A FINALES DE verano recibí una carta de mi amiga. Me pregunté de qué podría tratarse, aunque en parte también esperaba recibir noticias de Paul a través de ella, como que dijera que había comprendido su error, pero que no se atrevía a escribirme él mismo. Sin embargo, era una invitación a la boda de Daga.
En los bordes se apreciaban delicadas flores estampadas en relieve y estaba escrita con letras doradas:
El señor Arndt Vessel y la señorita Daga Ringström tienen el placer de anunciar que el sábado 6 de octubre de 1934 contraerán el sagrado vínculo del matrimonio.
Me quedé de piedra contemplando la tarjeta. ¿Daga iba a casarse? La boda sería dentro de un mes exacto, precisamente el fin de semana en el que se celebraba la cacería en la finca.
Me tambaleé hasta la cama y me dejé caer. Fue como si me hubieran dado una puñalada en el corazón. Daga y yo habíamos prometido que una sería dama de honor en la boda de la otra, pero no me comentaba nada de eso. Desde que Paul estaba en Noruega, las cartas de Daga eran muy esporádicas. Sabía de la existencia de Arndt, pero de ahí a que quisieran casarse…
Me asaltó la inseguridad. Aunque me alegraba mucho por mi amiga, no sabía si asistir a la ceremonia. Sería una invitada cualquiera, alguien a quien se avisa por cortesía. Me eché a llorar. ¡Primero Paul y ahora Daga! Los había perdido a ambos.
Guardé la tarjeta en el bolsillo de la falda y salí de mi habitación. Necesitaba un lugar donde poder pensar.
Lo encontré bajo un manzano enorme, tan viejo que ya casi no daba fruta y cuya corteza ajada parecía la tez de un anciano.
Tuve mis dudas cuando Ingmar quiso colgar un columpio de él. Sin embargo, hasta el momento había aguantado muy bien mi peso. Me senté. El columpio se balanceó con suavidad y alcanzó una altura maravillosa. Cerré los ojos; el viento que me acarició el rostro y alborotó mi pelo me consoló un poco. De repente sentí que no estaba sola y volví a abrirlos.
—Me alegra ver que le das buen uso a mi trabajo.
Ingmar, junto al árbol, arrancó una de las manzanas, muy verdes y ácidas.
Detuve el columpio. De repente me dio apuro que me viera así. ¡Ya no era una niña!
—¿Qué ocurre? —quiso saber, y mordió la manzana.
No me apetecía hablar con nadie, pero sabía que Ingmar no me dejaría tranquila hasta saberlo.
—Mi amiga va a casarse —expliqué.
—¡Qué alegría! Ahora no me digas que no sabes qué ponerte. —Me miró con una sonrisa, pero se puso serio al ver mi expresión—. ¿Qué pasa? Parece que quisieras comerme vivo.
—Daga es la hermana de Paul.
—Ah, el carpintero que huyó a Noruega.
—No hables así de él —repliqué—. Prefiero no mencionar su nombre. Y seguramente tampoco iré a esa boda.
—¿Por qué no? Podrías llevarme a mí y fingir que somos novios.
—No se lo creería. Además… no quiero y punto. No me apetece verlo.
—¿Y tu amiga? Si es que lo sigue siendo. ¿Es importante para ti? En ese caso, deberías asistir.
Lo miré.
—Está bien —accedí con vacilación—. Hablaré con Agneta. En realidad, es ella quien debe darme permiso.
—Seguro que lo hará. Y, si quieres, me ofrezco a ser tu acompañante.
Negué con la cabeza. La idea de bailar con Ingmar en la boda era muy tentadora, pero él no pertenecía a esa parte de mi vida.
—Eres muy amable, pero debo ir sola y descubrir qué queda aún de mi amistad. Si Daga sigue siendo amiga mía o no. Y me esforzaré por evitar a Paul.
—Entendido. Aun así, mantengo mi ofrecimiento. Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme.
—Gracias, Ingmar —dije con una sonrisa.
MÁS DE TRES semanas después, al salir de la estación central de Estocolmo, me sentía agotada. Deseé haber partido antes para tener un día de descanso, aunque tal vez con dormir un poco bastara para recuperarme.
Por la noche di muchas vueltas en la cama. Costaba creer la cantidad de sonidos que se oían en la vieja casa. Casi lo había olvidado, pero los crujidos y los susurros sonaban como si los espíritus de todos los antiguos habitantes se hubieran reunido allí.
Al final conseguí dormir de todos modos, y tan profundamente que ni siquiera soñé nada.
