POR LA NOCHE seguía estando muy inquieta, incluso sentía como si me corrieran hormigas por los brazos y las piernas. Ni siquiera el silencio de la casa conseguía tranquilizarme.
Lo que había sucedido me parecía surrealista. Una condesa que se presentaba para llevarse a una pobre huerfanita… Demasiado bonito para ser verdad. ¿No lo habría soñado todo?
Me sobresaltaron unos golpecitos en el cristal de la ventana. Al principio pensé que sería uno de los numerosos ruidos que hacía la casa, sobre todo en la oscuridad, pero luego me incorporé y fui a mirar. En la acera, justo debajo de la farola, vi una silueta que reconocí enseguida.
Abrí la ventana. Paul Ringström estaba tomando impulso para lanzar otra piedrecita, pero se detuvo al verme.
—¿Cómo se te ocurre presentarte aquí a estas horas? —pregunté con un tono que denotaba más indignación de la que sentía en realidad.
—Ha llegado algo a mis oídos y te quería preguntar si es cierto.
Ya imaginaba por quién se habría enterado. Seguro que se lo había contado Daga, su hermana. Además, Paul no era cualquiera, sino una parte fundamental de mi vida desde hacía algún tiempo. Mi secreto, según se mirara.
Nos conocimos un día que fui a visitar a mi amiga. Iba a menudo a su casa, pero hasta unos meses atrás nunca me había fijado en su hermano mayor. Durante las semanas posteriores me crucé con él numerosas veces, de forma totalmente casual, por supuesto, y él siempre se esforzaba por mostrarse cortés y dejarme claro lo simpática que le parecía. Resultaba gracioso, me dirigía miradas afectuosas. A su lado me sentía protegida. Era un joven con quien podía imaginar un buen futuro, y además era guapísimo. A fuerza de trabajar en el taller de su padre, tenía los hombros anchos y los brazos musculosos… ¡Y nunca había visto a nadie con unos ojos tan verdes! Cuando paseábamos juntos por el parque, me percataba de las miradas que le lanzaban las demás chicas y me alegraba de que él no les hiciera caso.
Todavía no éramos novios formales, porque eso mi madre no lo habría permitido, pero de vez en cuando se presentaba ante mi ventana, lanzaba un par de piedrecitas y, si teníamos ocasión, hablábamos.
Ahora que mi madre había muerto nada me impedía invitarlo a entrar, pero aún no me sentía preparada. Además, sabía que las vecinas tenían buena vista. Si descubrían que recibía a un joven en casa, no pararían de chismorrear.
—¡Espera, que bajo! —exclamé.
Paul asintió, pero a la luz de la farola pude ver que se llevaba un chasco. Yo sabía que deseaba estar conmigo a solas por fin, pero entonces temía ser yo la que no pudiera controlarse y accediera a algo que no fuese bueno para ninguno de los dos. Me vestí deprisa y me eché el grueso chal de lana de mi madre sobre los hombros. Durante el día ya hacía calor, pero por las noches la temperatura todavía bajaba bastante.
—¿Por qué no entramos en la casa, como hacen otros? —preguntó Paul cuando salí a la puerta.
—Ya sabes por qué —respondí con evasivas—. No quiero hacer nada que mi madre no hubiera permitido.
—Eso lo entiendo, aunque ¿no querría tu madre que tuvieras a alguien que te amara?
—Claro que sí, en algún momento, pero siempre decía que con diecisiete años todavía era muy joven para eso.
Lo miré. La luz de la farola confería un brillo rosado a su piel, pero transformaba por completo el maravilloso verde de sus ojos. Allí parecían marrones, como la tierra en un día de lluvia. Sin embargo, los marcados ángulos del mentón, la frente ancha y la preciosa curva de las cejas quedaban aún más realzados con esa iluminación.
—Si solo quiero entrar, nada más… —Suspiró—. Aunque tal vez nuestra amistad pronto deje de tener sentido.
