Capítulo 19

 

 

 

 

 

A LA MAÑANA siguiente mandé ensillar mi caballo bien temprano y fui a la cocina. Svea me había prometido tener lista la cesta de pícnic antes incluso que el desayuno.

Cuando entré, las criadas estaban cuchicheando.

—Buenos días —saludé, y callaron enseguida.

Rika estaba colorada. ¿Qué sucedía?

—Buenos días, señorita Matilda —dijo Lena—. Seguro que viene a por la cesta.

—Sí, y veo que ya la tengo preparada. ¿Dónde está Svea? Querría darle las gracias.

—Ha ido a ver a la señora Bloomquist, que desde ayer no se encuentra muy bien. Le ha llevado un poco de sopa.

—Entonces ya se lo agradeceré a la vuelta. ¡Salúdela de mi parte, por favor!

—Lo haré.

Volví a oír unas risillas detrás de Lena.

—¿Ocurre algo? —pregunté, convencida de que tanta alegría tenía que ver conmigo.

—No —respondió la doncella, avergonzada—. Solo que las chicas no hacen más que preguntarse si el joven que vino ayer de visita es su prometido.

Ajá, por eso los cuchicheos.

—No, es un viejo amigo de Estocolmo —expliqué. Para mí Paul era mucho más que eso, pero llamarlo «mi prometido» habría sido faltar a la verdad—. Está pasando una semana en la zona.

Las criadas pusieron cara de decepción.

—Qué lástima —comentó Rika—. Sería maravilloso celebrar una boda en la finca.

—Disculpe —dijo Lena—, es que hace poco les hablé de la boda de la condesa. Por entonces, yo misma no era más que una joven criada, y desde esa boda no ha vuelto a celebrarse ninguna otra en la finca, por eso las chicas están impacientes.

—Yo todavía tendré que esperar un poco —repuse—. Pero cuando me case, es muy posible que sea aquí. El pabellón es precioso.

—Tengo entendido que allí se casaron también los padres de la señora —explicó Lena—. Seguro que la condesa se alegraría mucho.

Todas me miraron con expectación.

—Bueno, será mejor que me vaya.

No quería darles motivo para que se pusieran a planificar mi boda por todo lo alto.

Di media vuelta, y ellas solo consiguieron contenerse hasta que llegué a lo alto de la escalera. Entonces volvieron a estallar los murmullos. ¿Estarían imaginando cómo sería mi vestido?

 

 

—¿O SEA QUE no te quedas a desayunar? —preguntó Ingmar cuando me dirigía a la puerta.

—No, y seguramente no volveré hasta la noche. Lo he hablado con tu madre y está de acuerdo.

Él puso cara de escepticismo.

—¿Y adónde iréis? ¡No pretenderás meterte en la habitación de ese tipo!

—No sabía que eso fuese asunto tuyo —espeté—. Además, no es ningún «tipo». Se llama Paul.

—Todavía me acuerdo, pero me parecería mejor si supiera dónde estáis. Nunca se sabe qué clase de golfo puede resultar.

—¡Paul no es ningún golfo! Es mi novio y jamás intentaría algo que yo no quisiera. ¡Conque no hables así de él!

Ingmar levantó las manos para apaciguarme.

—Solo lo decía en broma. Con el día que hace, seguro que iréis al lago o a los prados de los grandes sauces.

—Puede ser —dije.

Justo eso era lo que había pensado, de hecho. ¿Y si se presentaba allí de pronto? Aunque así fuera, Ingmar jamás llegaría a enfrentarse con Paul.

—Pues que lo paséis muy bien. Y si al final resulta que no es un caballero…

—Le echaré un buen sermón —terminé su frase—. ¡Hasta la noche!

Fuera, até la cesta a la silla del caballo. Quedó algo inestable, pero tampoco tenía pensado cabalgar a galope tendido. Monté y poco después crucé la verja de la propiedad.