Por la mañana, cuando me levanté, los espíritus habían desaparecido y en la casa reinaba un silencio absoluto. El sol entraba por todas las ventanas e iluminaba el polvo que bailaba en el aire.
Después de lavarme con más rapidez de la habitual porque no tenía agua caliente, me puse el vestido y me coloqué frente al desgastado espejo. La noche anterior le había quitado la sábana que lo cubría.
No conseguí peinarme tan bien como lo hacía Lena, pero aun así el resultado quedó aceptable. Me puse un poco de maquillaje y pintalabios y miré mi reflejo. ¿Me reconocería Daga? Hacía mucho que no nos veíamos.
Cuando estuve lista, metí en el bolso el regalo de boda para la pareja y salí de casa. Tenía el estómago revuelto. ¿Cómo reaccionaría al ver a Paul? Seguro que tendría que hablar con él.
Delante del taller ya había una hilera de coches aparcados. Debían de haber acudido familiares de todo el país.
Me acerqué a la puerta, me erguí y llamé al timbre. Poco después me abrieron.
—Buenos días —saludé—. No sé si se acuerda de mí. Soy Matilda Wallin.
—Claro que sé quién eres, Matilda —repuso la madre de Daga; con el vestido azul marino de lunares que se había puesto lucía muy diferente a cuando llevaba su bata sin mangas. Había pasado un buen rato marcándose el pelo, porque su melena entrecana estaba arreglada en elegantes ondas—. Pasa, por favor. Daga estará lista enseguida.
Entré y me reencontré con un olor que formaba parte de mi infancia. Había pasado mucho tiempo en esa casa y había visto hacer pasteles maravillosos en la cocina. La señora Ringström debía de estar muy orgullosa de que Daga hubiera encontrado al hombre de su vida.
—¿Dónde puedo dejar mi regalo? —pregunté.
—Mejor dámelo a mí —dijo la mujer—. Los llevaremos todos a la fonda donde se celebrará el convite.
—Gracias. —Le entregué el paquete envuelto en papel verde claro y decorado con suaves cintas blancas. Contenía una moderna batidora con manivela, como la que le había visto usar a Svea en la finca—. ¿Está Daga en su habitación?
—¡Sí, ve a verla! —exclamó la señora Ringström, y fue a atender otros asuntos.
Para ir a la habitación de Daga tuve que cruzar la sala de estar. Allí se habían reunido muchos otros invitados, entre ellos un par de chicas que iban vestidas de blanco.
Saludé a los presentes, aunque no conocía a nadie, y seguí mi camino.
Paul no estaba por ninguna parte.
Encontré a Daga sentada ante el espejo, colocándose el velo.
—Deja de tocártelo —le advirtió una mujer mayor que parecía ser la peluquera—. ¿No querrás perder el velo de camino al altar?
Ninguna de las dos se había percatado de mi presencia.
Miré a mi amiga un momento. Llevaba un vestido blanco como la nieve y con el talle plisado, que le hacía parecer una princesa de cuento. El velo caía hasta media altura sobre su pelo trenzado y recogido. Estaba preciosa, seguramente ese día todos los hombres envidiarían a Arndt.
—No se preocupe, señora Sörensen, no pasará nada —dijo—. ¡Muchas gracias!
Entonces me vio en el espejo.
—¡Matilda! —exclamó, y se acercó corriendo hacia mí—. ¡Qué bien que hayas podido venir!
—No iba a perderme la boda de mi amiga.
—Qué alegría volver a verte. ¡Parece que haya pasado una eternidad desde que íbamos juntas a la escuela!
—Sí, hace mucho de eso —señalé—. Tú ya has cumplido veintiuno y yo pronto lo haré también.
—Y entonces serás libre, ¿verdad?
—Sí, entonces seré libre. Podré marcharme de Lejongård, aunque no creo que lo haga. Ya no tengo ninguna otra meta.
Daga me miró con preocupación.
—Siento que Paul…
—No pasa nada —dije, porque no quería hablar de él—. Estoy bien, y hoy solo quiero celebrar la felicidad de mi amiga. ¿Sigue siendo Arndt el mismo joven al que conociste?
—No, se ha convertido en alguien incluso mejor. Es encantador y se ocupa muy bien de mí. Hasta deja que siga trabajando.
Me esforcé por no parecer extrañada. ¿Podía prohibir un marido que su mujer trabajara? Paul había tenido una opinión muy diferente.
—Qué generoso por su parte —comenté, algo incómoda.
Todo me resultaba extrañamente ajeno. Ante mí tenía a Daga, pero era como si el vínculo que había existido entre nosotras se hubiese roto y ya no nos uniera nada. Aun así, me alegraba de volver a verla.
