ESA NOCHE ME costó mucho dormirme. En cuanto cerraba los ojos, volvía a ver la caída de Ingmar. El peligro había quedado atrás, cierto, pero podría haber ocurrido cualquier cosa. Podría haber muerto solo por impresionar a Paul.
Al final no aguanté más bajo las sábanas y me destapé. Me levanté y empecé a caminar por la habitación. Quería… No, tenía que hacer algo. Pero ¿el qué?
Me acerqué a la ventana y descorrí la cortina para contemplar la noche. La oscuridad era casi total, las nubes tapaban la luna. En cambio, vi reflejado mi rostro en el tenue resplandor.
Por algún motivo pensé en Magnus. Llevaba algo más de una semana con sus compañeros en el campamento de verano. Entre tanta agitación, nadie se había acordado de él. ¿Tendrían teléfono en el internado? En ese caso, seguro que Agneta llamaría para informarle. Pero ¿bastaba con eso? ¿No sería mejor que alguien le escribiera una carta? ¿O debíamos esperar a que regresara? Casi me sentí tentada de sacar papel y pluma, pero comprendí que tampoco sabía exactamente dónde se encontraba. Además, una carta mía sería lo último que le gustaría recibir.
A LA MAÑANA siguiente fui cabalgando al pueblo. Cuando entré en la taberna, vi a Paul con la maleta hecha.
—Buenos días, Paul —saludé, desconcertada.
—Hola.
—¿Qué haces con eso? —Señalé su equipaje—. ¿No ibas a quedarte unos días más?
—Eso era antes del accidente. Me parece que ahora será mejor que me marche.
—Pero ¿por qué? Ingmar tiene una conmoción cerebral, se ha roto dos costillas y una pierna. Tendrá que pasar una temporada en el hospital, claro, pero… —Su mirada me hizo callar.
—Matilda. No puedo.
—¿No puedes qué? —Tardé unos segundos, pero de repente comprendí a qué se refería—. ¡No! ¿No estarás celoso de Ingmar?
Apretó mucho los labios. Me acerqué a él y quise abrazarlo, pero se apartó.
Lo miré disgustada.
—Pero ¿qué te pasa? ¡Tenía que ocuparme de él! Estaba herido.
—No es por el accidente, sino por cómo se comportó contigo. Con los dos. Como si yo fuera un rival molesto.
—¡Eso es un disparate! —repliqué, y sentí que empezaba a enfadarme de verdad.
—¿Lo amas? —preguntó, y me miró con ojos sombríos.
—¡No! Ingmar es como un hermano, nada más.
—Pues él parece verlo de otro modo. Si no, ¿por qué se le ocurrió cometer semejante imprudencia?
—No tengo ni idea de por qué lo hizo. Fue una estupidez. ¡Pero eso no significa que me guste más que tú!
—No, pero él está aquí y yo estoy lejos, en Estocolmo.
Sentí que algo se quebraba en mi interior. ¿Me estaba reprochando que tuviera que vivir en la finca de mi tutora? En su última carta parecía tener una opinión muy diferente. Entonces lo comprendí; era miedo. Miedo de la cercanía de Ingmar. Le asustaba que pudiera enamorarme de él, y seguramente creía que una finca significaría más para mí que una fábrica de muebles.
—¡Paul, te lo ruego! Ingmar es simpático conmigo y me ha ayudado a adaptarme, pero para mí nunca habrá nadie más que tú.
La duda en su mirada me dolió. Guardé silencio. Tampoco él dijo nada.
—¿Cómo irás a Kristianstad? —pregunté al cabo de un rato.
—Me llevará un agricultor.
Tuve que tragar saliva. Por dentro me devoraba la pena, pero sentía que no podía impedírselo.
—Por favor, no te enfades conmigo —dijo Paul—. Tenía muchas ganas de venir, pero después de lo ocurrido… No puedo hacer como si no hubiese pasado nada. Y tú tampoco. Recuperaremos estos días, te lo prometo. Tal vez podrías venir a Estocolmo, para no tener que presenciar otra desgracia como esta.
Suspiré. Tenía razón, en Estocolmo Ingmar no podría interrumpirnos. Aun así, me quedó una sensación desabrida. A pesar de todo, tenía tiempo para Paul. ¡E Ingmar estaba bien!
—De acuerdo —me oí decir—. Ya nos veremos.
Paul sonrió y me abrazó. Me dio un beso, pero no como los últimos. No sentí ni un ápice de la pasión que se había encendido bajo el roble.
Lo seguí a la calle. El agricultor que iba a llevarlo a Kristianstad no estaba por ninguna parte.
—¿No quieres pensártelo un poco? —pregunté mientras luchaba por mantener la compostura.
