POR LA TARDE, la condesa y yo volvíamos a estar ocupadas con la contabilidad. Yo había ideado un nuevo sistema que facilitaba el registro de ingresos y gastos, pero aun así era muchísimo papeleo.
Agneta parecía afligida. Deseaba hablar con ella, pero tenía fantasmas propios con los que luchar, como el miedo a ser acechada por alguien que estaba pensando en cómo perjudicar a la finca y también a mí.
Unos golpes en la puerta rompieron el silencio.
—¡Adelante! —exclamó la condesa, y se quitó las gafas.
Era Lena.
—Ha venido un joven que quiere hablar con usted enseguida, señorita Matilda.
Me estremecí. ¿Qué joven sería ese? Miré a Agneta, que asintió con la cabeza, y seguí a Lena abajo.
En efecto, había un joven en el vestíbulo. Con el traje de mil rayas que llevaba casi no lo reconocí.
—¡Paul! —exclamé cuando miró hacia arriba—. ¡Menuda sorpresa! ¿Qué haces aquí?
Corrí hacia él, lo abracé y le di un beso. Él me abrazó y me besó también, aunque no con tanto cariño como habría esperado después de todo el tiempo que llevábamos sin vernos.
Lo miré fijamente.
—¿Ha ocurrido algo? ¿Por qué no te alegras?
Paul carraspeó.
—Sí que me alegro —repuso, avergonzado—. Por desgracia, me temo que no puedo quedarme mucho rato.
Eso me extrañó. Quise llevarlo del brazo al jardín, pero me lo impidió.
—Matilda, tengo que hablar contigo.
Vi que arrugaba la frente, como hacía siempre que tenía que decir algo desagradable.
—¿No prefieres que salgamos al jardín?
Intentaba convencerlo para sacarlo de la casa. No importaba lo que quisiera decirme, el servicio no tenía por qué enterarse. En secreto, esperaba que al fin fuese a proponerme matrimonio. Tal vez solo estaba nervioso. ¿O había algo más? Sentí un hormigueo en el estómago, el corazón me latía con desenfreno.
—Está bien, podemos ir al jardín —dijo con inseguridad.
Salimos de la mansión en silencio y, al llegar al jardín, me detuve.
—Bueno, explícame qué sucede.
Paul respiró hondo.
—Mi padre quiere enviarme a Noruega —anunció—. Tiene una vieja fábrica de muebles allí y quiere que la ponga a flote.
Tardé un momento en digerirlo. ¡Noruega! Eso estaba lejísimos.
—Muy bien, entonces te acompañaré —repuse, pero sus ojos adoptaron una expresión casi dolorosa.
—Me temo que no podrá ser.
—¿Por qué no? —Más que pronunciar las palabras, las gemí.
—Mi padre no consentirá nuestro matrimonio. Quiere que me concentre por completo en el negocio, no puedo tener ninguna distracción.
—¿Distracción? —repetí—. ¿Yo soy una distracción?
Paul miró al suelo, turbado, y yo sentí como si mis pies ya no lo tocaran.
—Matilda, entiéndelo…
—Te entiendo muy bien —repuse—. Ya no quieres estar conmigo. Has olvidado lo que nos prometimos, lo que queríamos construir juntos.
—Eso no es cierto. Pero, Matilda, yo… Sí, hablamos de casarnos, pero todavía éramos unos niños.
—Tú ya tenías diecinueve años. Tan niño no eras, ¿no?
Sentí que algo se rompía dentro de mí. Todos esos años había esperado que llegara el día en que Paul me propusiera matrimonio y me sacara de allí, y de repente se iba sin llevarme con él.
—Sí, sí que era un niño. Y, créeme, significas mucho para mí, pero ¿no te parece que para el matrimonio se necesita algo más que unas cartas? Tendríamos que habernos visto más a menudo. Mis padres apenas te conocen.
—Entonces, ¿es por tus padres?
—Matilda, de verdad que solo es por la fábrica. Tendré que trabajar día y noche.
Sus palabras sonaban a excusa. No quería hacerme daño.
