16

 

 

 

 

 

UNOS MESES DESPUÉS, el brillo de santa Lucía ya se había extinguido. El año 1931 se había despedido y había dejado paso a 1932. La primavera trajo consigo la Pascua, y la vida regresó a la finca. El curso llegó a su fin, nos entregaron los diplomas y el verano nos recibió con los brazos abiertos.

Esa tarde, entre el correo encontré una carta para mí. El conde y la condesa no tenían nada en contra de que revisara la correspondencia, así que, en cuanto llegaba el cartero, bajaba corriendo y comprobaba los sobres con las manos temblando de emoción. La carta de Paul estaba en medio de las demás, y no pude evitar mirarla arrobada unos segundos antes de apretarla contra mi pecho. Fui a sentarme al embarcadero del pequeño lago que había más allá del pueblo. Agneta me advirtió que no me metiera sola en el agua, pero olvidaba que sabía nadar muy bien. De todos modos, no tenía pensado bañarme. Quería leer la carta mientras dejaba que el sol cayera sobre mi rostro y escuchaba el zumbido de las libélulas que volaban entre los juncos.

Sabía que por allí cerca había una familia de cisnes que vigilaban con celo a sus polluelos recién salidos del cascarón. Sería mejor no acercarme a ellos; en el embarcadero, mientras los grillos emitían sus cantos en el calor, estaría segura.

Abrí el sobre con cuidado y del interior cayeron un par de serraduras. No sabía si se habían colado allí o si Paul las había metido adrede. Las soplé, me las sacudí del vestido y empecé a leer la carta.

 

Querida Matilda:

No sabes lo mucho que te añoro. Ya hace casi un año que no nos vemos. Me temo que no te reconocería si algún día nos cruzáramos por casualidad. ¿No existe ninguna posibilidad de que estemos juntos?

En estos meses he aprendido a conducir. Mi padre dice que es importante para poder aceptar encargos por todo el país. En realidad tenemos trabajo de sobra, pero algunos clientes son de las afueras de Estocolmo o de municipios vecinos. Con el vehículo de reparto que hemos comprado, ahora podemos llegar a esos clientes con mayor facilidad. ¿No es maravilloso? Algún día, me encantaría llevarte en él de excursión por el campo. Pero ¿cómo voy a hacerlo si no estás aquí? ¿No puedes dejar la finca un par de días y venir a Estocolmo? Tu casa está muy triste sin ti. ¡Cómo me gustaría que volvieras a salir de ella para hablar conmigo y darme un beso! ¿Puedes preguntárselo a tu tutora? Al fin y al cabo, ya tienes dieciocho años. Debería estarte permitido hacer un viaje a la capital, ¿no crees?

Espero tu respuesta con impaciencia.

Te quiere,

Paul

 

Sus palabras me hicieron suspirar. ¡Cómo me habría gustado volver a verlo! Cuando hui de Lejongård, me decepcionó que no quisiera casarse conmigo, pero eso ya estaba olvidado desde hacía tiempo. Lo único que tenía de él era una fotografía que me había mandado recientemente, y quizá no se equivocara al sospechar que no me reconocería.

Yo misma veía con claridad los cambios de los últimos meses al mirarme en el espejo. Había dado un buen estirón y mis mejillas habían perdido el volumen que tanto detestaba. También me sentía bastante más madura. Tal vez había llegado el momento de volver a hablar con Agneta sobre Paul.

Cuando regresé a la finca, reuní todo mi valor y llamé a la puerta de su despacho.

—¡Adelante! —exclamó, y al entrar la encontré tras el escritorio.

Tenía la cara colorada. El ambiente de la sala era bochornoso.

—Agneta, ¿se encuentra bien? —pregunté.

—Sí, pero siempre que me siento con los libros, me sale humo de la cabeza.

—¿Quiere que le eche una mano? Antes de las vacaciones de verano dimos contabilidad en clase y fue muy interesante.

La condesa levantó las cejas.

—¿Interesante? Eres una muchacha muy extraña, ¿lo sabías? A mí los números me resultan muy pesados, aunque tengo claro que no hay forma de eludirlos.

—¿Por qué no contrata a un administrador? —pregunté mientras iba a abrir la ventana.

Fuera también hacía bastante calor, pero el aire que entró era algo más agradable que la atmósfera de la sala.

—Una vez tuve uno y no nos fue muy bien —respondió—. Bueno, si los números te parecen divertidos, tal vez quieras echarles un vistazo a estos…

—¿Puedo?

Siempre había sentido curiosidad por cómo se dirigiría la finca. Nuestra profesora, como parte de las clases, anunció que visitaríamos varias empresas para ver cómo se administraban. Ver la contabilidad de Lejongård sería aún mejor.

Me senté junto a Agneta y empecé a introducir las partidas de las últimas semanas en los libros. En realidad, era bastante sencillo, solo había que entenderlo.

—Creo que podría hacerlo sola. Si me lo permite.

—Por favor.

Agneta empezó a masajearse las sienes y yo me puse manos a la obra. En menos de media hora, ya tenía todos los ingresos y los gastos introducidos y contabilizados.

