MIENTRAS NOS DESLIZÁBAMOS por la carretera casi a hurtadillas, porque Agneta no quería arriesgarse a que el coche se metiera en ningún bache, yo no hacía más que volverme a mirar a Ingmar.
Esperaba que por lo menos recobrara la consciencia, pero su estado seguía siendo el mismo. Parecía dormido, pero su palidez era alarmante. Me dio rabia no saber más sobre fisiología humana. ¿Qué se le podía haber roto que causara semejante blancura? Estaba asustadísima, y no era la única. Agneta conducía muy concentrada, pero en sus ojos se percibía la desesperación. Todo su cuerpo estaba tenso, sus manos se aferraban al volante con tanta fuerza que los nudillos sobresalían blancos.
Después de una hora que se nos hizo interminable, llegamos a Kristianstad. Enseguida se formó una cola de vehículos detrás de nosotros, y algunos tocaron la bocina porque no podían avanzar todo lo deprisa que querían. Fue entonces cuando comprendí lo estresante que resultaba la ciudad y lo impacientes que eran sus habitantes.
Por fin llegamos al hospital, un edificio alto de color blanco con muchas ventanas. Casi parecía un hotel, solo que ya de lejos creí percibir el olor a desinfectante. Cruzamos la verja, pero no nos detuvimos frente a los escalones de la entrada principal, sino que dimos la vuelta al recinto. La entrada trasera era algo más ancha y estaba a nivel del suelo. Por allí se podía transportar a los heridos con mayor comodidad.
El médico dejó escapar un leve gemido al bajar del coche, pero en cuestión de segundos se recuperó y entró corriendo en el hospital.
Agneta siguió unos instantes con las manos en el volante, pero enseguida se apeó también. Abrió la puerta trasera y le acarició la frente a Ingmar con cariño.
—Despierta, hijo mío —susurró—. No puedes dejarnos así. ¿Qué haré yo sin ti? ¿Qué haremos todos?
Vi que una lágrima resbalaba por su mejilla, luego se inclinó y le dio un beso. Ese gesto me conmovió tanto que yo misma rompí a llorar, aunque intenté controlarme. Agneta no necesitaba a una llorona a su lado, sino a alguien en quien poder apoyarse. Igual que me habría hecho falta a mí cuando se llevaron el cadáver de mi madre. Por desgracia, no lo tuve; las vecinas fueron mi única ayuda.
El doctor Bengtsen volvió a salir enseguida, y tras él llegaron varios hombres y mujeres vestidos de blanco empujando una camilla.
Los instantes que siguieron se desplegaron extrañamente ralentizados ante mis ojos. Vi que Agneta se apartaba y se secaba las lágrimas con la mano, y que los hombres lo sacaban del coche con cuidado y lo colocaban en la camilla. La cabeza se le inclinó un poco hacia un lado y pensé que podía tratarse de la nuca. No sabía qué aspecto tenía un cuello partido, pero temí que fuera eso lo que le ocurría a Ingmar.
Al fin lo llevaron dentro a través de la amplia puerta. A mi alrededor revoloteaban frases sueltas, y de repente sentí que el suelo se movía bajo mis pies. Entonces noté una mano en el hombro.
—Vamos, Matilda —dijo la condesa.
—Disculpe, no me encuentro muy bien. Me gustaría quedarme un momento más aquí fuera.
Agneta asintió, me soltó y siguió a la camilla. Vi cómo la puerta se los tragaba a todos y cerré los ojos con fuerza. Notaba un zumbido sordo en los oídos. «No te desmayes —me dije—. ¡No te desmayes!»
Permanecí un rato inmóvil, sin percatarme de lo que ocurría alrededor. Sin embargo, el zumbido cesó de pronto y en su lugar oí los latidos de mi corazón. Sentí que la sangre regresaba a mis extremidades y abrí los ojos.
Todavía estaba de pie, lo cual me pareció un milagro. Mi cuerpo recuperó las fuerzas. Ante mí tenía el coche, al que alguien había cerrado las puertas. Pasé junto a él y entré en el hospital.