—Yo podría ayudarte —insistí de todos modos—. ¡Ya he acabado la Escuela de Comercio! Incluso fui una de las mejores de mi promoción. Domino a la perfección los libros de cuentas, la condesa me lo dice siempre, y…
—Matilda. —Su voz me hizo callar. Me tomó de la mano, que seguía helada—. No puede ser. No puedo casarme contigo. Iré a Noruega y, después, el tiempo dirá qué será de nosotros. —Miró atrás un momento y añadió—: Por lo que veo, aquí cuidan muy bien de ti. Deberías quedarte en la finca y plantearte qué quieres hacer con tu vida. No pienses en mí y en esas bobas promesas infantiles. Si el destino quiere, volveremos a encontrarnos. Mientras tanto, cada uno debería vivir su vida. Y seguiremos escribiéndonos, como hasta ahora.
Me lo quedé mirando como si me hubiese dado un puñetazo en el pecho. ¡Que cada uno viviera su vida y que siguiéramos escribiéndonos! Sonaba muy sensato, pero no era lo que yo quería. Durante todos esos años solo había pensado en empezar una nueva vida con él y en sacar adelante un negocio juntos. Tal vez había sido una ingenua creyendo que se casaría conmigo. Tenía razón en que nos habíamos visto muy poco, nos faltaba la cercanía física de otras parejas, pero no me parecía bien que quisiera borrarme por completo de su vida salvo por alguna que otra carta.
—¡Muy bien, pues vete a Noruega! ¡Te deseo lo mejor!
Me aparté de él y eché a andar por el sendero del jardín. Rompí a llorar. Me sentía herida, abandonada, traicionada. Acababa de arrebatarme todo lo que me había ilusionado hasta ese momento.
—¡Matilda! —oí que me llamaba—. ¡Lo siento! Aún podemos…
—¿Ser amigos? —grité.
—¡Sí!
Pero yo seguí andando.
Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. ¿Cómo iba a presentarme así delante de Agneta? Casi habría preferido que hubiera roto conmigo por carta.
SUBÍ CORRIENDO A mi habitación y me encerré allí. Las lágrimas me ahogaban, pero no me atrevía a dar rienda suelta al llanto. No quería alertar a nadie para que no me preguntaran qué ocurría. No me apetecía explicar que el muchacho al que yo consideraba mi futuro marido acababa de destruir mis sueños de golpe.
Me puse a caminar de un lado a otro del cuarto, torpe, movía los brazos e intentaba dominarme, pero no lo conseguía. Si cerraba los ojos, veía la cara de Paul, y por mucho que me tapara los oídos, no dejaba de oír el eco de sus palabras.
Estuve un rato inclinada contra la puerta y al final decidí regresar al despacho antes de que Agneta mandara a alguien a buscarme.
—Bueno, ¿y quién era ese joven? —preguntó la condesa sin levantar la vista de los documentos.
Tal vez me había visto con Paul en el jardín, así que no valía la pena fingir que era el ayudante del pescadero quien se había pasado por allí. Además, me vería los ojos llorosos.
—Paul. Mi amigo Paul. Mi antiguo novio.
Sentí que la decepción se extendía como la bilis dentro de mí.
Agneta levantó la cabeza y se quitó las gafas que llevaba desde hacía poco para trabajar.
—¿El que vino de visita? ¿Al que querías invitar por tu cumpleaños?
Asentí con la cabeza. Sí, el Paul que había estado presente cuando Ingmar sufrió su terrible caída. El Paul que no quiso volver a la finca después de eso y que cada vez me había escrito con menos frecuencia. El que supuestamente había querido fundar una empresa conmigo.
—Parece que ya no hará falta invitarlo. Se va a Noruega y no ve ningún motivo para llevarme con él.
Agneta dejó el lápiz. Una arruga apareció entre sus cejas.
—¿Te había prometido que te llevaría?
—Nosotros… —Las lágrimas me obligaron a interrumpirme.
No quería llorar delante de la condesa, pero no podía contenerme.
Agneta se levantó y me abrazó con ternura. Se le mojó la manga del vestido, pero no pareció molestarle. Aun así, su abrazo no alivió mi dolor lo más mínimo.
—Íbamos a abrir un negocio —sollocé—. Íbamos a casarnos y a tener hijos. ¡Íbamos a compartir el futuro! Pero ahora se marcha. Podría casarse conmigo, porque ya tiene veintitrés años, ¡pero no quiere hacerlo!
