EN EL HOSTAL, Paul dejó su equipaje y se cambió. Yo lo esperé apoyada en el coche mientras por la puerta veía al dueño limpiar el mostrador. Me habría gustado entrar con él, pero en el pueblo los rumores se extendían con rapidez. De todas formas, ya se estarían preguntando quién era ese joven con el que habían visto a la señorita Matilda. Si la señorita, además, hubiese subido a la habitación con él, el escándalo habría estado servido. No quería que a los oídos de Agneta llegaran esa clase de historias.
Miré hacia arriba. Las abejas zumbaban por encima de mí porque el néctar de los tilos caía casi en forma de lluvia. Seguramente los apicultores recolectarían muchísima miel ese año.
—Bueno, ¿qué tal estoy? —preguntó Paul desde la puerta.
Se había dado prisa. En lugar de los pantalones oscuros, llevaba unos de color arena que le estaban algo grandes. La camisa parecía nueva y limpia. Solo la americana, que llevaba doblada sobre el brazo, era la misma.
—Pareces una estrella de cine.
—¿Crees que necesitaré corbata?
—Trae una por si acaso —respondí, porque quería que les causara la mejor impresión posible a Agneta y Lennard.
—Ya lo imaginaba —dijo, y sacó una muy bien doblada del bolsillo de la chaqueta—. Me la anudaré en el coche.
—No hace falta. Por la tarde, en la finca todos llevan vestuario informal. Y en la casa hay espejos, así que podrás ponértela más adelante.
Paul respiró hondo.
—Estoy nervioso, ¿sabes? Es como si fueras a presentarme a tus padres.
—Mi madre te conocía y le parecías muy simpático.
De reojo vi que el chofer se impacientaba y empezaba a arrastrar los pies.
—Vámonos ya. Podemos seguir charlando por el camino.
Paul asintió, así que montamos en el vehículo.
—Con tu madre era muy diferente —dijo cuando ya habíamos salido del pueblo—. Ellos son condes y yo, un sencillo carpintero.
—Y yo, una sencilla alumna de comercio. Si a mí me respetan, también te respetarán a ti. Agneta me contó una vez que ella misma escogió una vida burguesa, pero que podría haber sido la esposa de un hombre sencillo.
—Pero por lo visto su familia le hizo cambiar de opinión.
—Eso fue a causa de las circunstancias. Su padre y su hermano fallecieron en un incendio y ella quedó como única heredera. No tuvo elección.
—Habría podido vender la finca.
—Paul, ¿venderías tú el taller de tu padre si lo heredaras?
—Probablemente no. A menos que tuviera pensado seguir otro camino.
—Pero ese otro camino no existe, a menos que hayas cambiado muchísimo.
—No es el caso.
—¿Lo ves? No venderías el taller, igual que Agneta no quiso vender la finca. De algún modo, todos tenemos nuestro lugar.
Nada más pronunciar aquellas palabras me quedé pensativa. ¿Y dónde estaba mi lugar? ¿Allí o en Estocolmo? ¿Qué me sería más fácil abandonar, la finca o mi casa de Brännkyrkagatan?
No estaba segura. La casa de mis padres me pertenecía, pero poco a poco empezaba a tenerle cariño a la finca. Si me casaba con Paul y me marchaba, seguro que la añoraría. Cuando llegamos a Lejongård, por suerte no nos esperaba ningún comité de bienvenida del servicio. Un par de mozos de cuadra estaban echando una cabezada al sol del mediodía y no se fijaron en nosotros.
Agneta, sin embargo, parecía estar aguardándonos. Apenas bajamos del coche, salió a los escalones de la entrada para recibirnos. Su falda era casi del mismo color que los pantalones de mi novio, y también llevaba una blusa ligera de color baya.
—Bienvenido a Lejongård —dijo, y le dio la mano a Paul.
Este parecía algo inseguro al principio, pero la saludó con un apretón.
—Muchas gracias por invitarme. Tienen una propiedad impresionante.
—Y eso que todavía no la ha visto por dentro. —Agneta se echó a reír—. Seguro que Matilda se lo enseñará todo. Antes, no obstante, quisiera invitarlo a pasar al salón.