—El vestido es precioso. —Le acaricié las mangas con suavidad—. Pareces una princesa.
—Sí, estoy contentísima. Me lo ha regalado la señora Vagström, la maestra modista. —Me tomó las manos y me miró a los ojos—. Cuando tú te cases, te coseré el vestido.
—Eres muy amable —repuse, aunque me callé que no creía que ese día llegara nunca.
Antes necesitaba a un hombre, y cuando lo encontrara, seguro que ella ya no recordaría su promesa, porque tendría mucho que hacer entre la casa, el trabajo y los niños.
Una joven emocionada irrumpió en la habitación.
—Daga, deberías prepararte ya. ¡Hay que empezar!
También llevaba un vestido blanco y flores en el pelo. Supuse que sería una de las damas de honor. Me la quedé mirando como si no la hubiera entendido y de nuevo sentí una leve punzada.
—Está bien, será mejor que salgamos ya —dijo Daga.
Me tomó de la mano y me sacó de la habitación.
FRENTE AL COCHE en el que iría la novia ya había cinco damas de honor alineadas. Daga pasó ante ellas como una princesa, muy majestuosa con su vestido blanco.
—Matilda, ¿quieres venir con nosotros en el coche? —preguntó una voz detrás de mí.
Me volví y vi a la señora Ringström.
—Paul se retrasará un poco, pero ha prometido ir directamente a la iglesia.
—Con mucho gusto, señora Ringström.
Sentí un gran alivio. Habría sido desagradable compartir vehículo con Paul.
Nos montamos, y cuando el señor Ringström arrancó, su mujer me miró con expectación. No tenía ni idea de por qué.
—Te has convertido en toda una dama —comentó—. Tan adulta y elegante. Es evidente que vivir en la finca te sienta muy bien.
—Así es —repuse, y al mismo tiempo me pregunté adónde quería ir a parar.
—La verdad es que es una pena que tu madre muriera, pero me parece que has encontrado una buena sustituta.
Entonces supe que sus palabras no significaban nada. No eran más que charla intrascendente movida por la curiosidad.
—Sí, los condes son muy agradables, pero no pasa un solo día sin que recuerde a mi madre.
—Se habría alegrado mucho de ver en lo que te has convertido.
Asentí, y cuando la señora Ringström volvió a mirar hacia delante, la contemplé mejor. Sus labios se curvaban en una leve sonrisa, pero sus ojos miraban con dureza. Parecía que algo no le gustaba.
Entonces comprendí que la mujer nunca había conocido bien a mi madre, porque yo siempre iba sola a su casa.
Hasta ese momento no me había fijado en que me miraba con cierto recelo, pero lo que acababa de decir hizo que me preguntase cómo me veía antes. ¿Como la hija de una viuda cuyo marido se había quitado la vida? ¿Como una mala influencia? Empecé a sentirme incómoda.
Por suerte, enseguida llegamos a la iglesia. El novio, como era costumbre, ya estaba aguardando en el interior. Nos apeamos y, mientras las damas de honor ocupaban sus puestos y la señora Ringström y su marido se unían a Daga, yo me quedé en un segundo plano.
La novia tenía el rostro sonrojado de la emoción, ni siquiera el maquillaje lograba disimularlo.
Aunque me alegraba mucho por ella, de repente deseé no haber ido. No tendría que haberme dejado convencer por Ingmar. Paul no estaba por ningún lado. En el peor de los casos, sería el testigo del novio, pero al menos la señora Ringström había dejado de fijarse en mí.
Entré en la iglesia con unas personas que parecían parientes lejanos. Me senté en uno de los bancos de atrás y me volví para mirar a las damas de honor con cierta envidia. «Tú habrías tenido que estar ahí —dijo una vocecilla en mi cabeza con amargura—. Eras su mejor amiga, y en cambio ha escogido a esas chicas.»
Aparté la mirada y me volví hacia delante. No conocía a ninguno de los hombres. Paul no era el testigo de su cuñado, y eso me tranquilizó un poco. Seguramente estaría sentado delante, con sus padres.
El órgano empezó a sonar y poco después atacó la marcha nupcial. Había llegado el momento. Los susurros de alrededor se acallaron y todas las miradas se dirigieron a un lado.
Daga hizo su entrada, preciosa, como una reina de las hadas. Avanzó por el pasillo con un ramo de flores en la mano mientras todo el mundo se ponía de pie. También yo lo hice.
