Capítulo 28

 

 

 

 

 

TRES DÍAS DESPUÉS, entré en la notaría con el corazón palpitante. Casi lamentaba un poco que Agneta no me hubiese acompañado. Era mayor de edad y podía resolver mis asuntos yo sola, desde luego, pero un poco de apoyo tampoco me habría ido mal.

Subí la escalera y dejé pasar a dos hombres que se cruzaron conmigo. Llamé al timbre. Una joven vestida con un traje gris y una blusa azul claro me abrió la puerta.

—Tengo una cita con el señor Malmström. Soy Matilda Wallin.

La mujer me sonrió.

—Adelante, señorita Wallin. Quítese el abrigo y siéntese un momento, por favor. Enseguida aviso al señor Malmström.

Asentí. El despacho estaba decorado muy a la antigua, con revestimiento de madera rojiza en las paredes y muebles macizos. En el escritorio de la secretaria, en cambio, había un teléfono de un modelo muy moderno, negro y brillante.

Sonó de repente y me sobresalté. Enseguida sentí vergüenza; estaba muy acostumbrada al timbre de un teléfono, y sin embargo me comportaba como una chica de provincias que nunca hubiera visto esas cosas. Un instante después, la secretaria salió de nuevo.

—El señor Malmström la está esperando. ¿Si es tan amable de acompañarme?

Cuando me levanté, sentí que iban a fallarme las rodillas.

—Buenos días, señorita Wallin —saludó el notario. Era un hombre agradable y algo rechoncho, con un bigote enorme y un poco calvo—. ¡Siéntese, por favor! Espero que haya tenido buen viaje.

—Gracias, todo ha ido según lo planeado.

Entrelacé las manos, que tenía heladas. Por dentro me sentía tan burbujeante como un vaso de refresco.

—Me alegro. Bueno, pues no perdamos más tiempo. ¿Ha traído alguna documentación con la que pueda identificarse?

Asentí y saqué mi documento de identidad. En la fotografía casi parecía una niña. Lo examinó, me miró y me lo devolvió. Después sacó un sobre que dejó en la mesa, rompió el sello y del interior extrajo una hoja de papel. Su secretaria, que me había seguido y se había sentado en una silla junto a la puerta con lápiz y papel, se preparó para levantar acta.

—Matilda Wallin, identificada mediante su documento de identidad, se presenta por la cuestión de la herencia Lejongård. —¿La herencia Lejongård? Antes de que pudiera preguntar nada, Malmström prosiguió—: A continuación doy lectura al testamento de la condesa Stella Lejongård, del 21 de agosto de 1917.

Abrí mucho los ojos. ¿Stella Lejongård? ¡Era la madre de Agneta! ¿Qué tendría que decirme? ¿De qué me conocía? Cuando llegué a la finca, hacía mucho que ella había muerto. Y esa fecha… Por entonces yo no tenía ni tres años.

—El 21 de agosto de 1917, la condesa Stella Lejongård compareció ante mí y dispuso lo siguiente: «La señorita Matilda Wallin, nacida el 2 de noviembre de 1914, recibirá a su mayoría de edad el control de la cuenta especificada a continuación, que dispone de quince mil coronas». También me pidió que le leyera la siguiente declaración…

Me quedé paralizada en la silla. ¿Que la madre de la condesa Agneta me cedía el control de una cuenta? ¡Quince mil coronas eran una fortuna! Sin embargo, antes de que pudiera hacer ningún comentario, el notario empezó a leer:

 

Estimada Matilda Wallin:

No nos conocemos, y cuando le lean esta carta hará años que habré fallecido. No sé si mi hija habrá ido a verla, pero, en caso de que no sea así, ahora sabrá toda la verdad. La verdad sobre su padre y su ascendencia.

 

¿Mi padre? ¡Eso no tenía ningún sentido! ¿Qué podía saber la anciana condesa de mi padre?

Malmström continuó:

 

Hace ya tiempo que tengo la intención de hacer esto, y tal vez sea señal de mi mala conciencia. Sea como fuere, el motivo por el que está usted aquí es que, aunque lleve otro apellido y haya crecido lejos de Lejongård, es miembro de nuestra familia.

Hace unos años trabajó en nuestra casa una criada llamada Susanna Korven. Quedó embarazada fuera del matrimonio y fue despedida tras protagonizar cierto incidente.