—Con mucho gusto —repuso Paul, y la siguió.
Noté que se sentía algo desbordado, y no era de extrañar, bajo la mirada de todos aquellos ojos que de pronto lo escrutaban desde los cuadros. Todavía recordaba la sensación que tuve yo misma la primera vez que entré en ese vestíbulo.
Agneta le dio tiempo para que lo contemplara todo con asombro y después siguió en dirección al salón.
—Esta era la habitación preferida de mi madre —dijo al cruzar las puertas modernistas, que habían recibido una nueva mano de pintura verde—. Debo reconocer que al principio no era muy de mi agrado, seguramente porque sus amigas venían a menudo de visita y no me caían demasiado bien. Para ellas, yo era muy… progresista.
—¿No les parecía bien que condujera un automóvil? —pregunté.
—Ah, no, a conducir no aprendí hasta más adelante. Pero en mi vida ha habido muchas cosas que no eran corrientes en su época. Por ejemplo, seguir soltera a los veintisiete años.
—Todavía hoy sigue sin ser frecuente —señalé—. Muchas chicas desean casarse lo antes posible.
—Pero ¿por qué? —preguntó Agneta—. En mi juventud, luchamos por no tener que hacerlo. O para que, al menos, no comerciaran con nosotras como si fuéramos ganado.
Contuve una sonrisa de satisfacción al ver la expresión de espanto en la cara de Paul. Agneta me dijo una vez que existía un mundo de mujeres y otro de hombres. Mientras que a muchas de nosotras no les costaba encontrarse a gusto en el mundo de los hombres, la mayoría de ellos no sabían cómo comportarse en el de las mujeres. Tal vez fuera cierto o tal vez no, pero en ese instante sentí con claridad la incomodidad de Paul.
—La condesa Agneta fue sufragista —expliqué.
—Sí, ¡y me enorgullezco de ello! Por desgracia, la vida no me ha dejado mucho tiempo para dedicarme a la causa, pero cuando a las mujeres les concedieron por fin el derecho a votar, también aquí lo celebramos.
Nos llevó a la mesa de centro, que estaba rodeada por un anticuado tresillo de mimbre. En la superficie de cristal había un servicio de café y una bandeja de varios pisos con siete tipos de pastas diferentes.
—Justo aquí fue donde un par de damas me peguntaron en 1914 cuál era mi opinión sobre el asesinato del archiduque de Austria —contó mientras se sentaba en el sofá—. Encantadoras, ¿verdad? Pero no se preocupe, que no le importunaré con esa clase de cosas, señor Ringström. Considere esto una sencilla bienvenida a mi casa. Debe de estar cansado después del viaje. Los trenes van cada vez más deprisa, pero de todas formas se tarda casi un día entero en llegar.
—Gracias, estoy bien —dijo Paul mientras se sentaba en un sillón.
Yo me ocupé de servir el café y luego tomé asiento frente a él. El sitio que quedaba junto a Agneta le pertenecía a Lennard y, si no estaba, ella se sentaba sola en el sofá. «Con el espíritu de mi madre», dijo una vez, bromeando.
—Me alegro de haber salido de Estocolmo. Normalmente paso todo el día en el taller. A mi familia no le gusta mucho viajar.
—¿Y a usted? —preguntó Agneta—. Cuando conocí a Matilda, me dijo que le encantaría ver mundo.
—A mí también. Sobre todo si es con ella.
Agneta asintió apenas, luego bebió un poco de café y comentó:
—Sí, también a mí me habría gustado viajar, pero cuando tienes una finca, no puedes ausentarte muchos días.
Estuvimos más de una hora charlando sobre mil cosas. A Paul se le notaba angustiado, casi como si tuviera que cruzar un puente tambaleante que amenazara con desmoronarse en cualquier momento. Y eso que Agneta no le dio ningún motivo para ello. Estuvo encantadora y mostró mucho interés por todo lo que él explicaba.
Acabamos vaciando buena parte de la bandeja de pastas, y también la cafetera.
—¿Desea alguna cosa más, señor Ringström? ¿Puedo ofrecerle algo? —preguntó Agneta.