Nuestras miradas se cruzaron un momento. Le sonreí y vi que temblaba un poco. No era de extrañar, el día más bonito de la vida de cualquier persona era el de su boda. No debía avergonzarse de sentir un enorme respeto, más aún siendo la novia.
Unos segundos después llegó al altar, y el hombre que aguardaba en el centro le tendió la mano con una sonrisa.
Arndt era un joven apuesto. Tenía el pelo oscuro y rizado, y las gafas con montura metálica realzaban sus facciones marcadas. De pequeñas nos habíamos reído de los cuatro ojos, pero entendía lo que Daga veía en él. Parecía muy culto, y seguro que también era inteligente. Solo esperaba que la hiciera feliz.
DESPUÉS DE LA ceremonia fuimos a una fonda donde se esforzaron por estar a la altura de los novios. No compartí el coche de los Ringström, sino que pedí a otros invitados que me llevaran.
Mientras todos reían y bailaban, yo me aparté un poco de la celebración. No me sentía a gusto. La comida era muy buena, y había bebida de sobra. Habría podido anestesiar mis sentimientos con aguardiente, pero no quería eso.
Tal vez solo me lo parecía a mí, pero notaba una extraña sombra en esa fiesta. Como si algo no deseara mi presencia. ¿Eran imaginaciones mías? Allá adonde mirara, solo encontraba alegría; yo, sin embargo, estaba triste.
¿Cuánto tiempo había que quedarse en la celebración de una boda? ¿Podía retirarme antes de que dieran por terminada la fiesta?
Aguanté una hora tras otra tomando algo del bufé de vez en cuando. Al final salí al patio interior del restaurante para que me diera un poco el aire. La noche era fresca y me alegré de haber llevado una chaqueta de punto gruesa. La lana gris parecía tener un poder mágico, porque no solo me mantenía caliente, sino que también me hacía invisible. Nadie se dio cuenta de que me había ausentado.
Daga iba a desgastar los zapatos de tanto bailar, y Paul seguía junto a los demás hombres, presumiendo de lo bien que iba su empresa. No había nadie que quisiera hablar conmigo.
Cuando al fin oscureció, me acerqué a mi amiga para despedirme. Me esperaba una casa vacía, en la que solo había fantasmas y muebles cubiertos, pero necesitaba algo de tiempo para asimilar lo que había vivido ese día. Necesitaba tiempo para centrarme.
—¿Ya te marchas? —preguntó Daga.
No habíamos tenido ni un momento para charlar en toda la celebración porque no quise importunarla. Se la veía feliz y estaba rodeada de buenas personas, así que no deseaba aguarle la fiesta hablándole de Paul y de lo abandonada que me sentía.
—No me encuentro muy bien —me excusé—. El viaje tan largo en tren me ha pasado factura. Además, mañana tengo que levantarme bastante temprano.
—¡Pero si dentro de una hora lanzaré el ramo! Pensaba que te haría ilusión intentar atraparlo.
A punto estuve de soltar una risa amarga. ¿Para qué iba a querer el ramo de la novia? ¿Con quién iba a casarme? Y eso por no mencionar que las damas de honor probablemente me aplastarían en su afán de conseguirlo.
—No me importa mucho, y no quiero quitarles la oportunidad a tus otras amigas.
Debí de parecerle ofendida, porque me miró con tristeza y me tomó la mano.
—Tengo la sensación de que no te he hecho mucho caso. Lo siento.
—No digas tonterías. Solo quiero que seas feliz, y creo que lo conseguirás.
Miré a Arndt. Parecía muy simpático. Si Daga tenía hijos con él, serían encantadores.
—Sí, es un hombre maravilloso. —Mi amiga lo miró arrobada—. Estoy segura de que un día también tú encontrarás a un hombre así.
—Te invitaré a la boda —dije, y esperé que no notara mi resentimiento, porque ella no tenía nada que ver con la decisión de su hermano.
—Me alegrará mucho. Y te prometo que volveré a escribirte más a menudo. Todavía vives en la finca, ¿verdad?
—Sí, y así seguirá siendo durante una buena temporada.
En otro momento, tal vez le habría contado lo de aquel desconocido y le habría hablado de la fiesta del solsticio, pero no venía al caso.
—Muy bien. Entonces, nos mantendremos informadas.
—Eso es.
Me estrechó con fuerza al abrazarme. Por una fracción de segundo volvimos a ser las dos muchachas que iban juntas a la realskola. Sin embargo, al separarnos nos convertimos en dos mujeres adultas. La una, casada; la otra, abandonada.
—Te deseo lo mejor —dije, e intenté contener las lágrimas. No habrían pasado por lágrimas de alegría, aunque mis palabras eran sinceras.
