Capítulo 34

 

 

 

 

 

LLEGUÉ A CASA completamente agotada. Ahora que anochecía temprano, casi siempre me acostaba enseguida e intentaba descansar. Esa tarde, no obstante, todo era diferente. Aunque estaba exhausta, tenía la mente muy despierta.

Encendí la luz, dejé el bolso en el suelo y me quité el abrigo. Después de desprenderme también de los zapatos de tacón, fui al salón y puse la radio que me había comprado después del primer año en el hotel. Me había costado una pequeña fortuna, pero la gran caja de madera con su altavoz revestido de tela y sus numerosos botones y teclas me hacía llegar melodías procedentes de todo el mundo. Solo eso valía ya el derroche.

Me dejé envolver por los suaves sonidos de jazz que acariciaron mis oídos. La voz de la intérprete entonaba una triste canción de desamor, y en ese momento la comprendí mejor que nunca. ¿Qué peor jugada podía hacerte el destino que ponerte delante a un amor perdido?

La melodía me siguió hasta la cocina, donde rebusqué en el armario para ver si encontraba algo de comer. Nunca tenía mucho en casa, siempre compraba algo de camino o me llevaba restos de la cocina del hotel. El dueño no se oponía a que lo hiciéramos porque detestaba tirar alimentos.

Tal vez Paul fuera un simple amor de juventud, pero verlo en el hotel me había afectado más de lo que yo misma estaba dispuesta a reconocer.

Aunque creía tenerlo controlado, me había sorprendido pasando varias veces por su pasillo y por delante de su puerta. Al oírlos a su mujer y a él charlando dentro, se me habían saltado las lágrimas.

Me maldije a mí misma. Por el amor de Dios, ¿cómo no había supervisado mejor las reservas? ¿Cómo no me había fijado en el apellido Ringström?

Sin hambre, saqué del armario pan, mantequilla y queso y me preparé una pequeña cena. Con ella fui al salón, me senté en el sofá y puse las piernas en alto. Otros días abría un libro y leía un rato, pero esa tarde no tenía ánimo para hacerlo. La imagen de Paul no dejaba de aparecer ante mí. Y, para colmo, también Lejongård.

Cuando terminé el pan con queso, me senté al pequeño escritorio que tenía junto a la ventana. Allí era donde mi madre solía escribir sus cartas, entre ellas, también a la condesa.

¿Me habría remitido Agneta la invitación a la boda de Paul? Abrirla significaría dejar que el pasado entrara de nuevo en mi vida, pero necesitaba saber si él me había escrito.

Miré en el cajón donde guardaba todas las cartas sin abrir de la condesa, que, a pesar de todo, al cabo de un tiempo había intentado retomar el contacto conmigo.

Debía saber si Paul se había acordado de mí cuando conoció a esa mujer y se casó con ella. Era posible que así lograra despedirme definitivamente de él.

Fui abriendo un sobre tras otro. Vi la letra de Agneta y la de Ingmar, que tan familiares me resultaban. También encontré una carta de Lennard. Pero en cuanto comprobaba que no había nada de Paul dentro del sobre, ya no prestaba más atención a su contenido.

Empezaron a temblarme las manos. Maldita sea, ¿por qué había tenido que cruzarse Paul en mi camino después de todos aquellos años de tranquilidad? Tenía mi trabajo en el hotel, mi casa, y eso era cuanto necesitaba. De vez en cuando disfrutaba de alguna relación con un hombre, pero nada importante. Y de pronto volvía a sentirme desesperada, rebuscando entre unas cartas que nunca había querido abrir.

Al fin me detuve en un sobre algo más grueso. Tenía una veintena de ellos abiertos y esparcidos a mi alrededor. Esa era la última carta, y parecía importante. ¿Por qué no había sentido curiosidad en el momento de recibirla en lugar de meterla en el cajón?

La abrí con cuidado y vi que, en efecto, contenía otro sobre. Al sacarlo, leí mi nombre escrito con esmerada caligrafía. No era la letra de Paul, eso estaba claro, y tampoco de nadie de Lejongård.

El remitente era Paul Ringström, desde Oslo.

Lo que pensé entonces me sobrecogió tanto que casi dejé caer el sobre. Debía de haberlo escrito la que ya era su esposa.

Estuve un momento contemplándolo mientras escuchaba los latidos de mi corazón. Entonces hice acopio de valor y lo abrí. Dentro había una invitación, sencilla y parecida a la de Daga.

 

El señor Paul Ringström y la señorita Ingrid Rubinstein se alegran de comunicarle que se darán el «sí, quiero» el 22 de marzo de 1937. Con motivo de esa ocasión, le invitan a la celebración de su enlace matrimonial.

 

A continuación aparecían las direcciones del registro civil y del hotel donde tendría lugar el banquete. Ingrid debía de ser judía, ya que sus padres se llamaban Sarah y Schlomo, y además de la ceremonia civil habría también otra oficiada por un rabino.

Igual que con la invitación de Daga, tampoco esta vez encontré unas palabras personales. Seguramente habían enviado tarjetas como esa a muchos amigos, familiares y conocidos.

Aunque ya habían pasado dos años, sentí como si todo acabara de suceder ese mismo día.