—Muchas gracias —dijo la condesa tras comprobar mi trabajo—. Tal vez deberías encargarte siempre de ello.

—Lo tendré difícil porque normalmente me paso todo el día en clase —repuse, aunque me gustó mucho su elogio.

—Pero, cuando acabes… Pronto empezarás el segundo curso. Una vez tengas el título, me encantaría que me echaras una mano aquí. Reconozco que los números no se me dan tan bien como a ti.

—Lo haré con mucho gusto.

Y para mis adentros añadí: «Por lo menos hasta que Paul pida mi mano, porque entonces nos estará esperando nuestra propia empresa».

—Agneta, ¿puedo preguntarle una cosa? —me atreví a decir por fin.

—¡Faltaría más! Acabas de salvarme la vida. Si no, aún me habría recalentado como le ocurrió a nuestra aventadora hace poco y le habría prendido fuego a todo este papeleo.

Lo de la aventadora había sido terrible. En cuestión de segundos, se estropeó y se quedó enganchada sin dejar de devorar cereal. A causa del calor de la maquinaria, se prendió fuego a todo. Si se evitó una tragedia mayor fue solo gracias a la rauda intervención de los jornaleros. Así que la finca necesitaba una aventadora nueva. Tal vez por eso Agneta se había sentado a hacer números.

—Quizá recuerde a Paul. El joven que me escribe siempre.

—Sé a quién te refieres —dijo, aunque no parecía muy entusiasmada.

—Quería preguntarle si tendría algo en contra de que lo invitase a pasar una semana aquí o de que yo fuese a visitarlo a Estocolmo. Me gustaría mucho volver a verlo.

—Que vayas tú sola a Estocolmo está descartado. No permitiría que viajases ni que te quedases en la ciudad sin compañía.

Eso ya lo imaginaba.

—¿Y si viniera él? —insistí—. No tendría por qué hospedarse en la mansión. Podría reservar una habitación en el hostal de Kristianstad. O en la taberna del pueblo.

El semblante de Agneta permaneció serio. Se tomó un momento más y luego suspiró.

—Como puedes ver, me cuesta hacerme a la idea. Sin duda es un muchacho agradable, pero ¿no eres un poco joven para tener una relación?

—Tampoco es que vaya a casarme con él. Por lo menos, no todavía.

—La verdad es que ni siquiera deberías pensar aún en el matrimonio. Eres casi una niña.

Suspiré. Tenía dieciocho años. Muchas chicas hacían ya planes de boda aunque todavía no fuesen mayores de edad.

—Hazme caso —dijo la condesa—. Seguro que tienes planes y metas en la vida, y deberías luchar por ellos antes de atarte a un hombre. Yo, por ejemplo, no quise casarme hasta pasados los veinte. Tú no eres como yo, muy bien, pero aun así… ¡Espera un poco antes de empezar con amoríos!

¿Cómo iba a esperar un poco si mi corazón pertenecía a Paul desde hacía tiempo?

—Tu madre era una joven muy guapa —siguió explicando Agneta—, pero cuando se quedó embarazada, se le vino el mundo encima. Por suerte, Sigurd Wallin fue un hombre de honor y se casó con ella, pero no todas las mujeres tienen tanta suerte. Todavía hay muchas que se ven en la miseria por haberse entregado a un hombre demasiado pronto.

La miré con sobresalto, como siempre que mi madre salía en la conversación. Hacía meses que no hablábamos de ella, y de repente la condesa me desvelaba que se había quedado embarazada antes de abandonar la finca.

En mi interior ardía la pregunta de cómo había conocido a mi padre, pero no me atrevía a pronunciarla. En ese momento no quería pensar en ella. Lo único que deseaba era pasar un rato con Paul.

—Agneta, le aseguro que no haré ninguna tontería. Conozco a Paul desde hace mucho, y él no intentaría nada que yo no quiera permitirle. Tenemos pensado casarnos primero, y después ya vendrá todo lo demás.

Me sonrió con ternura.

—También yo fui joven una vez y sé lo que ocurre en el corazón de una mujer. La primera vez que te enamoras de un hombre es…

—A nosotros no nos pasará eso. Soy muy consciente de lo que puede ocurrir, y si fuese débil y sucediera algo, Paul se casaría conmigo enseguida. —Callé unos instantes.

La conversación me resultaba desagradable, igual que lo habría sido si hubiese tenido que mantenerla con mi madre.

—A veces los hombres no cumplen sus promesas cuando las cosas se tuercen. —La condesa hizo una pausa—. Pero ya tienes dieciocho años y tal vez deba aprender a confiar en tu juicio. Al fin y al cabo, no eres como yo.

¿Qué quería decir con eso? Ella no era ni mucho menos un ejemplo de imprudencia.

—Le prometo que no haré nada con Paul que pueda traerme problemas, pero me encantaría volver a verlo. Y si no puedo viajar a Estocolmo, me gustaría invitarlo y que viniera a visitarme aquí.

Agneta respiró hondo.

—Está bien. ¡Dile que venga! Pero insisto en conocerlo. Esa es la condición que pongo.