—¡No, muchas gracias! Estoy más que lleno.
—Bueno, entonces os propongo que vayáis a dar un pequeño paseo, Matilda. Seguro que tendréis mucho que contaros. —Me guiñó un ojo y le dedicó una amable sonrisa a Paul.
Cuando se levantó y fue hacia la puerta del salón, sentí un gran alivio. ¡Por fin tenía a Paul para mí sola!
—LA CONDESA ES una dama impresionante —comentó Paul mientras paseábamos por el jardín de camino al pabellón, puesto que quería enseñárselo. Las abejas zumbaban en los lupinos azules que crecían por toda la finca—. Casi me parecía una montaña que tenía que escalar.
—Pues será mejor que no lo hagas, a menos que quieras tener problemas con el conde —repuse tomándole el pelo.
—Nunca había conocido a una mujer tan segura y tan lista.
—¿Y yo qué?
—Tú también eres lista, pero de otra manera.
Levanté las cejas, y él, abochornado, se pasó una mano por el pelo y se rascó la nuca.
—Perdona si ha sonado raro. La condesa es… como una suegra a la que quieres impresionar a toda costa, pero a quien, de repente, comprendes que no tienes nada que ofrecerle.
—Nunca será tu suegra —repliqué—, porque no es mi madre. Cuando deje de ser mi tutora, como mucho se convertirá en una buena amiga. Y de una amiga no tienes nada que temer.
Después de decir eso, lo hice entrar en el pabellón. Nos sentamos y me apoyé en su hombro. Sentí que poco a poco me tranquilizaba y que mi corazón se llenaba de calidez. El pabellón, en efecto, era un lugar muy romántico.
—Te he echado mucho de menos —dije—. Todas estas semanas y estos meses…
—Podrías haber venido a Estocolmo —apuntó él, pero yo negué con la cabeza.
—No es tan fácil.
Aun así, entendía adónde quería ir a parar. La separación era horrible, y también yo notaba que estábamos cada vez más distanciados. Escribirse cartas era muy diferente a poder pasear juntos por el parque todos los días.
—Ya veremos —añadí entonces, aunque lo dije casi más para mí que para él—. Primero quiero concentrarme en la Escuela de Comercio. Después, a ver cómo salen las cosas.
Sentí que Paul estaba a punto de ofrecerse a pedirle trabajo para mí a su padre. El hombre le dedicaba mucho tiempo a la contabilidad de su carpintería, y seguro que yo podría hacerlo mucho más deprisa. Sin embargo, guardó silencio, cosa que le agradecí.
—¿Qué te parece si te enseño los establos? Aunque los caballos no sean lo tuyo, quiero que te hagas una idea de lo que me rodea en mi día a día.
—Puedes enseñarme lo que tú quieras —dijo con una sonrisa, y me abrazó.
Al principio dudé, porque temía que Agneta pudiera estar vigilándonos. Desde su despacho tenía una buena vista del jardín. Aun así, cedí y poco después sentí los labios de Paul en los míos.
CUANDO LLEGAMOS A los establos, le hablé del gran incendio y del nacimiento del último potro.
—Pero ¿en una finca como esta no nacen nuevos potros continuamente? —preguntó él—. Vendéis animales a todo el país, ¿no?
—Así es, pero los animales más valiosos de nuestro pedigrí siempre se reciben con gran entusiasmo. Agneta nunca se pierde un parto de esos potros. Hacen venir a un veterinario ex profeso y el caballo enseguida recibe un nombre.
Noté que Paul me miraba con asombro.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Hace solo un año, me habría parecido imposible que pudieras emocionarte con estas cosas.
—También a mí —reconocí—. ¡Pero es que los potrillos son preciosos! Si quieres, te los enseño.
Antes de que pudiéramos entrar en el establo, sin embargo, nos cruzamos con Ingmar. Dobló la esquina ocupado en sus cosas, con pantalones de montar, camisa de cuadros y botas de goma.
—¡Ah, Ingmar! —exclamé, y llevé a Paul hacia allí—. Este es Paul Ringström.
