ESE MISMO DÍA fui al cementerio a visitar a mi madre. Le llevé unas flores, aunque sabía que el frío de noviembre las marchitaría enseguida.
—¿Por qué no me contaste nada? —pregunté ante su lápida—. ¿Por qué no me confesaste que hubo otro hombre? ¿Uno al que amaste de verdad? —Callé un momento antes de continuar—: Y tú, papá, dondequiera que estés, ¿por qué nunca me diste una señal? ¿Por qué permitiste que lo creyera? ¿Por qué pensasteis que no tenía derecho a saberlo?
Mi voz resonó en el silencio que rodeaba las tumbas. De nada servía preguntar a los muertos.
Salí del cementerio y, en lugar de regresar a la casa de mis padres, fui al centro de la ciudad. No me apetecía encerrarme entre cuatro paredes a darle vueltas a la cabeza. Prefería pasear un poco por el parque. El Kungsträdgården estaba muy tranquilo en esa época del año, pero allí había galerías y cafés, y gente suficiente para distraerme un poco.
Cuando bajé del autobús y eché a andar en dirección al parque, mi mirada se topó con el Grand Hotel. Solo era uno de los muchos edificios clasicistas que bordeaban esas calles, pero con las banderas en el tejado y una fachada digna de un palacio, resultaba especialmente impresionante.
Me quedé paralizada unos segundos. Solo había estado en un hotel una vez, pero el ir y venir de personas me había parecido fascinante. ¿Y si intentaba encontrar empleo allí? Aunque no tenía nada que ver con lo que había estudiado, descubrí que no me importaría trabajar como camarera. Lo único que quería era olvidarme de Lejongård. Deseaba un camino propio y… ¿no había soñado de joven con visitar los confines de la tierra?
Tal vez no pudiera viajar a lo largo y ancho del mundo, pero allí el mundo vendría a mí. Y nunca me sentiría sola.
Me armé de valor y entré.
La joven recepcionista, que llevaba un bonito vestido azul y se había ondulado la melena rubia a ambos lados de la cara, me sonrió con amabilidad.
—¿En qué puedo ayudarle, señora?
Seguro que esperaba que le pidiera una habitación o preguntara por algún huésped.
—¿Qué debo hacer para conseguir trabajo en el hotel? —dije, en cambio.
—¿Perdone? —repuso ella, desconcertada, y miró alrededor, como si alguien pudiera traducirle mi pregunta.
—Me gustaría solicitar un puesto de trabajo.
—¿Qué puesto?
—Cualquiera.
La joven me miró como si hubiera perdido el juicio, y quizá así fuera. Tal vez acababa de sufrir una crisis nerviosa en la calle, solo que aún no lo sabía.
—Bueno, yo no tomo esas decisiones —explicó—, pero podría llamar al señor Viselundt. Es nuestro director de personal.
—Hágalo, por favor —pedí con una sonrisa—. Me llamo Matilda Wallin.
La recepcionista me miró como si en cualquier momento pudiera sacar un cuchillo. Le tembló la mano al levantar el auricular del teléfono, pero pasó mi recado sin quitarme los ojos de encima.
—Por favor, siéntese un momento allí —dijo al colgar.
—Gracias —repuse, y me dirigí a los sofás.
Mientras me dejaba caer sobre el suave tapizado, cobré conciencia de lo que estaba haciendo.
¡Debía de haberme vuelto loca! Pretendía solicitar un empleo en el hotel más grande y elegante de Estocolmo. No llevaba la documentación necesaria y mi decisión había sido improvisada. No me habría extrañado que se hubiese presentado el portero, o la policía, para echarme del establecimiento.
Pasaron unos minutos y levanté la mirada hacia la maravillosa araña de cristal que colgaba en el centro del vestíbulo. La luz quedaba atrapada por sus lágrimas y las hacía brillar como si fueran joyas.
—¿Señorita Wallin? —preguntó una voz masculina—. Bert Viselundt, director de personal de la casa.
Era un hombre calvo de casi cincuenta años que llevaba un traje de mil rayas azul oscuro.