Hacía una mañana espléndida y yo no cabía en mí de entusiasmo. ¡Nunca había pasado tanto tiempo con Paul!

En el pueblo no se veía mucha actividad a esas horas, todo el mundo estaba en los campos, aclarando los brotes de nabos y atendiendo el cereal.

Amarré el caballo delante del hostal y crucé la puerta, pero Paul ya venía hacia a mí.

—Qué puntual —constató, y me dio un beso.

Estaba segura de que todo el pueblo se enteraría, porque el dueño nos observaba desde el mostrador.

—Sí. Hoy hará bastante calor, así que quiero encontrar lo antes posible un lugar a la sombra.

—¿Y cómo llegaremos hasta allí? ¿No habrás traído un carruaje, por casualidad?

—No, pero sí mi caballo. Y una cesta de pícnic.

—Ya sabes que yo no monto.

—No hará falta. Llevaré al caballo de las riendas. Los prados de la finca no están muy lejos.

En realidad me habría gustado ir al lago, pero después de hablar con Ingmar estaba convencida de que se presentaría allí. En los pastos estaríamos más seguros.

—¿Y podremos llegar a pie?

—No se tarda ni media hora. —Le di la mano—. Vamos, tengo provisiones.

Lo saqué a la calle y desaté el caballo. El pueblo seguía medio dormido, solo se veía un gato acicalándose sobre una valla.

 

 

TRAS UNA BREVE excursión llegamos al lugar que había escogido. A esas alturas conocía los pastos como la palma de la mano, y allí tendríamos sombra durante todo el día sin que llegáramos a pasar frío.

Extendí la manta que llevaba en lo alto de la cesta de pícnic bajo un roble de ramas muy amplias. Svea había pensado en todo. La cesta contenía unos patés, panecillos, huevos duros, galletas y un poco de jalea y mantequilla, además de fruta. También había metido un bote de fresas confitadas y un termo de café.

—Tenemos todo lo que necesitamos para un día entero —dije después de disponerlo sobre la manta—. No me digas que disfrutas de algo así todos los días…

Paul me atrajo hacia sí, sonriendo.

—Pues no, esto no ocurre siempre. —Me besó, y juntos nos dejamos caer sobre la manta—. Ni siquiera Daga organiza semejante despliegue para su novio —añadió.

—¿Que Daga tiene novio?

—Sí, se llama Arndt y trabaja en una oficina. Si quieres saber mi opinión, es un buen partido. Por desgracia, sus padres viven en Småland, y eso queda bastante lejos. Tienen una vidriería allí.

—A Daga le encantan las piezas de cristal fino —comenté.

—Sí, mi hermana tiene debilidad por esas cosas. Espero que Arndt pueda permitirse una casa bien grande para que puedan llenarla de cachivaches.

—¿Crees que se casará con él?

Tenía que volver a escribir a Daga enseguida, porque aún no me había contado nada de ningún novio. Seguro que estaba demasiado ocupada con la costura, pero teníamos que dedicarnos algo más de tiempo la una a la otra.

—¡Pues quién sabe! Podría ser. Daga es como tú: cuando se le mete un hombre en la cabeza, ya no lo suelta.

—Yo no soy así —repliqué.

—Ya lo creo. Las dos sois como la pastorcilla que quiere casarse con el príncipe. —Y modulando la voz añadió—: «¡Ya veréis como lo consigo!».

Conocía muy bien el cuento al que se refería.[2]

—Pues espero que también Arndt tenga una piedra mágica que le diga que ha encontrado a su verdadera novia. En los cuentos, la vida parece mucho más sencilla.

—Pero también es más peligrosa. —Paul arrancó una uva del racimo y se la metió en la boca.

Comimos con tranquilidad y disfrutamos de cada bocado que nos había preparado Svea. Después nos tumbamos abrazados en la manta y contemplamos la bóveda de hojas que teníamos por encima. Su suave susurro me adormeció. No habría deseado estar en ningún otro lugar.