En realidad, ese habría podido ser el final de Susanna; el final de su reputación, el final de su reconocimiento social. Gracias a la obstinada intervención de mi hija Agneta, sin embargo, usted pudo crecer como lo hizo y sus padres fueron personas respetables.

No tendría por qué ponerme en contacto con usted, pues, de facto, carece de cualquier derecho.

No obstante, estaban esas fotografías. Unas fotografías donde se la veía de niña. Nunca lo reconocí ante mi hija, pero me recordaba usted muchísimo a mi querido hijo. Hendrik, el hermano de Agneta, era su padre. Me cuesta escribir esto, pero esas fotografías que su madre le envió a mi hija me llegaron al corazón. Vi los ojos de Hendrik en los de usted, y por eso he tomado la decisión de incluirla en mi testamento.

Se trata de una cantidad relativamente pequeña la que puedo hacerle llegar. La verdad vale mucho más.

Por desgracia, no está en mi mano legitimarla. Eso debería haberlo hecho mi hijo, y ya no le será posible. Aun así, me voy con la certeza de que conocerá usted sus orígenes.

Le deseo una vida apacible y feliz,

Stella Lejongård

 

A las palabras del notario les siguió el silencio. Solo se oía el tictac del reloj de pie que había a mi izquierda. Vi que la secretaria terminaba con el acta y que el notario clavaba los ojos en mí.

Exhalé despacio y comprendí que había estado conteniendo el aliento. Por fin volví a sentir que me latía el corazón y oí el susurro de mi circulación.

Pero ¿dónde estaban mis sentimientos? La tensión y el hormigueo que antes había sentido en el pecho y la barriga parecían haber desaparecido. Me había convertido en un bloque de piedra, y al mismo tiempo mi cabeza se negaba a creer lo que el notario acababa de leer. Lo que había escrito Stella Lejongård. ¿Que era hija del hermano de Agneta? ¿De ese Hendrik cuya muerte había acabado con los sueños de la condesa de tener una vida independiente como pintora?

No podía ser. Mi madre y el hijo del conde…

No era posible.

Sin embargo, ¿qué motivo habría tenido la anciana Stella para inventar algo así? ¿Y para dejarme tantísimo dinero, además? El día de mi mayoría de edad…

—¿Podría ver la carta? —pedí.

—Por supuesto. Puedo entregarle el original, yo me quedaré con una copia.

Me dio el papel y volví a leerlo palabra por palabra, pero allí no decía más que lo que ya había oído. La elegante caligrafía de la mujer y su mensaje desde el más allá solo se diferenciaban en que ahora era yo quien leía.

¡Era hija de Hendrik Lejongård! Prima de Ingmar y Magnus. Sobrina de Agneta y Lennard.

—¿Acepta usted la herencia? —preguntó entonces el notario.

Percibí impaciencia en su voz.

¿Quería esa herencia? Iba ligada a la verdad, o al menos eso afirmaba Stella Lejongård, y no podía cerrar los ojos a la realidad.

—Sí —contesté—, la acepto.

 

 

UNOS MINUTOS DESPUÉS, salí tambaleante de la notaría y me detuve en la acera. Ante mí circulaban los coches. El viento me alborotó el pelo con suavidad y un frío húmedo se coló bajo mi abrigo. Todavía estaba aturdida.

Mis pensamientos giraban en círculo. ¡Mi madre había tenido una relación con el hijo de los señores! Se quedó embarazada fuera del matrimonio y por eso tuvo que abandonar la finca, pero ¿cómo acabó casándose con mi padre?

¡No era posible que le hubiera ocultado todo eso!

La sangre afluía con fuerza a mis sienes. ¿Qué se sentía al sufrir una conmoción? Aparte de la muerte de mi madre, esa noticia era lo que más me había sacudido en la vida. ¿Qué debía hacer?

Me habría gustado arrancarme la ropa y ponerme a gritar, pero seguramente la gente me habría tomado por loca y habría llamado a la policía. Un temblor se extendió por todo mi cuerpo. Cerré los puños. No, no podía dejar que nadie notara nada.

Reuní todo mi aplomo y me puse en marcha. El corazón me latía a toda velocidad y eché a correr como no lo había hecho nunca. En esos momentos solo podía hacer una cosa. Regresar a Lejongård y exigirle a Agneta una explicación.