Lo miré con espanto.
—¿Qué quieres decir?
—Daga me ha contado que tu nueva tutora es una condesa que vive cerca de Kristianstad. ¿Es eso cierto?
—Sí —respondí, y sentí que el significado de esas palabras caía como una losa sobre mi corazón.
Cuando estuviera en Lejongård, no podría verlo durante largas temporadas, que se me harían interminables.
—Entonces, te marcharás de Estocolmo.
—Sí, pero… —Titubeé—. En realidad, no lo sé. Todavía no hemos hablado de eso.
Paul resopló y se llevó las manos a los costados.
—Tendrías que habérselo preguntado.
—Es verdad, pero… me ha pillado desprevenida. El director me ha llamado a su despacho y allí estaba ella. Me ha hablado de su finca y me ha preguntado por mis sueños.
—Bueno, ¿y aparezco yo en esos sueños?
—Claro que sí, solo que a ella no se lo podía decir, ¿no crees?
Me acerqué y levanté las manos para posarlas en su pecho, pero entonces me detuve y, al notar que su cuerpo estaba rígido como un bloque de piedra, volví a dejarlas caer.
—Te marcharás —dijo y me apartó el pelo de la cara—. A menos que consigas evitar que sea tu tutora.
Bajé la cabeza. Cómo me habría gustado ser ya mayor para poder hacer lo que quisiera… ¡Cuatro años! ¿Por qué no me habían concedido solo cuatro años más con mi madre? De pronto el destino me pareció triplemente injusto.
—Mi madre la eligió como tutora para mí —expliqué—. Pero, aunque me marche de Estocolmo, tú y yo no tenemos por qué perder el contacto. Solo serán cuatro años.
—¡Cuatro años! —exclamó Paul abriendo los ojos con terror—. Eso es muchísimo tiempo, ¿es que no lo ves? No estoy seguro de que podamos esperar tanto. Para entonces, ya tendré veintitrés.
—¿Y qué tiene que ver eso? Dentro de cuatro, yo tendré veintiuno. Todavía seremos muy jóvenes.
—Pero… —Paul se interrumpió—. ¿Y si quiero casarme contigo?
Clavé la mirada en sus ojos.
—Sabes que no puedo casarme sin el consentimiento de un tutor.
—Pues eso —repuso él.
Negué con la cabeza.
—¿No crees que vale la pena esperar ese tiempo? —La ira crecía en mi interior, me costaba bajar la voz para que los vecinos no nos oyeran—. Paul —añadí, apaciguadora—, no voy a desaparecer del mundo. Además, ¿por qué estamos hablando ya de casarnos? Solo tengo diecisiete años y tú, diecinueve. Ninguno de los dos es mayor de edad. ¿De veras crees que tu familia se entusiasmaría si les fueras con planes de boda? Además, ¿y tu formación? ¿No deberías acabarla primero? Piensa en nuestro sueño. Tú deseas tener tu propia fábrica de muebles, ¿o no? Y yo debo ir a la Escuela de Comercio si quiero ayudarte a llevar la contabilidad.
Lo cierto era que sonreía siempre que hablábamos de ello. Paul Ringström e Hijos, Muebles desde 1936. Cinco años. Ese era el tiempo que se había dado. Como muy tarde, al cabo de cinco años quería tener su propia empresa, que sería mayor y más próspera que la de su padre. Sin embargo, seguramente cinco años bastarían también para que me olvidara.
Paul se miró las puntas de los pies, avergonzado.
—Yo… no quiero perderte.
—¡Y no lo harás! —exclamé, aunque empecé a temblar por dentro—. Solo estaré cuatro años en Escania. Después nos reuniremos de nuevo. Cuando haya acabado en la Escuela de Comercio.
Posé las manos en sus brazos. Paul las tomó y las llevó a su pecho como si quisiera calentarlas allí.
Sin embargo, yo sabía que mis palabras no expresaban lo que pensaba en realidad: que cuatro años eran una eternidad, que en ese tiempo podían suceder muchísimas cosas.