—¿Sabes? —dije, porque quería mantenerme despierta para no perderme ni un minuto con Paul—. Esta mañana, las criadas me han preguntado si nos casaríamos en la finca.

—¿De verdad?

—Les he dicho que aún no lo sabía. Y que, además, todavía somos demasiado jóvenes para casarnos.

—¿Ah, sí? Hace nueve meses lo veías de otro modo.

—Hiciste bien en no dejarte convencer —repuse—. Estaba desesperada, lo único que quería era salir de aquí, pero ahora sé que no habría sido lo correcto. Uno de nosotros debe ser mayor de edad. Si no, todos se entrometerán constantemente en nuestras decisiones.

—En eso tienes razón. ¿Crees que la condesa nos dará su consentimiento?

—Dependerá en gran medida de cómo te comportes aquí.

—¿Te lo ha dicho ella? Ayer estaba bastante nervioso.

—Nadie me ha dicho nada, pero creo que a Lennard le caíste bien.

—¿Y a Agneta?

—No me ha hecho ningún comentario.

—Entonces es que no está entusiasmada.

Paul arrancó una brizna de hierba y la hizo girar entre sus dedos.

—No quiere que me case demasiado pronto ni que corra la misma suerte que mi madre.

—¿Que seas una criada?

—Que me quede embarazada antes de casarme. Aquí no se habla mucho de ello, pero por lo visto mi madre ya estaba encinta antes de abandonar la casa. Aunque no tengo ni idea de cómo lo consiguió mi padre, porque también sobre eso guardan silencio.

—¿Y las criadas? —preguntó Paul—. ¿Llegaron a conocerla?

—Lena sí, y seguro que la vieja señora Bloomquist también, pero no dice mucho. A esa mujer solo le importan la cocina y los platos que hay que preparar. Nunca se casó.

—¿Lena no quiere casarse?

—No lo sé. No comentamos esas cosas, y me alegro de que no hablemos sobre el matrimonio todo el rato.

Me volví hacia Paul. Su rostro se había transformado notablemente desde la última vez que lo vi en Estocolmo. Era más anguloso y masculino. Había perdido los rasgos infantiles más rápido que yo.

Me devolvió la mirada, acercó la brizna de hierba a mi cara y me acarició con delicadeza las mejillas y el labio inferior. Al principio me hizo cosquillas, pero luego sentí algo diferente: una suave calidez que me subió desde el bajo vientre y me llenó el pecho y el corazón. A eso le siguió un hormigueo agradable, como de impaciencia.

Paul pareció notarlo. Oí que su respiración se aceleraba, lo vi tragar saliva. Poco después apartó la hierba, se inclinó y me besó. Fue un beso diferente a los que me había dado antes. Abrió mis labios con los suyos y deslizó la lengua en el interior de mi boca, suave y ansiosa a la vez.

Me acerqué más a él, completamente desarmada, y lo besé también. Paul puso las manos sobre mi cuerpo y yo lo estreché en mis brazos. Me acarició el costado con la mano y descendió por mi cadera hasta llegar al muslo.

Sus caricias me aceleraron tanto el corazón que casi creí que se me saldría del pecho. Noté unas palpitaciones en la entrepierna, una sensación que me sobrevenía a veces cuando pensaba en Paul en secreto. Entonces me ponía la colcha entre los muslos y apretaba para que parase y, así, dejar de imaginar cómo sería nuestra noche de bodas.

El placer me sobrepasó por un instante, pero entonces recordé la advertencia de Agneta. Tal vez fuera aún virgen e inexperta, pero sabía adónde llevaba aquello. Mi madre se había quedado embarazada antes de casarse, y yo no quería que me ocurriera lo mismo.

Le detuve la mano.

—No —dije en voz baja—. Será mejor que paremos.