—Encantada de conocerle.
Me levanté y le di la mano. El hombre me la estrechó y añadió:
—Acompáñeme a mi despacho, por favor.
Pasamos por delante de la recepción, desde donde la joven nos lanzó una mirada de asombro. Yo no podía creer lo que estaba ocurriendo. El director de personal iba a atenderme, y eso que no había concertado ninguna cita. ¿Era posible o todavía estaba sentada en el autobús soñando? No, aquello era real, igual que el olor a puro de su despacho.
—De modo que busca un puesto de trabajo —dijo tras ofrecerme una silla frente a su escritorio. Él ocupó su lugar—. ¿Y en qué había pensado?
—Bueno, me da lo mismo. Trabajaría incluso como camarera de habitación. Deme el puesto que quiera.
—¿Dónde ha trabajado antes? —siguió preguntando el hombre.
¿No era eso del todo indiferente? La idea de mencionar Lejongård me supuso un sofoco, pero ¿qué podía pasar? Seguramente allí nadie conocía a Agneta Lejongård.
—En la finca Lejongård, cerca de Kristianstad —respondí.
—¿Y qué hacía allí? ¿Trabajaba de criada?
«No, pero mi madre sí», estuve a punto de decir. Mi madre, que había tenido una relación con el hijo de los señores. Por suerte, mis labios fueron más sabios y se contuvieron.
—Trabajaba en la administración —expliqué—. La finca cuenta con una cuadra de caballos y muchas hectáreas de tierra.
—¿De manera que es usted del campo?
El hombre me miró de la cabeza a los pies. Debía de tomarme por una ingenua pueblerina. Era curioso; cuando me trasladé de la ciudad al campo, también a mí me parecía imposible vivir allí.
—Nací en Estocolmo —respondí—, pero tras la muerte de mi madre pasé varios años en la finca. Estudié en la Escuela de Comercio de Kristianstad, y puedo entregarle una carta de recomendación, si lo desea.
—¿Tiene el título? —preguntó Viselundt—. ¿Y quiere que la contrate de camarera?
—Bueno, no he dicho que tuviera que ser de camarera. Me refería a que estoy dispuesta a aceptar cualquier trabajo.
—¿Y por qué precisamente aquí?
—Acabo de regresar a casa y necesito nuevos retos.
—¿A casa? ¿Con sus padres?
—A la casa de mis padres. Que ahora es mía.
El hombre asintió y lo pensó un momento.
—¿Y qué ha ocurrido con su puesto en la finca? —preguntó entonces—. ¿La han despedido?
—No, lo he dejado yo. —Por motivos que al director de personal no le incumbían.
—¿Fue de mutuo acuerdo?
—Sí —respondí con la mayor seguridad posible.
Sentía que el recelo de Viselundt iba en aumento. Tal vez sería mejor salir de allí. Había sido una idea descabellada. ¿Cómo se me había ocurrido?
Entonces recordé que aún llevaba en el bolso la carta de Agneta, junto con las otras dos que habían marcado mi destino. Aunque no había querido utilizar nada de lo que me había dado la condesa, esta vez no podría evitarlo. No sabía lo que decía en ella, pero tal vez ayudara. Y en caso contrario, al llegar a casa redactaría una solicitud formal y lo intentaría en otra parte.
—Esta es mi carta de recomendación —dije—. Por si quiere leerla.
El hombre aceptó el sobre con cierta desgana. Parecía compartir la opinión de la recepcionista. Aun así, sacó la hoja y leyó lo que Agneta había escrito sobre mí.
En ese momento deseé conocer el contenido de la carta. No, en realidad quise no haber entrado nunca en ese hotel. Debería haberlo pensado mejor y haber preparado la documentación. Además, ¿cómo se me había ocurrido trabajar en un hotel? Yo, que en realidad había querido abrir una fábrica de muebles con Paul. ¿Era el espíritu de mi madre el que me había guiado?
El señor Viselundt se reclinó contra el respaldo de la silla. Me recordó un poco a Ingmar. Entre otras cosas porque parecía igual de desconcertado que este en nuestra última conversación.
