ME COSTABA MANTENERME despierta. Ante mí tenía el cuaderno donde debería haber estado tomando apuntes, pero los brazos me pesaban demasiado. Me faltaban fuerzas para levantar la pluma y trasladar las palabras al papel. Aunque las ventanas estaban abiertas, el aire del aula era tan sofocante que casi se podía cortar, y eso que solo estábamos a principios de junio. El verano llegó pronto en 1931.
Me habría gustado estar en algún rincón del parque de la ciudad y no en la clase de la señorita Nyström, en la realskola de Estocolmo. Habría podido tumbarme a la sombra y perderme en mis pensamientos, en lugar de aguantar una disertación sobre economía doméstica mientras mis compañeras de clase me lanzaban miradas inquisitivas.
Sin embargo, mis padres habían insistido en que recibiera una buena formación. Fue mi padre en persona quien me matriculó en esa escuela y me inculcó que solo así llegaría a algo en la vida. «En los tiempos que corren, no puedes depender solo de encontrar a un buen hombre», fueron sus palabras exactas. Mi madre lo miró con una expresión extraña, pero luego añadió que la belleza por sí sola ya no le bastaba a una mujer para ser feliz.
Yo no quería frustrar todos sus esfuerzos haciendo novillos, y menos cuando no hacía ni dos días que había enterrado a mi madre.
La muerte fue a buscar a Susanna Wallin durante la noche y se llevó su alma con absoluta discreción. Yo la encontré cuando me levanté a la mañana siguiente, extrañada por el silencio que reinaba en la casa. Mi madre siempre era la primera en entrar en la cocina para encender los fogones y preparar el desayuno. Ni siquiera después de la desaparición de mi padre había perdido la costumbre. Ese día, en cambio, todo era distinto. Cuando fui a su habitación para despertarla, vi que miraba el techo con los ojos abiertos. Al principio me pareció pensativa, pero entonces la toqué y noté lo rígida y fría que estaba.
Enseguida comprendí que ningún médico podría ya salvarla, y fue como si algo se quebrara dentro de mí. Corrí a casa del doctor llevada por el pánico, y poco después el hombre me confirmó la terrible noticia. Todo lo ocurrido a continuación había desaparecido en la oscuridad de mi recuerdo, pero de algún modo logré avisar al pastor y a las vecinas.
Algunos días más tarde, volvía a encontrarme en mi cama, con el encendedor que un día fue de mi padre en las manos. Debía de haberlo sacado del cajón mientras me deshacía en lágrimas. Estaba cálido por el contacto con mi piel, y de algún modo me consolaba, aunque apenas sabía nada de ese hombre.
Mi padre siempre había sido una figura un poco ausente, y mi madre soñaba con un mundo que quedaba fuera de mi alcance. Ambos se habían ocupado muy bien de mí, jamás recibí una bofetada, pero en ocasiones parecían maniquíes colocados en mi vida solo para hacerme compañía.
Cuando mi padre desapareció de repente, me costó encontrar consuelo. Una tarde sencillamente no regresó a casa. Mi madre esperó dos días antes de informar a la policía, que buscó a Sigurd Wallin por todas partes, pero no dio con él. Alguien informó a los agentes de que lo había visto en un puente de Gamla Stan, y las investigaciones confirmaron que, en efecto, había estado allí. Encontraron su encendedor delante del pretil. Estaba bañado en oro y decorado con grabados de delicadas flores, y yo siempre lo miraba embobada cuando lo usaba para encender sus puritos. Fue lo único que me quedó de él.
Las autoridades llegaron a la conclusión de que se había quitado la vida lanzándose al agua. La búsqueda se extendió hasta la costa, pero el mar Báltico era profundo y las corrientes lo arrastraban todo muy lejos, mar adentro.
Al cabo de un año de búsqueda infructífera lo declararon muerto y yo me quedé con el pequeño encendedor, ya que mi madre no lo quería para nada. Se deshizo de toda su ropa sin grandes lamentos, como si fuera una labor que se había terminado y pudiera recogerse de una vez por todas.
Durante aquel duelo me aferré a la idea de que todavía tenía a mi madre, pero en esta ocasión no me quedaba nadie más.
Los primeros días después de su muerte me sentí como un fantasma. No notaba nada, apenas era consciente de lo que me rodeaba. En mi interior solo hallaba pena y dolor. Al cabo de un tiempo me recuperé hasta cierto punto, pero aun así me costaba llegar al final del día. A menudo me sobrevenía un llanto convulsivo, casi siempre en el momento más inoportuno, y entonces no tenía más remedio que retirarme a algún rincón. Me movía como una sombra por nuestra casa amarilla de la sinuosa calle de Brännkyrkagatan. Me sentía aislada de los demás, a quienes veía felices. Mi único consuelo era Paul, que me visitaba para asegurarse de que me encontraba bien.
