A LA MAÑANA siguiente me daba miedo ir a trabajar. Maldije a Paul por ello y me maldije a mí misma por haberme rendido ante él. Debería haber sospechado cuáles eran sus intenciones.
Sin embargo, de nada servía arrepentirse. Tampoco podía llamar diciendo que estaba enferma. Aunque me muriera de vergüenza, no era ninguna cobarde. Cuando volviera a encontrármelo, actuaría como si fuera un desconocido. Un cliente que había pagado y tenía derecho a utilizar nuestras instalaciones.
Me quedé mirando mi vestido color malva. Solo me había dado suerte en un sentido. Ya tenía el permiso de conducir, pero dudaba mucho que lo sucedido entre Paul y yo fuera bueno.
Me decidí por un vestido azul oscuro con lunares blancos. Después de un café rápido, fui a por mi bolso, me puse el abrigo y salí de casa.
El autobús iba lleno, como siempre a esa hora, así que tuve que quedarme de pie. Uno de los hombres que tenía cerca estaba concentrado en su periódico. En un titular que pude leer desde donde estaba, vi que los alemanes habían ocupado Cracovia. La mujer que estaba sentada a su lado llevaba en el regazo una cesta llena de bolsas de tela y de redecilla. Seguro que había pensado aprovisionarse de grandes cantidades de café y azúcar.
Cuando llegué al hotel, saludé al portero.
—Señorita Wallin, ¿todavía no viene conduciendo? —me preguntó con una sonrisa.
—Señora Clausen, ya sabe que no tengo coche.
—Pues debería solicitar un aumento al dueño del hotel lo antes posible.
—No me parece muy sensato hacerlo ahora, en tiempos de guerra —comenté, y sentí que me relajaba un poco.
—Pero si Suecia no está en guerra —replicó el hombre.
—No, pero quién sabe lo que nos espera a todos. Prefiero ser ahorradora y seguir viniendo en autobús.
Sabía que el señor Clausen también había hecho acopio de provisiones. Todos se estaban preparando, menos yo. De cualquier forma, tampoco necesitaba mucho, así que seguramente podría conseguirlo en alguna parte. Para quienes tenían una familia de la que ocuparse era muy diferente.
Cuando entré en el hotel, ya había varios clientes haciendo cola en el mostrador de recepción, pero Tilda se me acercó corriendo nada más verme. Parecía agitada.
—Buenos días, Matilda, ¿tienes un momento?
—Por supuesto.
Me preocupé. ¿Qué podía querer esa mañana con tantos clientes esperando en recepción?
—Los Ringström se han marchado hoy antes de tiempo.
Enarqué las cejas.
—¿Ha ocurrido algo?
Intenté que no notara mi inquietud. ¿Se habían ido por mi culpa? ¿Habría sospechado algo Ingrid? ¿Había sido él tan tonto como para confesarle nuestra noche de amor? Intenté controlar el temblor.
—Según parece, el señor Ringström ha recibido una llamada de su empresa y han tenido que regresar. Me ha pedido que te diera esto.
Me entregó un sobre cerrado. «Srta. Wallin», decía en él, nada más. Reconocí la letra de Paul.
No me quitaba de encima la desagradable sensación de que habían discutido la noche anterior.
—Gracias —dije, y mientras Tilda regresaba a su mostrador, yo me dirigí a mi despacho con paso inseguro.
Lo último que deseaba era un escándalo.
Abrí el sobre con dedos torpes. Dentro había una hoja de carta de las que tenían a su disposición los clientes en las habitaciones. También el sobre era nuestro.
El mensaje que me había dejado Paul era corto.
Querida Matilda:
Nuestro encuentro de anoche fue uno de los momentos más bonitos que he vivido nunca, pero comprendo que con ello te he hecho daño. ¡Perdóname, por favor! He decidido partir para no provocar aún más caos en tu vida. Tenías razón, no voy a divorciarme de Ingrid. No quiero heriros ni a ella ni a ti. Así que me marcho ya, y espero que de ahora en adelante encuentres todo lo que anheles en la vida. Te lo mereces, y te deseo toda la suerte del mundo.
Paul
Me quedé mirando la hoja un buen rato. Por lo visto, mi miedo a que Ingrid pudiera haber notado algo era infundado. Sin embargo, para mí esas palabras fueron un golpe más duro aún que la incertidumbre.
«No voy a divorciarme de Ingrid.»
Sería mejor que olvidara a Paul. Aun así, mi corazón tenía otra opinión. El día anterior, por una fracción de segundo había creído que todo podría ser igual que años atrás. Que podría tener lo que tanto deseaba.
De repente sentí como si me arrancaran algo del pecho. Paul se había marchado y su decisión parecía definitiva. Habría podido alegrarme, pero todavía creía sentir sus labios, su cuerpo sobre el mío.
Arrugué la carta. Puesto que el hotel disponía de calefacción central, allí no había ninguna estufa donde pudiera quemarla. Me guardé el papel en el bolsillo del vestido y fui a la cocina.
—Hola, Sören, ¿te importa que queme esto aquí? —le pregunté al pinche, que estaba preparando ingredientes.
—No, en absoluto, señorita Wallin —contestó sin dejar de cortar en dados los tallos de apio, cuyo olor aromático llenaba el aire.
Abrí la tapa de los fogones y poco después vi que las llamas devoraban la carta. Así quedó eliminado todo rastro de lo sucedido. Al menos en el exterior. En mi interior lo llevaría conmigo todavía un tiempo, pero también acabaría por desaparecer.