—Seré sincero con usted —empezó a decir—. En realidad, no tenemos ningún puesto que ofrecer. En este establecimiento se entra por recomendación y muy pocas veces publicamos una oferta de trabajo. Esta casa es una de las mejores de Suecia y sin duda el mejor hotel de Estocolmo. Por aquí pasa la realeza, así como la nobleza más acaudalada, artistas y grandes terratenientes.
Hizo una pausa para darme ocasión de asimilar lo que acababa de decir. Después prosiguió:
—Usted, en cambio, se presenta de repente y da la impresión de que no lo ha pensado ni cinco minutos. Me pide cualquier empleo, aunque tiene un título de una buena escuela y ha trabajado en la dirección de una de las fincas más famosas del país. —Entrelazó las manos sobre la mesa—. Señorita, debería preguntarse qué trabajo desea desempeñar aquí antes de hacerme perder el tiempo. No puedo ofrecerle un puesto a alguien a quien le da igual lo que vaya a hacer.
Bajé la cabeza. Mi entusiasmo había desaparecido. Estaba claro que la carta de Agneta no me había ayudado en nada. Tal vez no debería habérsela enseñado. Quizá ni siquiera debería haberla aceptado.
—¡Váyase a casa! —exclamó Viselundt, y me devolvió el sobre.
Asentí. La vergüenza hizo que me sonrojara.
—Y cuando esté allí —añadió—, siéntese delante del escritorio y prepare una solicitud como es debido. Quiero ver sus credenciales y su currículo. Esto no es una granja en la que pueda uno enrolarse como si fuera la marina mercante. Usted es titulada, y con su experiencia laboral estaría cualificada para trabajar como asistente de dirección, pero solo si lo solicita como debe ser. ¿Lo ha entendido?
Enarqué las cejas.
—Sí, pero… ¿Considerará entonces mi petición?
—Por supuesto. Como la de cualquiera que me la haga llegar de la forma adecuada. Y ni se le ocurra dejarse caer por aquí si no la he mandado llamar. ¿Está claro?
Una oleada de calidez recorrió mi cuerpo. ¡Aún no me había rechazado! Sus palabras habían sido bruscas, cierto, pero ¿qué esperaba? ¿Que me contratara alegremente? ¡Al menos estaba dispuesto a darme una oportunidad!
—Sí, señor Viselundt —contesté—. Le haré llegar mi solicitud lo antes posible. ¡Gracias!
Me levanté y guardé la carta de nuevo en el bolso. Cuando llegué a la puerta, el señor Viselundt preguntó algo más:
—¿Por qué nuestro hotel y no otro?
Sonreí.
—Me ha llamado la atención. Iba de camino al parque, pero entonces he comprendido que en realidad quería venir aquí. Que quiero trabajar aquí.
EN EL AUTOBÚS de vuelta a casa, saqué del bolso la carta de recomendación de Agneta. Me latían las sienes, pero sentía una extraña felicidad. Esa mañana todavía estaba afligida por lo ocurrido con Ingmar, y de pronto un hormigueo de emoción me recorría todo el cuerpo.
Por un momento deseé contárselo, pero me llamé al orden.
Mi idea de ir al hotel había surgido porque Lejongård ya era parte del pasado. No quería poner eso en peligro yendo a buscar a Ingmar y permitiendo así que la finca volviera a entrar en mi vida. Por mucho que Agneta me hubiese dado algo que, sin duda, había causado muy buena impresión en el director de personal.
¿Qué habría escrito? Saqué la carta del sobre con manos torpes. La luz del autobús no era muy buena, pero bastaba para leer lo que ponía.
Por la presente doy fe de que Matilda Wallin ha estado cuatro años trabajando en la finca Lejongård. En este tiempo, no solo ha acumulado una amplia experiencia en contabilidad y gestión empresarial, sino que también ha contribuido a organizar los acontecimientos de temporada a los que, entre otros, ha asistido su majestad el rey. Su trabajo ha contado siempre con mi total satisfacción. Matilda Wallin es discreta, aplicada, puntual y muy inteligente, además de tener un carácter agradable. Está dispuesta a adaptar su horario laboral a cualquier circunstancia empresarial, muestra una entrega total y también reacciona con profesionalidad y reflexión ante los contratiempos.