—Seguro que en Escania habrá muchos jóvenes que se quedarán prendados de ti.
—¡Ninguno como tú! —repuse—. ¿Y las muchachas de aquí, qué?
—No deseo a ninguna otra —dijo, y me besó las manos. Después sonrió con cierto bochorno—. ¿Estás segura de que no podemos entrar un rato?
El corazón me palpitó con fuerza. No había nadie que pudiera prohibírmelo, pero, aun así, no me veía capaz. Quizá más adelante me arrepintiera de mis dudas, pero no podía.
—Sí, estoy segura —respondí—. Lo cual no quiere decir que no vayamos a hacerlo algún día.
—¿En Escania? ¿Cuando tenga el día libre y vaya a visitarte? —preguntó arrugando la frente.
—¿Y por qué no? O tal vez venga yo a verte a ti. Nos encontraremos aquí mismo.
—¿Y si la condesa vende esta casa? Como tutora tuya, podría hacerlo.
Sus palabras hicieron aumentar el miedo que ya me invadía.
—Encontraré la forma.
Me incliné hacia delante y le di un beso en la comisura de los labios. Paul me rodeó enseguida con los brazos, me apretó contra sí y me besó en la boca. Nunca lo había hecho. Fue tan íntimo, tan anhelante, tan apasionado… Los latidos que sentí en la entrepierna casi hicieron que mi resolución se tambalease, pero conseguí apartarme de él.
—Te escribiré. Todos los meses.
—Eso es muy poco —repuso con un temblor en la voz.
—¿Todas las semanas?
Sonrió.
—Mejor. —Metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos—. Si al final cambias de idea, házmelo saber enseguida, ¿de acuerdo? Estoy dispuesto a esperar, pero quiero estar seguro de que me deseas.
—Te deseo —contesté al instante, aunque me callé que en la vida había pocas cosas de las que se pudiera estar seguro. De niña había creído firmemente que mis padres vivirían para siempre y, unos años después, los había perdido a ambos—. Eso no cambiará, ¿me oyes? Y en cuanto sea libre, libre de verdad, nos casaremos y nada volverá a interponerse entre nosotros.
Paul asintió y me apretó más contra su pecho. Deseé que me besara otra vez, pero al cabo de un rato me soltó sin que nuestros labios se volvieran a encontrar.
—¡Hasta pronto, Matilda! Nos escribiremos —dijo con una sonrisa triste, y desapareció en la oscuridad.
—¡Hasta pronto, Paul! —exclamé mientras se alejaba, y levanté la mano para despedirme con torpeza, aunque no se volvió.
De repente sentí una soledad terrible. ¿Había cometido un error? ¿Cómo habría sido entrar con él? Pero no, tenía miedo de que alguien hablara de nosotros, de que le dijeran a la condesa que llevaba a hombres a casa. Seguro que entonces, a pesar de los deseos de mi madre, me enviaría a un orfanato.
Había tomado la decisión correcta, ya llegaría el momento de estar con Paul. Y entonces, nada ni nadie podría separarnos.
AL DÍA SIGUIENTE me encontraba en el despacho del notario, donde iban a comunicarme oficialmente que Agneta Lejongård sería mi tutora legal a partir de entonces. En una cosa tenía que darle la razón a la condesa: hubiera sido mucho más desagradable no enterarme hasta ese momento. Sin embargo, también habría preferido que todo siguiera como siempre. Que mi madre viviera aún, al igual que mi padre. Ojalá hubiera tenido hermanos, o abuelos. De repente estaba sola, y la única persona que me ofrecía un hogar era una desconocida. La mujer había prometido que podría cumplir mis sueños, pero ¿y si no mantenía su palabra? ¿Y si algo se lo impedía?
El notario era un hombre mayor con unas patillas grises de las que ya solo llevaban a veces los ancianos.