No quería dejar que se marchara. Y tampoco que siguiera pensando que sentía algo por Ingmar.
—No. El carro llegará enseguida.
Me besó de nuevo, pero me deshice de su abrazo para que no pudiera ver que se me saltaban las lágrimas. Regresé a mi caballo y monté en la silla.
Sin embargo, en cuanto salí del pueblo me escondí detrás de unas zarzas altas que delimitaban los campos. Esperé unos minutos y por fin apareció un carro renqueante. El cochero no me vio, pero yo reconocí a Paul sentado en la superficie de carga. Miraba hacia el lado contrario, contemplando el paisaje. Parecía pensativo. ¿Qué se le pasaría por la cabeza? ¿Si mis palabras habían sido sinceras? ¿Si lo nuestro valía la pena? Yo había sentido claramente su cariño, pero eso había sido el día anterior.
Dejarlo marchar me dolía tanto que rompí a llorar. «Maldita sea, Ingmar —pensé—. ¿Por qué nos estropeaste el día?» Aun así, me alegraba que no le hubiera pasado nada, que viviera, que sus heridas fueran a curarse.
Tal vez Paul tuviera razón. Quizá amaba a Ingmar. No tanto como a él, pero sí de una manera especial.
CUANDO EL CARRO pasó, me sequé las lágrimas y cabalgué hasta Lejongård por un pequeño atajo que me había enseñado Ingmar.
El coche estaba preparado en la rotonda. Por lo visto Lennard y Agneta no habían salido todavía, y me los crucé a ambos al subir los escalones.
—¿Ya has vuelto? —preguntó Agneta.
—Paul se ha marchado. No ha querido quedarse después de lo que ocurrió ayer.
Los condes se miraron.
—Bueno, eso es un poco extraño —comentó Agneta—. Al fin y al cabo, Ingmar está bien y no hay motivo para…
—No quería quedarse y punto —dije con más brusquedad de la que pretendía—. Perdón —añadí, avergonzada—. ¿Puedo acompañarles a visitar a Ingmar? No me apetece estar sola en mi habitación.
—Por supuesto —dijo Lennard—. ¿Quieres cambiarte de ropa antes?
Miré lo que llevaba puesto. Los pantalones y la blusa que había elegido estaban bien, pero sentía la necesidad de quitármelos de encima.
—Sí. Un momento, bajo enseguida.
—Tómate tu tiempo —dijo Lennard, y la condesa asintió.
Unos minutos después subí al coche con el vestido rojo que me había regalado el conde. Esta vez conducía él y Agneta iba en el asiento del acompañante. Yo tenía el banco de atrás entero para mí, y no pude evitar recordar el día que Paul y yo volvimos de la estación. Fue tan bonito que me hizo sonreír, pero enseguida volví a ver su imagen mientras se marchaba en aquel carro. Me puse nerviosa. ¿Lo adelantaríamos? ¿Me vería dentro del automóvil? ¿Podía pedirle a Lennard que se detuviera para llevarlo, o de todos modos no querría subir al coche? Estuve todo el rato inquieta y sin dejar de moverme.
—¿Hay algo de lo que quieras hablar? —preguntó Agneta.
—No, todo va bien. Es que ha sido tan repentino… Me refiero a que Ingmar ya está bien y…
—¿No estará Paul celoso de Ingmar? —dijo volviéndose hacia mí.
—Es posible, pero para mí Ingmar es como un hermano. No tiene ningún motivo para sentir celos. Y cuando cayó en la zanja… ¡Tuve que ocuparme de él, por supuesto!
—Si se ha enfadado porque ayudaste a Ingmar, tal vez no sea el hombre adecuado para ti —señaló el conde—. Tu ayuda salvó a mi hijo de consecuencias peores.
—Paul también ayudó —lo defendí—. Sin él, jamás habríamos sacado a Ingmar de debajo del caballo. Por eso tampoco entiendo su reacción. Él estuvo allí…
Lennard suspiró. Vi que miraba un instante a su mujer y luego volvía a dirigir los ojos hacia la carretera.
—A veces los hombres somos extraños —comentó—. Nos sentimos amenazados en situaciones en las que no existe amenaza alguna.
—Lo mejor será que vuelvas a hablar con él —me aconsejó Agneta—. Entrará en razón cuando esté en casa. Puedes escribirle que será bienvenido en la finca cuando quiera. La próxima vez, que no se quede en el hostal.
Asentí, pero algo me decía que tardaría en volver a invitarlo a visitarme, y yo no podía viajar sola a Estocolmo.
Tal vez era así como debía ser. Quizá se trataba de una prueba para ambos. Si el destino quería, volveríamos a estar juntos. Yo lo esperaba con todo mi corazón.
