Capítulo 23

 

 

 

 

 

A PRIMERA HORA de la mañana siguiente, uno de los mozos de cuadra acudió a la casa. Agneta y yo estábamos desayunando todavía cuando exclamó:

—¡Gunda va a tener a su potro!

Las dos nos miramos y dejamos las servilletas casi a la vez antes de correr hacia la puerta. Nos pusimos las botas de goma, porque allí abajo no había otro calzado, y salimos hacia los establos.

Los mozos ya habían llevado a la yegua a su cuadra. Estaba tumbada en el suelo y resoplaba con fuerza. El veterinario estaba agachado junto a ella con un estetoscopio y comprobaba los latidos.

—Bueno, doctor, ¿cómo va la cosa? —preguntó Agneta.

—Bastante bien —contestó el hombre—. Todavía le llevará un rato, pero la madre está sana y los latidos del potro son fuertes.

—Entonces, tendremos que esperar con paciencia. —Agneta, ensimismada, miró un momento a la yegua y luego se volvió hacia mí—. Antes solía venir un viejo curandero del pueblo. ¿Te he contado ya la historia de Linus?

—¿Linus? ¿Igual que el caballo?

—Al caballo le pusimos ese nombre en su honor. Nació pocos días después de la muerte del viejo Linus, y él siempre decía que se reencarnaría en un potro. Quería mucho a nuestros animales. —La nostalgia tiñó su mirada—. Con ese nombre quise hacerle un homenaje. Y quién sabe, tal vez su alma sí viva en él.

—Espero que no —comenté—. Me gusta montar a Linus. No querría imaginar que voy a lomos de un viejo curandero de caballos.

—Creo que a Linus no le molestaría tener las posaderas de una joven dama encima.

—¡Pero, señora condesa, por favor! —exclamé con fingida indignación.

Agneta se echó a reír.

—Dentro de un par de meses serás mayor de edad —dijo al cabo de un rato—. Tal vez te apetezca pensar cómo quieres que celebremos ese día.

—¿No es un poco pronto aún? —pregunté—. ¡Si mi cumpleaños no es hasta noviembre!

—Sí, pero no se trata de un cumpleaños cualquiera. Cumplirás veintiuno. —Lo dijo con cierta tristeza y yo sabía por qué. Ese día dejaría de ser mi tutora legal, lo cual significaba que podría decidir libremente dónde quería vivir. Sin embargo, Agneta sonrió—. Deberíamos celebrarlo como es debido.

—Lo pensaré, pero lo cierto es que bastaría con lo de siempre. Una cena agradable…

—¿Estás segura? Podríamos organizar un baile por todo lo alto.

—¿Para que vengan todos los socios comerciales? —Sacudí la cabeza entre risas—. No, no quiero nada de eso. Pero sí me gustaría invitar a mi amiga Daga y a su hermano.

—¿Ese Paul de hace dos años?

—Sí, exacto, ese Paul.

Vi que le aparecía una arruga en la frente. Durante la última visita de Paul, Ingmar se cayó en la zanja. La condesa se apoyó en la puerta del establo y me miró.

—Desde entonces ha sido caro de ver. Y su marcha precipitada después del accidente…

—Todo eso es cosa del pasado —expliqué—. Me gustaría mucho tenerlo aquí, y también a su hermana.

Agneta respiró hondo.

—Está bien. Por mí, invita a Paul y a su hermana. Es un día muy importante para ti. A partir de la mañana de tu cumpleaños podrás tomar tus propias decisiones. Aún recuerdo bien lo que significó eso para mí, aunque yo tuve que solicitar mi emancipación en el juzgado a los veinticinco. Las cosas han cambiado mucho para las mujeres de este país en los últimos veinte años.

—Gracias. Y me encargaré de que Ingmar no vuelva a portarse como un idiota delante de Paul.