—Me alegro de conocerle. —Ingmar sonreía, pero en sus ojos brillaba una hostilidad similar a la que ya había visto en su gemelo—. Yo soy Ingmar Lejongård. Lejongård-Ekberg, en realidad, porque mis padres decidieron ponernos ambos apellidos. Pero solo doy el primero, para hacerlo más sencillo.
Paul parecía perplejo. Era evidente que no había contado con semejante presentación.
—Es un placer —contestó tras mirarme un instante.
—Puede tutearme con toda tranquilidad. Los amigos de Matilda también son mis amigos.
—Eres muy amable. Tú a mí también.
—Perfecto. Bueno, tengo que irme. ¡Nos veremos en la comida, Paul!
Ingmar me lanzó una sonrisa, dio media vuelta y desapareció. Estaba segura de que no tenía nada urgente que hacer, pero me sentí aliviada al ver que me dejaba a solas con Paul. Había temido que no se apartara de nosotros ni a sol ni a sombra.
—Es cierto que todavía no es más que un niño —susurró Paul cuando Ingmar ya no podía oírlo—. Y bastante engreído, además.
—No es engreído. Solo te ha señalado un hecho que es importante. El conde Lennard se apellida Ekberg, y la condesa, Lejongård. El doble apellido de sus hijos tiene sobre todo motivos dinásticos, para que ninguno de los linajes muera.
Paul sacudió la cabeza.
—Qué preocupaciones tiene esta gente…
—Es cierto, nosotros ni lo imaginamos. Y tampoco pienso llamar a nuestros hijos Wallin-Ringström. Somos gente sencilla y deberíamos alegrarnos de no tener que preocuparnos por si nuestro apellido muere o no.
—Bueno, a mi padre no le parecería mal que los Ringström tuvieran continuidad, aunque hay muchas familias que se apellidan igual. En cambio, no conozco a otros Lejongård.
—Por lo que a mí respecta, el apellido de tu padre no morirá —dije, y lo llevé al establo donde cobijaban a las yeguas con sus potros.
Los dejaban salir al campo, por supuesto, pero los llevaban a un pasto especial para que no les ocurriera nada malo. Luego, ya entrada la tarde, los recogían de nuevo para que descansaran.
DESPUÉS DE RECORRER los establos y una parte de los pastos, regresamos a la casa. Paul se anudó la corbata y yo me puse el vestido rojo que me había regalado Lennard para bajar a cenar.
Nos encontramos junto a la mesa del comedor, donde habían sentado a Paul a mi lado.
—Ah, conque este es el joven del que tanto nos ha hablado nuestra Matilda… —comentó el conde mientras le tendía la mano a Paul.
—Muchas gracias por invitarme —dijo este—. Matilda me ha enseñado la propiedad y debo decir que es impresionante.
—Pues espere a ver nuestros campos de labranza —repuso Lennard, medio riendo—. Sé muy bien que, para un hombre de ciudad, tal vez una finca puede resultar algo aburrida. En cambio, aquí tenemos aire limpio y mucha tranquilidad. Aprenderá a valorarlo cuando llegue a mi edad.
Nos sentamos y por un momento se hizo un silencio incómodo.
—Bueno, yo creo que existe una idea equivocada de la gente de ciudad —empecé a decir—. Nosotros también tenemos lugares tranquilos. Los parques, por ejemplo. O las terrazas cerca del agua. En ocasiones vamos al casco antiguo a pasear.
—Ay, sí, eso es precioso —comentó Agneta—. Yo iba a menudo con mi amiga Marit. —Se volvió hacia Lennard—. Creo que tendríamos que invitarla algún día.
—Con mucho gusto, cariño —dijo el conde, e hizo sonar la campanilla para indicar que las criadas podían empezar a servir.
Desde que vivía allí, aún no había visto a Marit, la amiga de Agneta. A veces la condesa hablaba de ella y contaba alguna anécdota, pero debía de hacer ya mucho de su última visita.
Una detrás de otra, las criadas fueron sacando fuentes con patatas, verduras y asado. Semejante despliegue no se veía todos los días. Me alegró que obsequiaran a Paul con un banquete en lugar de servir un simple pyttipanna, el salteado típico que comíamos de vez en cuando, si había sobrado un poco de asado o de otros platos.