Paul se apartó, jadeante. Todavía tenía el rostro encendido. Me miró unos segundos con desconcierto y después se dejó caer hacia atrás. Yo me erguí. El corazón me latía en la garganta. Jamás había deseado algo con tanta intensidad, pero tampoco había sentido tanto miedo.

—Perdona —dijo, y se incorporó también— Solo pensaba en…

—Shhh… —Le hice callar porque había oído algo.

Se acercaba un jinete. Cuando reconocí a Ingmar, me levanté. No quería que me viera en brazos de Paul.

—Aquí estás —dijo al llegar hasta nosotros—. Te estaba buscando.

—¿Y eso? —pregunté con cierta inseguridad—. Ya le he dicho a tu madre adónde iba.

—Sí, pero nunca se sabe con quién puedes encontrarte. —Y miró a Paul con ojos desafiantes.

—Supongo que me recuerdas —dijo este.

—Por supuesto que te recuerda —repuse yo—. ¿Qué quieres, Ingmar? ¿Ha pasado algo importante?

—No. Solo he salido a cabalgar por los pastos para ver si todo estaba en orden. ¿Os molesto?

—Pues sí, nos molestas —contesté. ¿Cuánto debía de haber visto? ¿Y si Paul y yo hubiésemos…? ¡No quería ni pensar en lo que habría ocurrido!—. Mejor vuelve a casa, Ingmar, por favor. Yo no te fastidiaría el plan si hubieses quedado con una chica.

—Está bien. ¡Hasta esta noche!

Sentí claramente que Ingmar hervía por dentro. ¿Por qué tenían que ser los hombres de esa manera?

Hizo dar media vuelta a su caballo y lo espoleó. El tordo rodado aceleró en dirección a una pequeña zanja que habían abierto para que los pastos no se inundaran de agua. No era muy ancha, pero tenía bordes abruptos y resbaladizos.

De repente supe lo que se proponía. Quería demostrarme que era capaz de saltar esa acequia improvisada.

—¿Siempre es así? —preguntó Paul a mi lado.

No pude hacer más que mirar la zanja con preocupación. Mi profesor de equitación me había advertido que tuviera cuidado con ella. Ingmar era un jinete mucho más experto que yo, pero esa maniobra era del todo innecesaria.

—No sé qué le ha entrado.

Miré a Paul y un instante después oí un fuerte grito.

Al volverme, Ingmar había desaparecido. ¿Se había caído en la zanja? El caballo tampoco estaba por ninguna parte.

—Maldita sea —murmuré, y eché a correr.

—¿Adónde vas? —preguntó Paul.

No respondí. El corazón me latía a toda velocidad.

—¡Ingmar! ¿Estás bien?

Mientras corría, el diafragma se me tensó tanto que apenas me dejaba respirar. Por fin llegué a la zanja, y lo que vi allí me hizo gritar con pavor. Ingmar se había caído con el caballo. El animal debía de haberse partido la nuca. Lo peor, sin embargo, era que Ingmar había quedado atrapado debajo. Yacía inerte bajo el animal, con las piernas y el tronco en el agua. Por suerte, el nivel no estaba muy alto.

—¡Paul! —grité, aunque estaba a pocos pasos de mí—. ¡Ayúdame!

Paul llegó corriendo.

—¿Qué ha…? —empezó a decir, pero en cuanto lo vio se quedó sin voz.

—¡Tenemos que sacarlo de debajo del caballo! ¡Deprisa!

Salté a la zanja e intenté agarrar a Ingmar de los brazos, pero no encontraba ningún punto de apoyo. Además, el animal lo aprisionaba como una losa de piedra.

—¿Puedes mover un poco el caballo? —le pedí a Paul, que estaba allí inmóvil como un pasmarote—. Si no, no conseguiremos sacarlo.

Paul se aproximó y empujó al animal con el hombro. Al principio no se movía, pero cuando apretó con las manos bien apoyadas contra la pared de la zanja, consiguió desplazarlo lo justo para que el cuerpo de Ingmar se deslizara un poco hacia un lado. Intenté tirar de él, pero enseguida me di cuenta de que pesaba demasiado para mí.