Sin embargo, aún peor que estar en la casa vacía era tener que ir a clase.
Cuando mi padre desapareció, en la escuela me recibieron con gran compasión. Todos se hicieron cargo del horrible giro del destino y se apiadaron de mi madre y de mí.
Esta vez me había quedado huérfana del todo. Mis abuelos paternos habían fallecido hacía mucho, y mi madre nunca me había hablado de sus propios padres. Yo no los conocía. Cuando le preguntaba por ellos, solo contestaba que no tenía ningún abuelo por parte de madre.
En clase nunca había hecho muchas amigas, aparte de Daga, casi ninguna chica hablaba conmigo. Aquello sí que me hizo sentir lo que era no tener a nadie en la vida. Cada vez que me veían y unían sus cabezas, era como si recibiese una puñalada. Sin padres, me daba la sensación de estar desprotegida.
Unos golpes en la puerta del aula me sacaron de mi letargo. La señorita Nyström invitó a pasar al señor Persson, que era quien había llamado. El director de nuestro centro se dirigió en susurros a la profesora de economía doméstica; luego se volvió y miró por encima de todas las cabezas, directamente hacia mí.
—Matilda Wallin —anunció entonces—, ¿quieres acompañarme, por favor?
A mi alrededor surgieron murmullos y se oyó alguna risilla maliciosa.
Se me aceleró el corazón. Me levanté y bajé la mirada, avergonzada, aunque enseguida me erguí de nuevo. Sabía lo que pensaban las demás. Imaginarían que, como ya no tenía padres, iban a expulsarme de la escuela. Y, sinceramente, también yo lo esperaba.
Asustada e inquieta, seguí al director, un hombre alto y corpulento que siempre llevaba pajarita y a quien las chaquetas le quedaban algo torcidas. Ya en el pasillo, percibí el aroma del agua de colonia y de la brillantina con la que intentaba dominar su rebelde cabellera negra. Lo arrastraba como una bandera ondeante.
Al despacho del director solo te llamaban cuando habías hecho algo horrible o si tenían malas noticias. La última vez que estuve allí fue para explicarle al señor Persson que mi madre había muerto y que por eso no asistiría a clase durante unos días. La sala era enorme y en ella todo era marrón. Estanterías marrones con libros encuadernados en cuero marrón. Una silla marrón detrás de un escritorio también marrón. En el suelo, una alfombra con zarcillos marrones sobre fondo beis. No había ni una sola nota de color que ofreciera alguna distracción.
Cuando entramos, nos estaba esperando una mujer alta ataviada con un elegante vestido azul oscuro. Era rubia y llevaba el pelo recogido en un moño en la nuca. Su rostro de bellas proporciones quedaba enmarcado por un par de mechones que se le habían soltado a ambos lados.
—Permítanme que las presente —dijo el director, y asintió hacia la desconocida—. Condesa, esta es Matilda Wallin. Matilda, la condesa Agneta Lejongård.
¿Una condesa? ¿Qué estaba haciendo una aristócrata allí? Miré a la mujer sin salir de mi asombro. En los cuentos que mi madre me contaba de pequeña, las condesas llevaban diademas en la cabeza y deslumbrantes vestidos de hilo de plata. Esa mujer ni siquiera se había puesto sombrero.
Una sonrisa asomó a su rostro.
—Me alegro de conocerte —dijo y me acercó la mano.
Yo no sabía cómo reaccionar. ¿Debía hacerle una reverencia? ¡Era de la nobleza! Me incliné un poco cuando su mano tocó la mía, y al mismo tiempo me pregunté qué querría una condesa de la hija de un contable.
—Sentémonos —propuso el director.
—Lamento la pérdida de tu madre. Y tan poco tiempo después de la desaparición de tu padre, además… —dijo la mujer dirigiéndose a mí.
La miré desconcertada. ¿Cómo sabía eso? ¿La habrían enviado de la beneficencia? ¿De un orfanato?
Pareció leerme el pensamiento, porque enseguida añadió:
—Por eso estoy aquí.
—¿Por mi padre?
Negó con la cabeza.
—Por ti.
Miré al director, pero el señor Persson permanecía impasible. Parecía un espectador ante una cautivadora obra teatral.