Me encontré con un laberinto de escaleras y pasillos. No sabía adónde tenía que ir, así que pregunté a una enfermera. La mujer me envió a la primera planta, a un pasillo donde debía esperar. Al llegar me senté en una silla plegable. Allí todo estaba tranquilo salvo por los ruidos amortiguados que llegaban desde el otro lado de unas puertas. ¿Estaría Ingmar tras ellas? ¿Qué estarían haciendo los médicos con él?
Sin querer me toqué la muñeca y me sobresalté. Había perdido la pulsera de Ingmar, y con el susto no me había dado ni cuenta. ¿Se me habría roto al sacarlo de debajo del caballo? Sentí el impulso de salir corriendo a buscarla, pero comprendí que estaba en el hospital y que no regresaría a casa hasta que Agneta me llevara con ella.
Se me humedecieron los ojos. ¿Y si haber perdido la pulsera era un mal augurio? Seguro que Ingmar se enfadaría mucho. Pero ¿por qué le daba vueltas a eso? ¡Estaba luchando entre la vida y la muerte!
Solo un instante después, las puertas de la unidad se abrieron y salió Agneta. Le caían mechones despeinados por la cara, caminaba encorvada y con los brazos a los lados. Me levanté de golpe.
—¿Qué ha pasado? ¿No está bien?
Se sentó en una silla y soltó un hondo suspiro.
—Acaban de hacerle una radiografía, ahora hay que esperar. En cualquier caso, tiene una grave conmoción cerebral. Si se ha roto algo o tiene lesiones internas, no lo sabremos hasta que revelen la placa. Mientras tanto, debemos tener paciencia.
Al menos eso significaba que seguía vivo, aunque todavía no consiguiera alegrarme por ello. ¿Y si no volvía a caminar, o no podía montar?
Puse una mano en el brazo de Agneta.
—Lo siento mucho.
Ella sacudió la cabeza.
—No tienes por qué. Solo desearía que Ingmar hubiese ido con más cuidado. ¿Cómo se le ha ocurrido saltar esa zanja? Tendría que saber que era un salto demasiado grande.
Podría haberle explicado que quería impresionarme y presumir delante de Paul, pero ¿para qué causarle aún más dolor? ¿Y por qué meter a Paul en todo aquello? Él había mantenido la calma y no se había dejado llevar por las provocaciones de Ingmar.
—¿Sabes? Tengo una relación muy contradictoria con los hospitales —dijo Agneta de repente sin apartar la mirada de la pared, que estaba pintada de un verde lima apagado—. Aunque aquí se salvan vidas, a veces las cosas se tuercen.
Siguió mirando la pared un rato, después añadió:
—Mi hermano murió aquí. Igual que mi madre. La trajimos por un fallo cardíaco, pero para ella ya no había esperanza. Aun así, sería injusto afirmar que este lugar no da también la vida. En él nacieron Ingmar y Magnus. Fue un parto bastante difícil. Me temo que no estaría viva si no hubiese tenido el buen juicio de ingresar en el hospital. Aun así, siempre que vengo por una urgencia, siento un miedo terrible.
—Eso puedo entenderlo —repuse—, pero la muerte también llega a otros lugares. Mi madre murió en casa, por la noche. No la encontré hasta la mañana siguiente. Ojalá hubiese tenido la posibilidad de llevarla a un hospital. Tal vez los médicos la habrían ayudado, aún era muy joven para morir.
—Lo era, sí —coincidió Agneta conmigo—. Igual que mi padre. A veces la vida nos pone pruebas que parecen insuperables.
—Algunas no solo lo parecen —añadí—. En ocasiones solo quieres gritar.
La condesa me miró.
—¿Quieres gritar ahora?
—Más tarde —dije—. Cuando esté sola en el bosque. Ahora seguramente no sería apropiado, los pacientes podrían caerse de la cama.
Una ligera sonrisa asomó al rostro de Agneta.
Apenas un momento después, la puerta se abrió y apareció el doctor Bengtsen. Llevaba la chaqueta doblada sobre el brazo y en la camisa se le veían manchas de sudor. Tenía el rostro congestionado.
La condesa se levantó de un salto.
—¿Ya está listo para que lo ingresen?