—¡Ayúdame! Sola no puedo.

Paul dejó el caballo y se acercó a mí. Le hice sitio, y él agarró a Ingmar de las axilas. Quería ayudarlo, pero no sabía muy bien por dónde asirlo.

Paul soltó entonces un grito enorme y al mismo tiempo dio un fuerte tirón. Por fin aparecieron las piernas empapadas de Ingmar. Casi no me atrevía a tocarlas por miedo a que estuvieran rotas, pero Paul no conseguiría sacarlo solo.

—Sostenlo un momento —pidió—. Tiraré de él desde arriba para subirlo a la hierba.

Rodeé el torso de Ingmar con los brazos, pero su cuerpo seguía pesando demasiado. Apreté los dientes mientras Paul salía de la zanja como buenamente podía.

—¡Date prisa! ¡No aguantaré mucho más!

—¡Ya voy!

Se tumbó en el suelo y alargó los brazos hacia Ingmar. Lo agarró y tiró con todas sus fuerzas. Yo intenté colaborar estirando de las piernas, y cuando noté que Paul ya lo tenía, salí de la zanja también.

—¡Cuidado! —advertí cuando iba a dejarlo sobre la hierba—. Quizá se haya roto algo.

—Es muy probable.

Me agaché junto a su cabeza.

—¿Ingmar? —lo llamé, y le toqué las mejillas con cuidado—. ¡Ingmar, despierta!

Pero no se movía. Le busqué el pulso y lo encontré, aunque muy débil.

—Iré a buscar al médico. ¡Tú cuida de él!

Me levanté de un salto y corrí hacia mi caballo. Paul dijo algo, pero los latidos de mi corazón resonaban a tal volumen en mis oídos que casi no lo entendí. Cuando desaté al animal, miré hacia el caballo de Ingmar. Tenía la cabeza torcida por el cuello en un ángulo antinatural. Maldita sea, ¿por qué había tenido que fanfarronear así?

Cuando llegué al pueblo, el estómago me dolía y las piernas me temblaban del miedo. No sabía dónde estaba la consulta, porque siempre iba a la mansión a atendernos. Era el hijo del viejo doctor Bengtsen, que había muerto un par de años antes. Agneta me había comentado lo mucho que se alegró de que el hijo tomara el relevo del padre.

Por suerte, en una calle encontré a un hombre que me dio indicaciones, y poco después desmonté frente a la consulta. El médico estaba en sus horas de visita, y en la sala de espera había dos mujeres mayores y un hombre. En el consultorio se oían voces, pero yo no podía esperar, así que abrí la puerta de golpe e irrumpí dentro.

—¡Doctor Bengtsen, venga enseguida, por favor! —exclamé al verme ante el desconcertado médico, que estaba auscultando la espalda a un paciente—. Ingmar Lejongård se ha caído del caballo. ¡Está inconsciente!

El médico iba a protestar, pero se tragó sus palabras.

—¿Dónde? —preguntó, y se arrancó el estetoscopio del cuello.

—En los prados, cerca del lago.

—¿Ha venido usted a caballo?

—Sí —respondí—. Lo llevaré hasta allí.

—No, bastará con que la siga. Espéreme fuera, por favor, enseguida voy.

Asentí y salí del consultorio. Los pacientes que esperaban lo habían oído todo y me miraban con ojos desorbitados. Corrí hacia la calle.

Apenas unos instantes después, el médico sacó su caballo del establo. Supuse que llevaría el instrumental en las alforjas repletas. El hombre montó y partimos.

 

 

ESPOLEÉ AL CABALLO todo lo que pude, sin pensar siquiera que nunca había galopado a semejante velocidad. No me detuve hasta llegar al lugar del accidente, y entonces corrí hacia Paul e Ingmar.

—¿Ha despertado? —pregunté, pero yo misma vi que seguía con los ojos cerrados.