—Ahora ya es más maduro —opinó Agneta—. Creo que sabrá controlarse. Aunque te vea como a una hermana pequeña y quiera protegerte a toda costa.

—No tiene por qué. Yo soy la mayor, y Paul es un buen hombre, de verdad.

—Confío en tu juicio. —Suspiró—. Cuando pienso que mis pequeños también serán mayores de edad el año que viene… —Una expresión nostálgica asomó a su mirada—. Pero así es la vida, ¿verdad? Los hijos nacen y se van de casa para traer más niños al mundo.

Acababa de pronunciar esas palabras cuando la yegua se levantó de repente.

—¡Vaya, parece que esto va a empezar! —exclamó Agneta, y fue hacia el animal.

 

 

AL PEQUEÑO POTRO negro que nació esa tarde le pusimos el nombre de Landgrave. En pocos segundos ya estaba de pie sobre sus finas patas y contemplaba el establo con majestuosidad. Su madre se ocupó de él con ternura, y a mí me costó muchísimo separarme de ese pequeño milagro.

Pensé en lo que había dicho Agneta sobre los hijos. Nunca había pensado en ello, pero era cierto: cuando menos te lo esperabas, ya habían crecido y debían buscar su propio camino en la vida. Para los caballos era más fácil, ellos no tenían ambiciones, no se esperaba que tomaran ninguna decisión.

Esa noche oí que Agneta hablaba exaltada con Lennard en el salón. Al principio creí que discutían y casi pasé de largo, pero entonces entendí las palabras de ella:

—No es posible, no puede haber regresado. No puede ser y punto.

—Bueno, tampoco podemos pasar por alto las señales. ¿Quién más le preguntaría a Matilda por ti?

—¡Está muerto! —exclamó Agneta—. ¡Muerto!

—Nunca conseguiste ninguna prueba.

—Pero el detective me escribió diciendo que…

—El nombre de aquel soldado no coincidía del todo. Además, ¿no crees que podría haberse dado a conocer con otro alias?

Me pregunté quién sería ese curioso desconocido. Lennard había pasado toda la tarde fuera, ¿habría salido a preguntar por él?

—Es una pena no haberlo encontrado —dijo entonces, lo cual confirmó mi sospecha—. Me habría gustado verlo de cerca, para estar seguros. Pero después de hablar con Matilda debe de haber pensado que ha llamado mucho la atención.

—¿Con qué nombre estaba inscrito en el hostal?

—Holm. Ivar Holm. Un nombre muy corriente. Ha sido listo, pero me da mala espina. Quiere algo de ti.

—¿Por qué precisamente ahora? Nuestros hijos ya son casi adultos, tú y yo hace mucho que estamos casados. ¡Han pasado veinte años!

La condesa sonaba desesperada. Al parecer, ese desconocido les había traído problemas en el pasado. ¿Habría tenido algo que ver con aquel incendio? Lena me había contado que el caballerizo de entonces había provocado el fuego en el que perdieron la vida el viejo conde y el hermano de Agneta. ¿Habría cumplido su condena y ahora deseaba vengarse de los Lejongård? De repente me sentí fatal. ¡No tendría que haber dejado que me sacara nada! ¿Y si intentaba provocar otro incendio? Tenía que contárselo a Ingmar en cuanto regresara a casa.

Volví de puntillas sobre mis pasos y decidí dar una vuelta por la finca.

 

 

AL DÍA SIGUIENTE, no me quitaba de la cabeza la conversación que había oído sin querer. Como no quería preguntarles a Agneta ni a Lennard, acudí a Lena, que estaba supervisando el guardarropa. La condesa le había encargado apartar todos los vestidos que tuvieran algún desperfecto. Queríamos mandarlos a arreglar y luego subastarlos por una buena causa en la fiesta del solsticio.