—No, pero no tardarán mucho. He hablado con mi colega. Tras un primer examen, descarta que la nuca esté afectada, lo cual es bueno. Sin embargo, tenemos que ver qué ha ocurrido con el resto de la columna. En el peor de los casos, el joven tendrá que pasar un tiempo con una escayola de cuerpo entero, pero eso lo decidirán aquí. Me temo que debo regresar a mi consulta.
—Llévese mi coche —dijo Agneta, que entonces me miró a mí—. ¿Y sería tan amable de acompañar a Matilda a Lejongård?
—Desde luego.
—Pero es que yo desearía quedarme —protesté.
—Ya vendrás más adelante —repuso la condesa—. Ahora no puedes hacer mucho. Por favor, comprueba que mi marido le haya preparado la bolsa a Ingmar. Si no lo ha hecho, ayúdale. ¿Querrás?
Asentí y Agneta le dio la llave del coche al doctor Bengtsen.
—Cuídese, y cuide también de Matilda. Cuando regrese, hablaremos y le pagaré sus honorarios.
Dejamos aquel pasillo y bajamos a la calle. Me habría gustado preguntarle algo más al médico, pero no me atrevía. Quizá sus palabras solo consiguieran inquietarme.
Montamos en el coche. El doctor Bengtsen parecía saber lo que hacía, porque arrancó con tanta naturalidad como si fuera suyo.
—Aprendí a conducir en el ejército —explicó—. Una de las mejores cosas que saqué de allí. ¿Usted no quiere sacarse el permiso de conducir algún día?
En ese momento no me apetecía hablar de vehículos, pero entendí que el hombre pretendía distraerme para que no estuviera tan angustiada.
—Desde luego —respondí—. Me maravilla ver conducir a la condesa.
—Sí, la condesa Lejongård es una mujer excepcional. Mi padre estuvo muy unido a su familia, y comprendo bien por qué.
Como no debía prestar atención a las heridas de Ingmar, el médico condujo más deprisa que Agneta un poco antes, así que llegamos a Lejongård en tres cuartos de hora. El caballo del hombre estaba atado en el patio, donde Lennard lo había dejado a la sombra de un árbol. El médico apagó el motor y me entregó la llave.
—Salude al conde de mi parte y pídale que me tengan al corriente. Espero sinceramente que las lesiones del joven no resulten demasiado graves.
—Gracias, doctor Bengtsen —contesté, y le estreché la mano.
Mientras él salía a caballo de la propiedad, yo subí la escalera. Lennard estaba en el despacho, caminando nervioso de un lado a otro. Cuando crucé la puerta, se sobresaltó.
—¡Matilda! —exclamó con sorpresa.
—Su mujer se ha quedado en el hospital y el doctor Bengtsen me ha traído en coche. A Ingmar ya le han hecho las radiografías.
—¿Sabes cómo está?
—No tiene nada en el cuello. Aparte de eso, por desgracia, no hay novedades. Su mujer ha dicho que debemos esperar el resto de resultados de los rayos X. Es posible que estén listos cuando volvamos.
—Bien. ¿Podrías prepararle una bolsa, por favor? Yo tengo que tranquilizarme un poco.
Asentí y salí del despacho.
NO TENÍA NI idea de dónde guardaba Ingmar sus cosas, pero esperaba que no se enfadara si se las desordenaba.
Estaba muerta de miedo. En realidad me daba igual que se molestara conmigo, lo único que deseaba era que viviera. Que no le quedaran secuelas. Esa palidez de su rostro… También el cadáver de mi madre estaba así de blanco cuando lo encontré. Reprimí ese recuerdo y me obligué a concentrarme. ¿Qué necesitaría Ingmar? Ropa limpia, un pijama. ¿Calzoncillos? ¿El cepillo de dientes? ¿Un libro, por si se aburría?
Mi mirada se topó con la maqueta. La tenía casi acabada, pero yo había estado tan ensimismada pensando en Paul que no había vuelto a acordarme de ella.