Quise convencerme de que me alegraba por Paul, pero no lo conseguí. Me eché a llorar y volví a guardar la invitación en el sobre. Después apoyé los brazos en la mesa e intenté dominar el llanto que me sobrevino.

Paul se había casado… ¿Y yo? Yo tenía veinticinco años y seguía sola. Había perdido la virginidad con un muchacho que me había ofrecido consuelo durante mi primer año en Estocolmo, cuando debería haber sido con Paul. Solo Paul.

Al cabo de un rato saqué la hoja de papel que acompañaba al sobre de la invitación. En ella se leía una única frase.

 

Creo que esto te interesará.

A.

 

Sentí que Agneta se había rendido. Después de aquella carta no había vuelto a recibir ninguna más. La condesa había comprendido que no quería tener ningún contacto con ella. Y eso era lo que deseaba, aunque en ese momento me entristeció.

Reuní todas las cartas y volví a guardarlas en el cajón, incluida la invitación de boda. Tal vez habría sido mejor que no la hubiera visto. De todos modos no habría asistido. No habría querido ser testigo de la felicidad de Paul. No habría querido hablar con él.

Y de repente se presentaba en mi hotel. ¿Era el destino o una cruel casualidad?

 

 

ME PASÉ LA noche dando vueltas de un lado a otro en la cama. Cuando por fin me quedé dormida, soñé con una boda. La sala estaba decorada con guirnaldas y tules azules, y había centros de mesa con unas extrañas flores, azules también. Vi a los novios, pero no reconocí el rostro de ninguno de los dos.

—¿Me permite sacarla a bailar? —preguntó una voz detrás de mí.

—Sí, con mucho gusto —respondí sin mirar al hombre que me lo pedía.

Lo acompañé a la pista de baile, le di la mano y al levantar la mirada vi el rostro de Ingmar. Estaba muy avejentado, tenía el pelo canoso y la piel arrugada.

Me sobresalté y quise apartarme de él, pero me agarró con fuerza y empezó a bailar conmigo. Me hizo girar de tal manera que me dio miedo. Grité, pero nadie quería ayudarme. Entonces miré hacia abajo y vi que también yo llevaba un vestido de novia, aunque estaba sucio y hecho jirones.

Desperté con un pequeño grito.

Jadeante, miré a mi alrededor y tardé un rato en comprender que ya no me encontraba en la sala decorada de azul, ni bailando con un Ingmar anciano. Los latidos de mi corazón volvieron a normalizarse poco a poco, pero el sudor había hecho que el camisón se me pegara al cuerpo.

Me dejé caer en la almohada con un suspiro y miré hacia el techo. ¿Qué significaba ese sueño? ¿Que habría estado bien casarme con Ingmar? ¿O que tendría que esperar a ser una anciana de pelo gris?

No. Aunque podía imaginar de qué rincón de mi cerebro procedía, el sueño no tenía ningún sentido. Cuando Daga se casó, Ingmar se había ofrecido a acompañarme. También fue él quien me enseñó a bailar. Todo eso parecía haberse mezclado de una forma muy inoportuna. Lo mejor sería olvidarlo enseguida, antes de que me hiciera pensar demasiado en Ingmar y Lejongård. Antes de que volviera a recordar lo que me hizo huir de allí. Y antes de que comprendiera lo injusta que había sido con él.

Pero no había manera. La mala conciencia me perseguía, sobre todo por Ingmar.

Tal como había prometido, le había escrito pasado un año. Tenía mucho que explicarle. Mi empleo en el Grand Hotel y todas las peripecias que me sucedían allí. Al contárselo, comprobé que había conseguido recuperar algo parecido a la alegría.

Sin embargo, cuando recibí su respuesta supe que ya nada era igual. Ingmar me informaba con formalidad de que estaba a punto de acabar la carrera. Por lo visto, Magnus iba a seguir estudiando, o en todo caso mencionaba que aún le quedaba un tiempo para sacarse el título y que todavía era estudiante de Letras.

Como sabía que yo no quería ni oír hablar de Lejongård, se ahorró cualquier comentario en ese sentido. La carta, por consiguiente, fue corta. La vida de Ingmar estaba gobernada por Lejongård, ¿de qué otra cosa iba a hablarme? También sabía que Magnus no me interesaba en absoluto.

Seguimos escribiéndonos, y de vez en cuando él me preguntaba si no pensaba volver, pero entonces yo ponía como excusa el hotel y lo mucho que me gustaba trabajar en él.

Nunca mencioné las numerosas cartas de Agneta. Seguramente él era consciente de que no las leía, y yo estaba segura de que le contaba a su madre lo que sabía de mí.

Tenía que reconocer que ese año había dañado mucho nuestra amistad. Pude comprobarlo al volver a verlo, dos años atrás. Me pareció algo ausente y no intentó convencerme de que regresara.

Después de eso perdimos el contacto. Mi última carta quedó sin respuesta. Durante un tiempo me inquietó que pudiera haberle ocurrido algo, pero en ese caso Agneta habría encontrado la manera de hacérmelo saber. Como no llegó nada, dejé de pensar en ello.

Y de pronto tenía ese sueño. ¿Era una llamada de atención para que retomara el contacto con Ingmar? ¿Qué significaba haberlo visto como si fuera un anciano?