INGMAR NOS AGUARDABA sentado en la habitación del hospital. Llevaba un collarín y la pierna escayolada le colgaba de una eslinga. Los analgésicos que le daban parecían hacerle efecto porque, al vernos entrar, afloró una sonrisa en su rostro.
Primero lo abrazó Agneta, luego Lennard. Les dejé unos minutos de intimidad antes de acercarme y darle un beso en la mejilla.
—Solo por esto, ya ha valido la pena —dijo Ingmar.
—¡No digas disparates! —protesté—. Por nada vale la pena partirse el cuello.
—Eso, escucha a Matilda —intervino la condesa—. ¡Tiene razón!
La sonrisa de Ingmar decía otra cosa.
Al cabo de un rato, Agneta y Lennard fueron a hablar con el médico y yo me quedé a solas con Ingmar.
—Creo que te vas a enfadar conmigo —dije en voz baja.
—¿Y eso por qué?
—Porque he perdido tu pulsera. Debió de romperse cuando cargamos contigo hasta el coche. Las cuentas estarán esparcidas por la hierba.
—No pasa nada. —Buscó mi mano—. Te regalaré una nueva cuando vuelva a estar en forma. Las cuentas de cristal son fáciles de conseguir. —Hizo una pequeña pausa y luego preguntó—: ¿Ya se ha ido?
—¿Te refieres a Paul?
—Sí, Paul.
—Ha vuelto a su casa. Fue una tontería tremenda por tu parte ponerte a fanfarronear así delante de él.
—Es verdad, pero he conseguido lo que quería. Se ha marchado.
—Sí, y furioso. Cree que quieres algo de mí.
—¿Y si así fuera?
—Ay, déjalo ya —repliqué, y le di una palmada en el hombro—. Tú y yo somos casi como hermanos. Jamás se me ocurriría pensar ninguna otra cosa.
Ingmar torció el gesto.
—Alégrate de que me duelan demasiado los huesos para sentirme ofendido.
Sonreí. Si mi corazón no hubiera pertenecido a Paul, habría estado claramente tentada de ofrecérselo a él.
—Me gustaría dormir un poco —dijo entonces—. ¿Me prometes que mañanas volverás a venir, hermanita?
—Veré si puedo organizarlo. Alguien tendrá que traerme a Kristianstad en coche.
—Estoy seguro de que mi madre vendrá otra vez mañana, así que el coche no será ningún problema. Además, si fuera necesario, también podrías venir a caballo. Ya lo hiciste una vez.
Cerré los ojos.
—¡No me recuerdes eso, por favor! En cuanto tenga la edad necesaria, aprenderé a conducir. Así podré ir sola en coche adonde quiera.
—Si es que mi madre o mi padre no lo están usando.
—Tal vez se compren otro algún día. Aprenderé de todos modos.
—Y luego podrías aprender a volar. Conmigo.
—Una cosa después de la otra —repuse—. Con un automóvil, tienes el suelo firme bajo las ruedas, y eso es algo que no se puede decir de un avión.
—Bueno, sí que tienes el suelo bajo las ruedas un momento, pero después ya eres completamente libre.
Nos miramos.
—Gracias —dijo entonces, y me tomó de la mano.
—¿Por el libro?
—Por todo. Sobre todo por sacarme de la zanja.
—Eso lo habría hecho cualquiera. Además, no lo habría conseguido sin Paul.
—Ah, sí. Paul —murmuró—. Casi me había olvidado de él.
—Ingmar… —empecé a decir, pero él me interrumpió.
—No, está bien. Es tu novio, y también le estoy agradecido.
—¿Me haces un favor? —pregunté.
—¿Cuál?
—Cuando Paul venga a verme, por favor, no vuelvas a dejarte llevar por un impulso así. ¡Habrías podido morir, igual que el caballo! No deseo que te pase nada malo. Sabes que te quiero mucho, y eso no cambiará cuando Paul y yo, algún día, estemos juntos. Juntos de verdad, quiero decir.
Recordé esos momentos bajo el roble. La mano de Paul en mi cadera. El deseo de mi cuerpo por el suyo.
Ingmar sacudió la cabeza. ¿Acaso rechazaba mi petición?
—No es el hombre adecuado para ti —dijo—, pero a partir de ahora me mantendré al margen, y te prometo que la próxima vez no me romperé ninguna costilla por él.
—¡Gracias! —Levanté su mano y la besé—. Deja que sea yo quien decida mis propias experiencias, ¿de acuerdo?
—Está bien. Pero si algún día te pasa algo malo, siempre me tendrás para ayudarte.
Sonreí.
—Eso es muy bonito, ¡gracias! Lo mismo te digo: me tendrás pase lo que pase.