Durante la comida tuve la sensación de que Ingmar y Paul se vigilaban el uno al otro como si estuvieran midiendo a su contrincante, aunque resultaba ridículo. Paul tenía veinte años, Ingmar había cumplido diecisiete esa primavera. Había un mundo entre ambos. Además, Paul tenía razón, a su lado Ingmar parecía aún un poco infantil. Aunque, pensándolo mejor, comprendía que, a ojos de Paul, Ingmar tenía una ventaja: siempre estaba cerca de mí, mientras que él se encontraba muy lejos.
—Bueno, señor Ringström, ¿cómo están las cosas por Estocolmo? —preguntó Agneta, intentando animar un poco la conversación.
—Oh, está cambiando mucho —repuso él—. Por todas partes se construye. Lo que hace unos años todavía parecía poco poblado, hoy son barrios muy animados de la ciudad. Casi cuesta creer que el resto del mundo sufra problemas económicos.
—¿Sigue usted las noticias? —preguntó Lennard.
—¡Desde luego! Por las noches, a menudo hablamos de política.
Vi que Agneta enarcaba las cejas con sorpresa. Fue solo un instante, pero me di cuenta.
—¿Y qué opinión le merecen los últimos acontecimientos de Alemania? El canciller imperial tiene una posición muy vacilante, y la agitación es cada vez mayor.
—Mi padre ve con preocupación el fortalecimiento de las fuerzas nacionalistas —respondió Paul—. Cree que de esas bandas que se pelean entre sí no puede salir nada decente. Pero los más necesitados escuchan a Hitler, y eso le parece peligroso.
—¿De modo que a su padre le interesa lo que ocurre en el extranjero?
—Tenemos algunos clientes en Alemania. Para nosotros no sería bueno que hubiera disturbios o estallara una guerra, ya que nos supondría pérdidas. Mi padre es muy práctico en eso.
—Parece un hombre impresionante —comentó Lennard—, pero creo que su inquietud en lo que respecta al negocio es infundada. El auge de la construcción de viviendas en nuestro país le ofrecerá sin duda un gran mercado, puesto que alguien tiene que amueblar esas casas.
—Cierto, mi padre y yo lo vemos con optimismo. —Paul me miró con disimulo y yo me sonrojé. Fue como si en ese momento pudiera leerle el pensamiento—. Algún día abriré mi propia filial. O incluso mi propia empresa.
Ya había imaginado que diría eso. Sonreí y sentí una mirada inquisitiva por parte de Agneta. ¿Quería descubrir lo que sentía por él? ¿Se preguntaba si de verdad haríamos buena pareja?
Se volvió de nuevo hacia Paul y empezó a charlar con él sobre arte. Jamás habría imaginado que mi novio supiera nada de pintura, pero estuvo a la altura. Me hizo sentir muy orgullosa.
DESPUÉS DE CENAR, lo acompañé hasta el coche. Me habría gustado ir con él, pero no quería rebasar los límites que me había impuesto Agneta.
—Ha sido una velada agradable —dijo Paul mientras tomaba mi mano en la suya—. Los Lejongård son buena gente. Me tranquiliza mucho que estés con ellos.
—Estaría mejor contigo. Pero tienes razón, son honrados y encantadores. Me tratan como si fuera su hija.
—Te lo mereces. Tu madre se alegraría mucho.
Asentí y lamenté que allí, en el resplandor del patio, no podía expresar libremente mis sentimientos.
—Nos veremos mañana, ¿verdad? —preguntó.
—Sí, mañana. Le pediré a Svea, la cocinera, que nos prepare una cesta de pícnic. Así podremos ir a ver los prados, o el lago.
—Suena muy bien.
—¿No te parece aburrido?
—Contigo jamás podría aburrirme.
Me atrajo hacia sí y me dio un beso en los labios. No fue tan apasionado como el del andén, pero esa sensación me acompañaría en mis sueños.
Cuando subió al coche y se alejó, sentí una inmensa nostalgia. ¡Y eso que solo estaba en el pueblo vecino! Podría verlo y pasar mucho tiempo con él, y aun así fue como si una parte de mi alma desapareciera en la oscuridad.