Me pregunté a quién le interesaría esa ropa tan vieja. Cuando se lo comenté a Agneta, me explicó que a los museos y los teatros siempre les iba bien esa clase de vestimenta. No era casualidad que la lista de invitados incluyera a dos directores teatrales, al gerente de la Ópera Real y a un director de museo.

—Sería estupendo que los vestidos de mi madre aparecieran en una obra teatral. O en una ópera, tal vez de Puccini, o de Verdi.

—Seguro que le gustaría.

Pero Agneta soltó una risa burlona.

—¡No! Lo detestaría, le parecería frívolo. Y justo por eso lo hago.

El montón de ropa que la doncella había ido dejando sobre el viejo sofá imperio ya era bastante alto.

—¿Lena? —pregunté, y alargué el cuello.

No se la veía entre tantas perchas.

—¡Estoy aquí, señorita Matilda! —exclamó, y por fin apareció con un mullido vestido verde en el brazo.

—Madre mía, ¿quién se ponía eso? —pregunté.

—No soy ninguna experta en moda del siglo pasado, pero creo que la bisabuela de la señora ya lo lució en algún baile. Por desgracia, las polillas han aprovechado bien todo este tiempo. —Señaló el extremo de una manga, tan agujereada que casi pasaba por una tela de araña.

—Lena, ¿puedo preguntarle algo?

—Sí, claro.

—Una vez me habló del caballerizo que provocó el incendio.

La doncella se puso seria de pronto.

—Sí. ¿Qué pasa con él?

—Anteayer, después de ver el funeral del viejo Korven, me encontré también con un desconocido que quería saber de la condesa. Cuando se lo conté a ella, pareció preocupada. ¿Es posible que ese hombre haya salido de la cárcel?

—¿Langeholm? ¡Quién sabe! En aquella época solo supe que lo habían condenado a muchos años.

Langeholm. Hasta entonces no había sabido cómo se llamaba. Lennard dijo que el desconocido era un tal Ivar Holm y que sospechaba que había cambiado de nombre. Aunque no era tan diferente del anterior.

—¿Tendría algún motivo para querer vengarse de la condesa? —quise saber.

—¿Alguno? —exclamó Lena—. Más bien varios. Pero la señora no tuvo la culpa de nada, fue él quien chantajeó a su padre. Y también el responsable de su muerte y de la del señorito. —Me miró de una forma extraña. Debía de haber algo más. Sin embargo, por cómo apretaba los labios, parecía no querer contármelo—. Todo fue porque habían echado de la finca a su amante, una tal Juna Holm.

—¿Juna Holm?

Se me aceleró el pulso. ¿Cómo podía hablarle a Lena de mi sospecha sin confesar que había oído la conversación de los condes?

—Sí, así se llamaba. Después no se supo más de ella. Los periódicos supusieron que se había cambiado el nombre después de prestar declaración.

—Él también podría haberlo hecho, ¿verdad?

—¡Pues claro! —Lena me miró preocupada—. Si vuelve a encontrarse con ese hombre, salga corriendo. También se portó mal con su madre, y solo faltaría que se le ocurriera volver a las andadas.

—¿Con mi madre? —Sentí un escalofrío—. ¿Qué tuvo que ver con mi madre?

—Bueno, por lo visto la amenazó. No conozco toda la historia, pero algo hubo. Su madre se marchó de la finca y a él lo detuvieron poco después.

Me la quedé mirando. ¿Habría tenido algo que ver mi madre en el incendio? ¿Por qué no me había contado nada de eso la otra vez?

—En cualquier caso, lo mejor será que no vuelva a cruzárselo. ¡Vaya con mucho cuidado, por favor!

—Lo haré.

Salí del guardarropa conmocionada. La cabeza me iba a toda velocidad. ¿Qué había ocurrido en aquel entonces? El tal Langeholm conoció a mi madre y había querido hablar conmigo.

Sentí miedo. Había tenido intención de visitar la tumba del viejo Korven, pero me pareció mejor no dejarme ver por el pueblo.