—Siéntense, por favor, señoras —dijo, e hizo lo propio tras su escritorio.
Miré a la condesa. Esa mañana se la veía algo ausente. Habíamos cruzado unas palabras antes de entrar, pero de pronto parecía que una sombra había cubierto sus ojos.
—Hoy, 2 de junio de 1931, doy lectura al testamento de Susanna Wallin, de soltera Korven —empezó a decir el notario, que se irguió en la silla y prosiguió—: «Mi última voluntad es que mi única hija, Matilda, reciba todas mis posesiones, que consisten en una casa, mis joyas y unos ahorros por valor de quinientas coronas». Firma: Susanna Wallin, de soltera Korven.
Eso era todo. Ni unas palabras personales, nada. El notario había leído en voz alta el testamento como si perteneciera a una extraña. No sabía cómo solían ser esos documentos, pero había esperado que mi madre adjuntara una carta, algo que me ofreciera consuelo. Sus últimas palabras, en cambio, fueron de lo más prosaicas.
—¿Acepta usted la herencia? —preguntó el notario.
Oí su voz como si llegara desde muy lejos. Sabía que debía responder algo, pero la lengua no me obedecía. Un único pensamiento ocupaba mi cabeza: ¿por qué se despedía mi madre de una forma tan impersonal?
—¿Matilda? —dijo la condesa, y poco después sentí su mano en el brazo y me estremecí—. No tienes por qué decidirlo ahora mismo si no estás preparada —añadió, y retiró la mano cuando nuestras miradas se encontraron.
—Estoy preparada —repliqué casi con obstinación. Luego miré al notario—. Acepto la herencia.
El hombre asintió con la cabeza y entonces se dirigió a la mujer:
—¿Está usted de acuerdo en ser la tutora legal?
—Sí, lo estoy.
—Bien. Condesa Lejongård, usted administrará los bienes de su pupila hasta que alcance la mayoría de edad. Prepararé los documentos correspondientes y se los haré llegar.
El notario reunió los papeles y se levantó.
—Les deseo lo mejor —dijo, y nos dio la mano a ambas.
Yo sabía que debíamos irnos, pero no estaba en situación de dar un solo paso. Aunque no llevábamos ni media hora en ese despacho, me sentía débil y cansada.
La condesa me sostuvo por el codo.
—Vamos, Matilda, volvamos a casa. Seguro que una infusión te sentará bien.
Cuando salimos del edificio, empezaban a caer unas gotas. La cálida lluvia de verano impregnó el aire de un intenso aroma a verde. Nos resguardamos bajo el voladizo de la puerta.
Me alegré de que me hubieran dado el día libre en la escuela. No sabía cómo habría podido aguantar las clases después de eso.
—¿Lo decía en serio? —pregunté mirando las nubes oscuras que cubrían el cielo azul.
Las gotas eran tan grandes que se veían caer desde lo alto.
—¿El qué?
—Lo que dijo ayer en el despacho del director. Que podría ir a la Escuela de Comercio.
—No veo qué habría de impedirlo. Salvo tú misma. —Agneta Lejongård hizo una pequeña pausa antes de continuar—. Sé que tienes miedo. Hace unos meses, tu futuro parecía decidido y claro, y ahora… Verás, hace muchos años pasé por un trance similar. Estudiaba para ser pintora, y puede que incluso hubiera llegado a ser medio famosa. Soñaba con causar sensación en París y otras ciudades del mundo. Pero la vida no siempre escucha tus deseos, sino que avanza implacable y da giros impredecibles. Uno de ellos fue la muerte de mi padre y mi hermano. —Se interrumpió un instante y me miró con tristeza—. Tuve que decidir entre dejar que la casa de mis padres cayera en la ruina o aceptar la responsabilidad de ocuparme de la finca. Escogí lo segundo. Y ahora, con la distancia que proporcionan estos dieciocho años, puedo decir que hice lo correcto. Tengo un esposo, dos hijos y Lejongård es mi hogar.