—Todavía no eres mayor de edad, y eso significa que necesitas un tutor —explicó la condesa.
Me recorrió una oleada de pánico. Conque sí era de la beneficencia…
—Me las arreglo muy bien sola —repuse—. Cuando mi madre estaba enferma, me ocupaba yo de la casa. Y en la escuela… —Me interrumpí al comprender que alguien tendría que pagar las clases.
Mi padre había apartado un dinero para ello, pero yo todavía no tenía la edad suficiente, así que no me permitirían acceder a la cuenta.
La condesa miró a Persson y luego otra vez a mí.
—¿Te gusta estudiar aquí?
—Sí —respondí nerviosa, y me percaté de que me estaba tirando de las mangas de la blusa.
—El director Persson me ha contado que eres buena alumna.
—Las manualidades le cuestan un poco y podría ir mejor en física, pero la aritmética se le da estupendamente. Y por supuesto también el sueco, así como el inglés.
—¿Estudias inglés? —preguntó la condesa.
—Sí, señora —contesté asintiendo con la cabeza.
—Pues eso podría venirte muy bien en la vida algún día. Igual que saber manejarte con los números y las palabras.
¿Para qué le interesaba a la beneficencia mi rendimiento académico?
—¿Qué significa todo esto? —pregunté antes de que Persson y la condesa pudieran seguir comentando mis notas—. ¿Por qué está aquí? ¿Quieren enviarme a un orfanato?
La mujer enarcó las cejas al instante.
—No, de ninguna manera —respondió con calma—. He venido para comunicarte que me han nombrado tu tutora legal.
Me quedé boquiabierta. ¿Esa desconocida, que además era condesa, iba a decidir sobre mi futuro durante los años que me faltaban hasta alcanzar la mayoría de edad?
—Ya sé que resulta algo repentino —siguió diciendo—, pero no quería que tuvieras que esperar a la apertura del testamento para enterarte.
La miré sin salir de mi asombro. ¿Mi tutora? ¿La apertura del testamento? ¿Esa mujer a quien no había visto en la vida iba a hacerse cargo de mí?
—¿Por qué? —pregunté, casi pensando en voz alta.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué precisamente usted? ¿Qué motivo podría tener una condesa para aceptar ser mi tutora legal?
—¡Matilda! —siseó el director a modo de advertencia, pero la mujer hizo un gesto conciliador con la cabeza.
—No pasa nada. —Respiró hondo y luego añadió—: Porque así lo quiso tu madre.
—¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver usted con mi madre?
—Nos conocíamos desde hace mucho tiempo. Poco después de su muerte, un notario me envió el documento en el que expresaba el deseo de nombrarme tu tutora.
Sacó un sobre del bolso y me lo entregó.
Lo abrí y reconocí la letra de mi madre al instante. Los arcos generosos, esas «bes» y esas erres tan típicas de ella. La carta llevaba fecha del 19 de febrero del año anterior. ¿Acaso sospechaba ya que no estaba bien de salud? ¿Sabía que le fallaría el corazón? Si así era, me lo había ocultado muy bien. Nunca habíamos hablado de que estuviera enferma.
Me detuve en una frase en concreto: «En caso de que yo muera, deseo que la condesa Agneta Lejongård sea nombrada tutora legal de mi hija Matilda».
—¿Por qué escribiría esto? —pregunté entonces—. Mi madre nunca me dijo nada.
De pronto esa condesa me resultó sospechosa. ¿Y si quería venderme a terceras personas? ¿O eso solo sucedía en las novelas románticas baratas?
—¡Matilda! —volvió a exclamar el director. Su voz dejaba claro que estaba enfadado—. ¡Piensa en lo que representa esto para ti! Deberías estar agradecida por este regalo.
—Oh, no. No lo consideres un regalo —repuso la condesa—. Tengo la responsabilidad de cuidar de ti. En Lejongård estarás bien, y tal vez algún día llegues a ver la finca como algo parecido a un hogar.
Esas palabras me cayeron como un jarro de agua fría. Tendría que abandonar mi casa. ¿Qué pasaría con Paul y conmigo? ¿Y con mi deseo de ir a la Escuela de Comercio? Paul y yo habíamos fantaseado con dirigir juntos su futura empresa. Él fabricaría muebles y yo me encargaría de llevar los libros contables, porque a mí las cuentas se me daban mucho mejor.
Sin embargo, de pronto todos esos sueños se habían acabado porque tendría que pudrirme en esa finca. Cargar carros de estiércol, amontonar heno en el pajar y, al terminar el día, ver a los zorros y las liebres dándose las buenas noches. Adiós a los centelleantes clubes de jazz sobre los que había leído y con los que soñaba en secreto. Adiós también a una vida emocionante en la ciudad. Iban a separarme de todo lo que conocía.