—¿Lo dice en serio?

—Sí, y dejo a su elección dónde quiere hospedarse. Por mí, puede quedarse aquí, en la casa señorial, pero que lo decida él.

Por un momento perdí toda la inseguridad, me levanté de un salto y la abracé.

—¡Muchas gracias, Agneta! Significa mucho para mí.

La condesa me hizo un gesto con la cabeza.

—¡Será mejor que le escribas hoy mismo! Mañana iremos las dos a la ciudad y así podrás enviar la carta.

—¿Iremos a la ciudad?

—Me parece que, después de tanto trabajo con los libros, nos hemos ganado un premio, ¿no crees?

 

 

LA RESPUESTA DE Paul tardó solo un par de días y me anunció que llegaría a la semana siguiente. Sin embargo, no le hacía demasiada gracia quedarse en la mansión. Temía que hubiera algún tipo de ritual que debiera seguir. Además, no quería verse siempre rodeado de la familia de mi tutora, así que me pidió que le reservara una habitación en el hostal.

Me alegré por su decisión, aunque eso significara que por las noches tendría que regresar a Lejongård mientras él se quedaba en el pueblo.

La visita de Paul, en cualquier caso, suponía el doble de felicidad, porque esa semana Magnus se iba de excursión durante quince días con los compañeros del internado.

Ingmar, que pasaba mucho tiempo con su hermano, estaba triste por ello.

—Podrías haberme apuntado a mí también —le dijo con tono de reproche la noche antes de su partida mientras cenábamos.

—Ya sabes que el viaje es solo para los del internado. Tendrías que venirte allí, es mucho mejor que esto.

Ingmar miró a su madre.

—No. Ya sabéis que uno de los dos tiene que quedarse en la finca.

—¿De verdad? —preguntó Magnus—. Pero ¿por qué? ¿No es suficiente con que esté ella? —No me señaló, pero sabía muy bien de quién hablaba.

—Magnus… —dijo Agneta con cansancio.

Su hijo me lanzó una mirada hosca.

—Sinceramente, me alegro de haber ido al internado. Por lo menos allí no tenemos que compartir la mesa con nadie que no sea de nuestra posición.

—¡Magnus! —exclamó Lennard—. ¡Basta ya!

El chico levantó las cejas.

—¿Y qué vais a hacer? No podéis amenazarme otra vez con el internado. Me alegraré cuando vuelva a estar rodeado de amigos.

A mí sus palabras no me afectaron, pero sus padres y en especial su hermano parecían bastante afligidos. Más bien sentí cierto bochorno al presenciar la trifulca.

—Disculpadme —dijo Magnus al final, y se levantó—. Tengo que revisar el equipaje.

Había esperado que Agneta lo detuviera, pero la condesa siguió cenando sin decir nada. Lennard la miró y seguramente vio, igual que yo, el rencor y al mismo tiempo el gran pesar que albergaban sus ojos. Si Magnus se hubiera quedado, ¿se habrían suavizado las cosas con él? Lo dudaba.

 

 

A LA MAÑANA siguiente le pedí a Lena que me subiera una bandeja y no bajé a desayunar. No le dije por qué, pero en cuanto estuve lista y vestida, llamaron a mi puerta. Exclamé un «Adelante» e Ingmar entró en mi habitación.

—¡Buenos días! Solo venía a ver cómo estás —dijo—. ¿Puedo pasar?

—Claro.

Me acerqué a la ventana. ¿Qué querría?

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Cómo te encuentras? Te he echado en falta allí abajo.

—He creído más adecuado no aparecer por allí. No quería que volvieran a insultarme.

—Siento que Magnus sea así.

—Ya me lo dijiste una vez, pero no es culpa tuya.

Ingmar parecía abochornado.

—Él tampoco ha bajado a desayunar, por cierto. Ayer… nos peleamos. Dijo cosas terribles de ti y le di un bofetón. Así que, si está enfadado con alguien, es conmigo.

—Lo siento mucho. No quería que las cosas llegaran tan lejos.

—Tampoco yo, y aun así lo hice… —Bajó la cabeza, avergonzado.

No sabía qué decirle.

—Esto nunca cambiará, ¿verdad? —pregunté al cabo de un momento—. Magnus y yo tendremos que pasarnos la vida evitándonos.

—Ojalá fuese de otra forma.

—Ya me quedan pocos años aquí. En algún momento me iré, y entonces volveréis a tener tranquilidad.

Ingmar se tiró de la manga.

—¿Y si no quiero que te vayas? —preguntó—. ¿Y si mi madre no quiere que te marches? Me doy cuenta de lo mucho que te aprecia. Para ella eres como una hija…

—Pero si no traigo más que desgracias a esta casa… Además, un día Magnus se hará cargo de Lejongård.

—Bueno, pues tendremos que encontrar una solución, pero más adelante. De momento, él se va a su campamento de verano y, cuando regrese, se pasará el día entero metido en la cabaña. Así solo tendrás que verlo en las comidas, y yo me encargaré de que no se te acerque.

Hizo un gesto con la cabeza cargado de decisión y supe que cumpliría su palabra.