Abrí el armario. Olía a madera de cedro, pero también a jabón y a Ingmar. Sentí que me sonrojaba al escoger uno de sus pantalones. Era como si estuviera tocando su cuerpo. De repente me dio muchísima vergüenza. Saqué un pantalón y una de las camisas que colgaban en las perchas. ¿Qué más necesitaría? Era verano, así que no le haría falta ningún jersey. ¿Una camiseta interior? Por suerte, Lennard apareció justo entonces.
—Bueno, ¿cómo va por aquí? —dijo mientras sacaba una bolsa grande del armario—. Veo que ya has elegido algo.
—No me aclaro mucho con la ropa de los chicos —dije, disculpándome.
—Ya sigo yo. Tal vez quieras buscarle un libro. Seguro que se alegrará de tener algo de lectura.
Iba a salir corriendo cuando vi que Lennard se estremecía. Me acerqué a él y le puse la mano en la espalda.
—¿Se encuentra bien? —pregunté, lo cual era una tontería. Por supuesto que no se encontraba bien.
—Sí, se me pasará enseguida. Ve a por ese libro y yo me ocupo de lo demás.
Lo dejé y salí. Tenía las manos heladas, la inquietud me crecía en el pecho con cada minuto que pasaba, pero hacer algo por Ingmar me distrajo un poco. En la biblioteca tuve que buscar un rato hasta que al final di con algo que pudiera gustarle. Una novela de Julio Verne titulada Cinco semanas en globo. Trataba sobre un investigador que había inventado un nuevo tipo de globo aerostático y quería viajar con él por todo el mundo. El libro era muy antiguo y no tenía ni idea de si Ingmar lo habría leído ya, pero aun así esperé que le alegrara.
Cuando salí de la biblioteca, Lennard ya estaba bajando la escalera con la bolsa preparada. Tenía la cara enrojecida; seguramente había llorado. También yo sentía que el miedo por Ingmar estaba a punto de vencerme, pero intenté mantenerme entera.
—¿Ya estás? —preguntó el conde.
Le enseñé el libro.
—Buena elección. A Ingmar le encanta volar. No sabía que tuviéramos ese título en la biblioteca. Qué buen ojo. En fin, será mejor que salgamos, ¿no?
Lo seguí hasta el coche.
CUANDO ENTRAMOS EN el hospital, nos cruzamos con un par de enfermeras vestidas de blanco que debían de haber acabado el turno. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al percibir el olor del desinfectante. El conde llevaba la bolsa y yo, solo el libro bajo el brazo. Durante el trayecto apenas habíamos hablado. Al igual que yo, Lennard estaba absorto en sus pensamientos. Al llegar a la puerta lo oí suspirar profundamente. Me habría gustado decir algo para tranquilizarlo, pero yo también estaba muy asustada.
Nos apresuramos por los pasillos. El conde detuvo a una enfermera que nos dio indicaciones. Por lo visto, ya habían llevado a Ingmar a una habitación. Entramos y vimos a Agneta sentada junto a su cama.
Ingmar llevaba un camisón blanco con pequeños lunares azules. Tenía una pierna escayolada y apoyada sobre un montón de mantas dobladas. Seguía con los ojos cerrados. ¿Sabía que estábamos allí?
Cuando la condesa nos vio, se levantó y abrazó a su marido.
—¡Qué bien que hayáis venido! Han traído a Ingmar a la habitación hace una media hora.
—¿Y qué dicen los médicos?
—Tiene conmoción cerebral y traumatismo cervical. Se ha roto la pierna y dos costillas.
—¿Ha llegado a despertar en algún momento?
—Sí, pero no creo que se haya enterado de nada. Le han dado un analgésico muy fuerte. Los médicos creen que mañana ya podremos hablar con él.
Respiré tranquila al oír eso. Por lo menos se había despertado. Sus heridas parecían graves, pero era evidente que estaba fuera de peligro.
—Ha tenido mucha suerte —añadió su madre—. De haber sido la caída algo peor, podría haber muerto.
Apreté los labios. Qué agradecida estaba de que eso no hubiera ocurrido. Cuando Ingmar regresara a casa, le tiraría de las orejas por haber hecho semejante tontería.
De momento, le dejé el libro en la mesilla. Parecía que tendría que quedarse allí una temporada.