Me sentía al borde de las lágrimas.
—¿Y si no quiero? —pregunté, obcecada.
Mi rabia era por lo menos tan grande como el iceberg contra el que chocó el Titanic.
—¡Matilda! —El director Persson parecía a punto de saltar de su silla—. ¡No tienes más remedio!
La condesa me miró.
—¿Qué habrías querido hacer al terminar la escuela si tu madre no hubiera muerto? —preguntó con una dulzura sorprendente.
—¿Acaso importa? —repliqué entre sollozos.
—Para mí, sí. Todavía no te conozco, Matilda, no sé cuáles son tus sueños. Y, créeme, sé muy bien lo que es no poder cumplir nuestros deseos.
La miré fijamente.
El director resopló. Debía de parecerle una niña irrespetuosa. ¡Pero estábamos hablando del resto de mi vida!
Aparte de Paul, nadie sabía nada de mis anhelos profesionales. La mayoría de las chicas deseaban encontrar un buen hombre que las mantuviera. Solo iban a la realskola para poder convertirse en eficientes amas de casa. Si les hubiera explicado lo que tenía pensado hacer con mi vida, todavía me habrían marginado más.
—Querría ir a la Escuela de Comercio para trabajar en una gran empresa algún día —me oí decir—. Los números me fascinan. En cualquier caso, me gustaría mantenerme por mí misma, tener casa propia y tal vez un automóvil.
Agneta Lejongård asintió con prudencia y me miró a los ojos.
—Son buenos objetivos. No veo ningún motivo por el que no debas alcanzarlos.
—Bueno, me he quedado huérfana y no tengo dinero para pagar mis estudios —se me escapó sin querer—. Y si ahora, además, tengo que ir a esa finca…
—Lejongård tampoco está en el fin del mundo —adujo la condesa riendo—. Kristianstad queda muy cerca, y allí hay una buena Escuela de Comercio.
A punto estuve de replicar que de todos modos Paul no estaría allí, pero me mordí la lengua.
—No tienes que decidir nada de eso ahora mismo —dijo la mujer después de mirarme unos instantes—. Perdóname si te he atosigado. Aun así, debes saber que intentaré ayudarte a hacer realidad tus sueños.
Asentí. ¿Qué otra opción me quedaba? El director Persson tenía razón, mi madre había elegido a esa mujer como tutora, no podía rechazarla.
—Aquí tienes la citación para ir al notario mañana por la mañana. Presenciaremos la apertura del testamento de tu madre. Yo estaré contigo. —Me entregó la carta, se levantó y se volvió hacia el director—. Le darán el día libre en la escuela, ¿verdad?
—Desde luego, señora —confirmó Persson, que se apresuró a levantarse también.
—Muy bien. Entonces nos veremos mañana a primera hora —dijo Agneta Lejongård, y se despidió de mí.
Me habría encantado saber dónde se alojaba en Estocolmo, pero antes de que se me ocurriera preguntárselo, ya estaba otra vez en el pasillo.
Acaricié el sobre con la mano, despacio. Las lágrimas seguían ardiendo en mis ojos.
La citación para la apertura del testamento de mi madre. Sentí que aquello era muy real. Habría querido salir corriendo de la escuela e ir a esconderme a mi casa, pero justo entonces sonó el timbre y un momento después me vi rodeada de compañeras.
Daga se me acercó enseguida.
—Matilda, ¿qué ha pasado? —preguntó, preocupada al ver mis mejillas encendidas.
Me guardé la carta en el bolsillo de la falda.
—Nada, yo… Solo estoy un poco alterada. —Me sequé las lágrimas de la cara con nerviosismo, pero a Daga no la podía engañar.
—Te han dado malas noticias, ¿verdad? —quiso saber, y como no contesté enseguida, tomó aire con brusquedad—. ¿No te habrán expulsado de la escuela?
—No. He… he conocido a mi nueva tutora legal.
—¿Una solterona estricta de algún orfanato?
—No, una condesa.
Mi amiga se quedó boquiabierta.
—¿Una condesa? ¿Y qué tiene que ver contigo?
Cuando iba a responderle, vi que las demás chicas de clase venían hacia nosotras. No podían verme llorar. Bastante que hablar había dado ya.
—Busquemos algún lugar donde no nos molesten —murmuré y nos dirigimos al murete que delimitaba el patio de la escuela por el sur.