Entonces me di cuenta de que durante los últimos meses nuestros planes de boda habían ido quedando relegados. Paul parecía haberlos olvidado y yo no se los había recordado.
Lloré a lágrima viva. Me quedé afónica, se me hincharon los ojos. Agneta me estuvo abrazando, pero yo apenas fui consciente de ello. Quería librarme de esa sensación de decepción, pero no lo conseguía; había apresado mi alma como las garras de un azor la piel de un conejo. No fue hasta al cabo de un buen rato cuando mi llanto se convirtió en un sollozo que ya solo estremecía mi cuerpo de vez en cuando.
Agneta me llevó hasta una silla. Se acuclilló ante mí y me miró.
—Sé lo que es sentirse abandonada —dijo—. Lo sé muy bien. También yo conocí a un hombre con el que quería casarme pero que desapareció de mi vida. Es el desengaño más grande que se puede sentir. Que te den esperanzas y luego las destrocen. —Me apartó un mechón de pelo de la cara—. Puede que ahora te parezca imposible, pero te digo que pasará. Aunque no seas capaz de imaginarlo, seguro que habrá otro hombre para ti. Uno que te proteja y esté a tu lado, que acepte tus fallos y no se aparte de ti, pase lo que pase. Todavía eres muy joven, Matilda, encontrarás el amor. O él te encontrará a ti. Llora todo lo que quieras, ¡pero luego mira hacia delante! Hay todo un mundo, toda una vida esperándote.
Esas palabras no sonaron tan necias a mis oídos como ella pensaba. Solo lejanas. Durante muchos años había confiado en Paul, en que se casaría conmigo, en que me llevaría de vuelta a Estocolmo. Había esperado tener una vida con él. ¿Dónde iba a encontrar esa nueva vida de la que hablaba Agneta?
POR LA NOCHE saqué todas las cartas que me había enviado Paul. Era extraño, pero después de aquel llanto me sentí más tranquila, el dolor de mi pecho quedó reducido a un latido amortiguado. Eso me desconcertaba. ¿Por qué me encontraba mejor? ¡Acababa de perder al hombre con quien soñaba compartir un futuro!
Después de clasificar las cartas por años, lo primero que me llamó la atención fue las pocas que me había enviado últimamente. El montón del último año era mucho menor que el del principio, cuando acababa de llegar a Lejongård. ¿Se debía a que también yo había escrito menos? No conservaba copia de mis cartas, pero sabía que había contestado a todas las suyas.
Era cierto que la finca me había absorbido por completo durante los últimos meses. El trabajo me gustaba, y adoraba a sus habitantes. Le tenía muchísimo cariño a Ingmar, igual que a Agneta y Lennard. Todavía detestaba a Magnus, pero él nunca estaba en casa. Decían que estudiaba Letras y pretendía labrarse una carrera de escritor. Yo me preguntaba cómo podría escribir historias alguien así. ¿Qué clase de relatos serían? ¿Novelas policíacas en las que la pupila de una condesa fallecía de una forma espantosa?
A mí me daba igual. Sabía que un día, cuando Magnus fuera el nuevo conde, tendría que abandonar Lejongård. Él no renunciaría ni al título ni a la finca por su carrera literaria, pero hasta entonces disfrutaría de mi vida allí.
¿Acaso, sin darme cuenta, había olvidado mi sueño de casarme con Paul? ¿Le habría enviado de manera subliminal el mensaje de que no regresaría a su lado? ¿De que entre nosotros no existía un gran amor?
Pero, entonces, ¿por qué me dolía tanto? ¿Quizá porque con él perdía también el último retazo de mi infancia, lo último que me unía a Estocolmo?
Contemplé desconcertada las pilas de cartas. También el contacto con Daga se había ido reduciendo. ¿De verdad se debía solo a que mi amiga tenía que ocuparse de su prometido? ¿O era que yo me había amoldado por completo a Lejongård?
Por desgracia, no obtuve respuesta a mis preguntas, pero la sensación de tener parte de culpa en el hecho de que Paul se marchara a Noruega sin mí me persiguió hasta entrada la noche.