Posé la cabeza en su pecho; se oían latidos, pero ¿y si había sufrido alguna lesión interna?

Un instante después llegó el médico. Abrió su maletín, sacó el estetoscopio y empezó a examinar a Ingmar con cautela.

—Vaya a la finca —me indicó—. Necesitamos un coche. Que el chofer se acerque todo lo que pueda. Debemos llevar al joven al hospital.

Un gemido desesperado salió de mi garganta. ¿Tan mal estaba? Tenía tanto miedo por él que no era capaz de moverme.

—¡Corra! —exclamó el médico.

Di media vuelta de golpe, y al hacerlo vi un instante el rostro de Paul. Estaba blanco. Me habría gustado abrazarlo, pero tenía que marcharme. Agneta debía enterarse de lo sucedido.

El camino hasta la finca se me desdibujó a causa de las lágrimas y de mi corazón desbocado. Temía por Ingmar, pero también estaba consternada por el terrible giro que había dado un día tan bonito.

Por fin crucé la verja, lo cual fue mérito del caballo, que casi había encontrado solo el camino de vuelta a casa. Cabalgué directa a la rotonda y salté de la silla. Al subir corriendo los escalones de la entrada sentí que me fallaban las rodillas y me desplomé, pero enseguida me puse de pie y seguí mi camino. Las criadas que había en el vestíbulo se sobresaltaron al verme.

—Señorita Matilda, ¿qué ha ocurrido? —preguntó Lena.

—La condesa —jadeé—. ¿Está en su despacho?

—Sí, claro.

—¡Gracias!

Subí la escalera con las rodillas temblorosas y por un momento temí que no me alcanzara el aire.

Una vez arriba, no llamé a la puerta, sino que entré directamente.

—¡Agneta, Ingmar se ha caído del caballo! —exclamé, y solo después me di cuenta de que también el conde estaba allí.

Lennard se volvió enseguida y la condesa se levantó de un salto.

—He ido a buscar al médico, pero necesitamos el coche. Hay que llevarlo al hospital.

Agneta palideció.

—¡Dios mío! —gimió, y corrió hacia la puerta.

Su marido la siguió.

—¿Dónde ha sido? —preguntó Lennard mientras bajábamos la escalera.

—En los prados, cerca del lago. Ha querido saltar una zanja, pero el caballo ha resbalado y se ha caído dentro. Enseguida hemos ido a ayudarle.

—¿Habéis ido? ¿Quiénes? —se extrañó el conde.

—Paul y yo. Estábamos haciendo un pícnic cuando Ingmar ha aparecido por allí y ha querido demostrarnos lo bien que monta. —No, había fanfarroneado, pero eso no podía decirlo.

De todos modos, Agneta no parecía oírme. Tenía la mirada perdida y sus movimientos eran mecánicos.

Poco después oí el rugido del motor y la condesa me indicó que me subiera al coche.

—¡Enséñame dónde ha sido!

También el conde montó, y entonces ella pisó el acelerador. Los neumáticos giraron y levantaron la grava.

Guie a la condesa hasta el prado. Agneta dejó la carretera y se metió por un camino que los carros habían abierto en la hierba. El vehículo traqueteó como protesta, pero enseguida vi el cadáver del caballo y luego también a Ingmar, Paul y al doctor Bengtsen. Esa imagen me cerró el estómago.

Agneta puso el freno de mano, apagó el motor y saltó del coche. Jamás la había visto correr tan deprisa.

—Doctor Bengtsen, ¿cómo está mi hijo? —preguntó presa del pánico.

—Vive, pero me temo que podría tratarse de una fractura en la espalda. En cualquier caso, no puedo comprobarlo aquí, hace falta una radiografía. Según la gravedad de las fracturas, tendrá que quedarse en el hospital.

Aquello no tenía buen aspecto, pero me alegraba que al menos estuviera vivo.