De nuevo se detuvo, y en su rostro apareció una pequeña y delicada sonrisa.
—Lejongård es un lugar precioso. Está rodeado de verde, espesos bosques y amplias praderas. Y tenemos caballos. Puede que no suene muy atractivo para una chica de ciudad, pero créeme que lo es. Una vez estás allí, ya no quieres irte.
Lo dudaba mucho, pero en ese momento me faltaban fuerzas para contradecirla.
—¿Por qué ha estado tan callada? —pregunté, en cambio—. Me refiero a hace un rato.
—¿Y qué habría tenido que decir? —repuso ella sin apartar la mirada.
—Qué se yo… Nada, supongo. Aun así, me ha parecido que estaba ensimismada, como si recordara algo desagradable.
La condesa me miró. Sus ojos seguían irradiando cansancio y tristeza. Me habría gustado saber por qué.
—Pensaba en todas las lecturas de testamentos en las que he tenido que estar presente. En días como este, la vida te cambia sin que puedas hacer nada por remediarlo. Puedes aceptar o rechazar la herencia, pero en cualquier caso, todo es diferente.
—Su vida no cambiará por mí —afirmé.
—Sí que lo hará. Y la tuya por mí. Las dos, que hasta ahora no nos conocíamos, hemos quedado unidas de manera inextricable por tu madre. Habrá que ver qué hacemos con eso, ¿no te parece?
Asentí.
—¿Y de qué conocía usted a mi madre? —quise saber, porque ese seguía siendo el mayor misterio de todos.
¿Qué motivo había tenido mi madre para dejarme en manos de Agneta Lejongård, nada menos?
—Ay, de eso hace mucho tiempo —dijo la condesa, lo cual no respondía exactamente a mi pregunta—. Un día te contaré esa historia, pero antes debemos encargarnos de que te amoldes a la nueva situación. Los cambios que vas a vivir te tendrán ocupada un tiempo.
Me pregunté qué sería eso que la condesa no quería explicarme. ¿Habrían sido mi madre y ella amigas de la escuela? ¿O se trataba de otra cosa? Aun así, como intuía que por el momento no iba a darme más información, me guardé las preguntas para más adelante.
ESTUVIMOS VARIOS MINUTOS bajo el voladizo del portal, escuchando en silencio y observando a los transeúntes que corrían por la calle intentando protegerse de la lluvia con periódicos o paraguas. Por fin remitió. Las nubes desaparecieron y la resplandeciente luz del sol hizo brillar el pavimento mojado.
—¿Vamos? —propuso la condesa.
—¿Adónde?
—A tu casa. Ya has oído que ahora te pertenece.
—Bueno, no hasta dentro de cuatro años.
—De todos modos, podemos ir, ¿o no?
Con esas palabras, echó a andar. Yo casi deseé poder quedarme en la puerta de la notaría, pero al final corrí tras ella.
Para mi gran sorpresa, en casa de mis padres nos dieron la bienvenida un aroma a limón y una desconocida. La mujer llevaba un vestido gris claro y se había recogido la melena en un moño. Debía de tener veintitantos años, quizá cerca de los treinta, era delgada y bastante guapa.
—Esta es Anna Grün —nos presentó la condesa—. Vivirá aquí como tu niñera y te ayudará con la casa hasta que vengas a Lejongård.
La mujer me tendió la mano con una sonrisa agradable.
—Encantada de conocerte, Matilda.
Noté un ligero acento en sus palabras. ¿De qué parte de Suecia sería?
Le estreché la mano con cierta inseguridad. En realidad, había supuesto que tendría que partir hacia Lejongård de inmediato. ¿Y, en vez de eso, me ponían una niñera?
—Entonces, ¿de verdad no tengo que ir a la finca todavía?
La condesa negó con la cabeza.