—Y yo a ti —repuso ella.
Di media vuelta. No sabía si me seguiría con la mirada o si regresaría de inmediato con los invitados.
De camino a la calle me crucé con Paul.
—Hola —dijo, algo cohibido—. Me… Me alegro de que hayas venido.
Sentí que en mi rostro se dibujaba una sonrisa triste.
—Me marcho ya.
—¿De verdad? —preguntó, aunque yo llevaba el abrigo y el bolso echados sobre el brazo—. Pero si la fiesta no ha hecho más que empezar.
—Mañana tengo que tomar el tren muy temprano —repuse—. Además, me duele la cabeza desde el viaje. Será mejor que me acueste ya.
Paul metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Vaya…
Lo contemplé unos instantes. Su transformación era casi más impresionante que la de Daga. Al menos ella me había abrazado, pero él no parecía tener intención de hacerlo.
—Que te vaya bien, Paul —dije, y pasé a su lado.
Me recordé a mí misma en mi habitación, sentada junto a sus cartas, y pensé que había acertado en mi suposición. Se había alejado de mí, igual que yo de él.
—A ti también —oí que decía, pero no me volví a mirarlo.
EL ALBOROTO DE los invitados me persiguió un rato todavía, pero después me envolvieron la noche y el silencio. Un perro ladró en algún lugar, a lo lejos. Y eso fue todo.
Estaba abatida. No me dolía la cabeza, el único dolor que sentía nacía en mi pecho. Por un momento pensé en ir a ver a Ingmar. Sería solo un breve trayecto en taxi, pero decidí no hacerlo.
Después de abrir la puerta de mi casa y encender la luz, no entré en mi habitación, sino que fui al dormitorio de mi madre. Allí me tumbé en el colchón y por un instante creí percibir su aroma y su calidez.
Habían pasado ya tres años desde su muerte, y el dolor del duelo se había ido apagando, pero seguramente nunca dejaría de añorarla. Igual que a Paul.
Sin embargo, todo parecía indicar que había llegado el momento de buscar otro camino. Si Paul y Daga lo habían conseguido, ¿por qué no yo?
DESPUÉS DE UNA noche intranquila, a la mañana siguiente me levanté muy temprano. Reuní mis cosas y salí hacia la parada del autobús. Sin embargo, no fui directa a la estación, sino que me dirigí al sur, a Skogskyrkogården, el cementerio del bosque. Mi madre había querido que la enterraran allí.
Era el más grande de Estocolmo y desde hacía unos años tenía una capilla nueva.
A esas horas no había un alma, la gente solía ir más tarde a ocuparse de las tumbas. La luz del sol caía por entre los árboles, desde cuyas copas los pájaros entonaban sus cantos matutinos. La verja, por suerte, ya estaba abierta, así que entré.
Hacía mucho desde la última vez que había estado allí. Me habría gustado llevar flores, pero las tiendas todavía estaban cerradas y el tren no me esperaría.
De todos modos, dejé que la calma de aquel lugar calara en mí mientras me acercaba a la lápida que llevaba los nombres de mis padres.
La hiedra estaba muy crecida y cubría el montículo casi por completo. Las letras grabadas en la piedra tenían un poco de musgo, lo cual no era de extrañar dada la gran cantidad de vegetación que crecía entre las tumbas. Saqué un pañuelo y lo limpié.
—Hola, mamá —dije en voz baja.
Aunque no había nadie cerca, me costaba hablarle a la lápida. Había quien aconsejaba imaginar la cara del difunto, pero si lo hacía, volvía a ver a mi madre en el ataúd. Y no quería eso.
Le informé en silencio de lo que había ocurrido esos últimos meses. Desde la marcha de Paul a Noruega hasta la boda de Daga. Le dije que me faltaba menos de un mes para cumplir la mayoría de edad y ser libre.
Sabía que no me oía, pero me sentó bien estar con ella.
Mi mirada recayó también sobre el nombre de mi padre. De nada serviría contarle algo a él. Se encontraba perdido en el mar, hundido quizá entre las algas que crecían en las profundidades marinas. O tal vez habría desaparecido del todo.
¿Por qué estaba la vida tan llena de pérdidas? Padres, amigos, amados… Todo desaparecía en algún momento.
Solté un hondo suspiro y volví a poner la mano en la lápida. Al salir por la verja me crucé con una anciana encorvada y vestida de luto. ¿Cuánto tiempo debía de haber pasado desde que perdió a su marido? ¿Descansarían allí también algunos de sus hijos?
Me miró con sorpresa cuando la saludé, y después me encaminé a la estación.