Miré a Paul. Seguía allí de pie, conmocionado, y evitaba mirar a nadie. Me acerqué a él y le acaricié el brazo.

—¿Ha recuperado la consciencia? —pregunté en voz baja.

—No. El médico ha intentado despertarlo poniéndole sales bajo la nariz, pero no se ha movido.

Miré a Ingmar, preocupada. «¡Venga, despierta! —rogué en silencio—. Siéntate y dinos que solo te has desvanecido un momento. ¡Dinos que todo va bien!»

Sin embargo, sus ojos seguían cerrados y su boca no se movía. Tenía la cara completamente blanca. No veía sangre, pero ¿acaso importaba? Las hemorragias no siempre eran externas, a veces la sangre se derramaba por dentro y mataba a una persona.

—Conde Ekberg, ¿querría ayudarme a llevar al joven hasta el coche? —pidió el médico—. Tendremos que conducir con mucho cuidado para que la columna no reciba más daños, pero no se me ocurre otra forma mejor de transportarlo. Si esperamos a que llegue hasta aquí la ambulancia, habremos perdido un tiempo valiosísimo.

—Conduciré yo misma —dijo Agneta.

—¿Estás segura? —preguntó Lennard, pero la mirada de su mujer lo hizo callar.

—Bueno, deslice los brazos con cuidado bajo su cuerpo y yo haré lo mismo por el otro lado. —Tras decir eso, se volvió hacia Paul—. Y usted, joven, ayúdenos con las piernas.

Por la cara de Paul, parecía que el médico le hubiera pedido que saltara a la boca del infierno, pero enseguida se puso en marcha. Entre todos levantaron a Ingmar. Aunque eran tres hombres, les costó transportar su cuerpo inerte. Lo llevaron hasta el coche muy despacio y con un cuidado inmenso. Yo me adelanté y abrí la puerta. Por suerte, la capota estaba bajada y pudieron maniobrar bien. Colocaron a Ingmar sobre el asiento de tal manera que tuviera la espalda recta.

—Yo iré detrás con él —dijo el médico, e intentó meterse en el espacio libre que quedaba entre los asientos delanteros y el banco posterior.

—¿Cabrá? —preguntó Agneta, porque el hombre tuvo que adoptar una postura muy poco natural.

—Sí, estaré bien. Lo principal es que el joven no se mueva en el asiento.

La condesa asintió.

—Matilda, ¿querrías acompañarme?

—Sí, por supuesto, pero… ¿no sería mejor que fuese su marido?

—Mi marido tiene que regresar a la finca. Estamos esperando una llamada importante del caballerizo del rey y no podemos dejar de atenderla.

Ya había oído que Clarence von Rosen se había puesto en contacto con la finca por un par de sementales.

—Está bien, iré con usted —dije, y regresé de nuevo con Paul.

Me daba una pena horrible, porque nos habíamos imaginado ese día de una forma muy diferente.

—Acompañaré a la condesa al hospital —expliqué—. ¿Nos vemos cuando vuelva?

—Sí, nos vemos entonces.

Lo abracé y sentí que temblaba. ¿O era mi propio cuerpo? No pude distinguirlo.

Me separé de él y corrí al coche. Agneta hablaba con Lennard por la puerta abierta del conductor.

—Prepárale una bolsa con un par de cosas, por favor, seguro que tendrá que estar unos días en el hospital.

—Lo haré, no te preocupes, cariño. Tú no te separes de él.

—¡Y suerte con el caballerizo! No dejes que te regatee demasiado. ¡Nuestros caballos valen lo suyo!

—Entendido. ¡Tened cuidado!

Me senté en el lugar del acompañante y recordé que ahí era donde normalmente iba Magnus cuando nos llevaban a clase. Agneta puso el motor en marcha.

—¿Está usted bien, doctor? —preguntó mirando por el retrovisor.

—Sí, señora. Estoy bien.

Entonces arrancó con mucho cuidado, como si condujera sobre arenas movedizas.