Cualquier empleador se sentiría afortunado de contar con esta joven en su plantilla.
Firmado:
Condesa Agneta Lejongård
Al doblar de nuevo la carta me invadió una sensación amarga. Le había gritado y recriminado su silencio, pero ella me había escrito una recomendación magnífica. En realidad, debería estarle agradecida.
No tenía ni idea de si esos elogios hacían honor a la verdad o si Agneta los había redactado por mala conciencia. Era posible que estuviera anticipando todos los sentimientos que me surgieron de repente: desconcierto, pesar y compasión.
¿No debería llamarla al menos para darle las gracias? ¿No estaría bien escribirle, como mínimo?
No, decidí no hacerlo.
ME PASÉ TODA la noche sentada al escritorio, redactando una carta de solicitud. Busqué también otros hoteles en el listín telefónico, pero puse todas mis esperanzas en el Grand Hotel.
Cuanto más lo pensaba, más claro tenía que era la persona adecuada para el establecimiento. Sabía lo que había que tener en cuenta cuando se recibían huéspedes de alto rango. Tenía experiencia con la contabilidad y en la Escuela de Comercio había aprendido que las diferencias entre empresas de distintos ámbitos eran mínimas. Se alquilaran habitaciones, se vendieran caballos o cereal, siempre se trataba de cuadrar ingresos y gastos, y luego hacer un balance que, en el mejor de los casos, reportaba beneficios.
También me gustaba organizar la fiesta del solsticio, la cacería de otoño y la celebración de Santa Lucía, así como otras recepciones más modestas y las vacaciones de verano de la princesa heredera en nuestra casa. Seguramente había visto a más personas influyentes que cualquier otro candidato.
Sí, era idónea. Y aunque no tenía ni idea de cómo solicitar un puesto de trabajo, intenté exponer todo eso en mi escrito.
Por la mañana, al contemplar la hoja que estaba en la mesa y los numerosos papeles arrugados que habían acabado debajo de ella, me sentí exhausta pero contenta. Sopesé si dormir un rato, pues me lo había ganado, pero decidí acercarme al hotel sin demora. Metí la carta en un sobre marrón junto con la recomendación de Lejongård y el título de la escuela, me eché el abrigo por encima y me puse en camino.
El autobús llevaba a obreros, oficinistas y empleados a sus puestos de trabajo. Entre ellos había algunas mujeres con abrigos baratos pero elegantes. Charlaban alegres sobre sus compañeros y también acerca de lo que había ocurrido en sus oficinas, parpadeaban con sus pestañas maquilladas y sonreían con unos labios pintados tan llamativamente que parecían salidos de un anuncio.
Tuve la sensación de entrar en un mundo nuevo. La época vivida en Lejongård me había convertido en una chica de provincias que no conocía las costumbres de la ciudad, pero eso estaba a punto de cambiar.
Me apeé y fui directa al hotel. La recepcionista del mostrador era la misma joven del día anterior. Pareció reconocerme, puesto que se estremeció un poco cuando vio que me acercaba.
—¿Sería tan amable de entregarle esto al señor Viselundt, por favor? —pedí, y le di el sobre—. Y disculpe mi aparición de ayer. Estaba tan eufórica que me dejé llevar. No pretendía asustarla.
La chica respiró hondo y sonrió con inseguridad.
—Ya está olvidado. Es usted muy amable.
—No, la amabilidad es toda suya por no tomárselo a mal. ¿Puedo saber cómo se llama?
—Tilda.
Sonreí.
—¡Qué casualidad! Yo me llamo Matilda. Espero que pronto tengamos ocasión de trabajar juntas.
La recepcionista no supo qué contestar a eso, así que me pareció mejor desearle un buen día y salir del hotel.