—Te quedarás cuatro semanas más aquí, en Estocolmo, hasta que acabes la escuela. Después empezará tu vida en la finca, y me encargaré de que recibas una educación que te permita alcanzar los objetivos profesionales que te propongas. Pero antes disfrutaremos de una limonada y nos conoceremos un poco mejor. ¿Qué me dices?
Asentí. Todo aquello me desbordaba y tal vez una agradable charla mitigaría un poco esa sensación.
En el transcurso de esa tarde hablamos largo y tendido, aunque mi madre no salió en la conversación. La condesa debía de haberle dado instrucciones precisas al aya en cuanto a mí. Anna Grün se esforzó mucho por ganarse mi confianza, y en realidad era muy simpática, solo que en ese momento no pude evitar pensar que sería algo así como una guardiana que me diría lo que tenía o no tenía que hacer.
Cuando la condesa se marchó y se despidió con la promesa de escribirme, me sobrevino un ligero temor. Nunca había vivido con una desconocida. Hasta la soledad me parecía mejor, porque de pronto tendría que vigilar lo que hacía, lo que decía y qué cara ponía. Ya no era una joven libre, sino una pupila sujeta a los deseos de una niñera y de la condesa Lejongård.
ESA NOCHE PAUL no apareció por allí, de lo cual me alegré mucho porque el aya dormía bajo mi mismo techo. Le enviaría una nota y quedaría con él en algún otro lugar. A fin de cuentas, la señorita Grün no podía estar en todas partes.
Miré el techo de mi habitación con los ojos muy abiertos. Me resultaba raro tener a una extraña en casa; ella no me haría nada, por supuesto, pero aun así me daba miedo cerrar los ojos. «El sueño y la muerte dejan a las personas indefensas en igual medida», decía en ocasiones mi padre. De niña, eso me asustaba tanto que era incapaz de dormir.
Me habría gustado levantarme, bajar al salón y poner uno de mis discos en el viejo gramófono, solo para sumergirme en la música y evitar dormirme. Pero no quería despertar a la señorita Grün.∫La idea de que esa joven pudiera curiosear por ahí y tocar las cosas que habían pertenecido a mi madre no me hacía ninguna gracia. ¿Por qué se había empeñado la condesa? Esa última semana me las había arreglado muy bien yo sola, ¿por qué no podía seguir haciéndolo un mes más, hasta que terminara el curso?
Me volví hacia un lado y abrí el cajón de la mesilla de noche. Tras rebuscar un poco, toqué un metal frío con las puntas de los dedos. Saqué el encendedor de mi padre y lo oculté en mi mano. Qué deprisa se calentó al contacto con mi piel… Sostenerlo me transmitió una sensación de tranquilidad.
Volví a apoyar la cabeza en la almohada y recordé mi infancia, cuando todo parecía seguro y yo no sabía lo que era la pena. Me vi paseando con mis padres por uno de los parques de la ciudad. Mi madre llevaba un maravilloso vestido de color rosa con un sombrero a juego, y mi padre iba muy acicalado con uno de sus trajes. Casi creí notar de nuevo la calidez de aquel día. No la exterior, sino la interior. Era muy feliz. Con mis seis o siete años de edad, me sentía torpe y pequeñita, pero intuía que algún día sería como mi madre: una mujer con un bonito vestido, un precioso sombrero y un hombre guapo a mi lado.
Mis pensamientos se trasladaron al futuro. En él, yo era la bella mujer del vestido rosa y Paul, el hombre que me acompañaba. Quizá no estuviera todo perdido. Paul había prometido esperarme, yo había prometido esperarlo a él. Y escribirle. Cuando terminara la Escuela de Comercio, la condesa tal vez me diera permiso para casarme.
Eso le diría en cuanto volviera a verlo. Que nos casaríamos antes aún de que yo alcanzara la mayoría de edad. Estaba permitido, solo que en ese caso la mujer quedaba bajo la tutela de su marido. Seguro que él no tendría ningún inconveniente, y yo tampoco.
—Todavía me queda un mes —le susurré al encendedor, y por fin se me cerraron los ojos.