¡QUÉ EXTRAÑO ME resultó entrar en mi antiguo cuarto! En ese lugar había vivido una época bonita, pero al mismo tiempo una de las peores de mi vida. Aun así, al cerrar la puerta sentí que me invadía una sensación de calidez.
Las criadas lo habían preparado todo de un modo exquisito. Parecía que nunca me hubiera marchado. No olía a cerrado y las mantas no estaban húmedas, como cuando regresé a la casa de mis padres. Era como si la habitación hubiese estado esperando a que volviera.
Acaricié la colcha de flores de color rosa, que invitaba a sentarse. Después miré el armario. ¿Seguirían allí dentro mis viejos vestidos? Nunca mandé a buscarlos, así que suponía que Agneta los habría guardado con cuidado de que no se apolillaran para luego poder subastarlos.
Me tembló un poco la mano cuando la alargué para abrir la puerta. De pronto recordé el día en que Magnus me gastó aquella broma horrible. ¿Se habría enterado de mi regreso a Lejongård? ¿Habría vuelto a colgarme un uniforme de criada allí dentro?
Abrí la puerta de golpe. Hasta mí llegó el olor a cedro, pero no encontré ni vestidos mullidos ni ningún uniforme. El armario estaba vacío salvo por los trozos de madera de cedro que se encargaban de ahuyentar a las polillas.
Aliviada, abrí también la otra puerta, fui a por la maleta y empecé a colgar mis cosas. No había hecho más que terminar cuando llamaron con unos golpes. Enseguida me puse tensa. ¿Sería Agneta?
—Adelante —dije, y me volví.
La puerta se abrió y lo primero que vi fue una bandeja llena de comida. Después me encontré con una cara conocida.
—¡Lena!
—Buenas tardes, señorita Matilda —saludó con una tímida sonrisa—. La señora ha pensado que tal vez tendría usted hambre.
—Muy amable —repuse algo incómoda—. Déjelo en la cómoda, por favor.
Poco después de regresar a Estocolmo me había preguntado si Lena sabría algo. Si quizá Agneta se lo habría contado todo. Pero llegué a la conclusión de que la doncella tenía tan poca culpa como Lennard. Como él, aunque lo hubiera sabido, no podría haberme dicho nada.
—Nos alegramos mucho de que vuelva a estar aquí —dijo de pie junto a la puerta, mientras se retorcía las manos.
Vi que las primeras canas ya blanqueaban su pelo. Seguramente esperaba que dijera algo como «yo también me alegro», pero no era del todo cierto, aunque la habitación me gustara tanto como antes.
—En este tiempo, Silja se ha casado —siguió explicando—. Y la señora Bloomquist… —Su expresión se oscureció—. La señora Bloomquist falleció hace un año. Cáncer de pecho. Nos entristeció mucho a todos.
—Lo siento mucho. —Un nudo me cerró la garganta.
Los últimos años no solo habían sido malos para Agneta y Lennard. Recordaba muy bien a la vieja cocinera.
Lena asintió.
—Svea ha pedido una ayudante de cocina, pero en los tiempos que corren… También con los mozos de cuadra ha habido recortes.
—¿Sigue aquí Lasse Broderson?
—Sí, sí, sigue aquí, aunque se queja de que le falta personal. Ahora ya casi no se compran caballos. La señora podría vender animales a Alemania, por supuesto, pero dice que en la última guerra no lo hizo y que tampoco esta vez lo hará.
—Sí, eso es muy típico de la condesa —repuse, y se me ocurrió pensar que también podía llamarla «mi tía», aunque me resistía a hacerlo.
Se hizo un silencio. No sabía muy bien qué decir, tal vez debiera informar de que solo me quedaría dos semanas. Por lo visto, todos pensaban que había regresado para siempre. Sin embargo, no conseguí pronunciar las palabras.
—Bueno, pues que tenga buen provecho —me deseó Lena—. Por favor, avíseme si desea algo más.
—Gracias —contesté, y la doncella se volvió para salir—. Ah, Lena…
—¿Sí?
—Me alegro mucho de volver a verla. Cuando tenga tiempo, ¿podríamos hablar un poco más sobre mi madre? Ahora que ya se sabe la verdad…
—Por supuesto, con mucho gusto —dijo, y sonrió.
AUNQUE CREÍA QUE no tenía apetito, el estómago empezó a rugirme a causa de los tentadores aromas que me llegaban desde la bandeja. Svea había preparado albóndigas con salsa acompañadas de patatas y compota de arándano rojo. A eso no había forma de resistirse.
Después de comer algo, bajé al salón. Lennard estaba sentado en el sofá junto a su mujer y ambos interrumpieron su conversación al verme. Agneta se levantó.
—Hola, Matilda. Siéntate, por favor —dijo, retorciéndose las manos con nerviosismo—. ¿Ya te has instalado?
—Sí, gracias —respondí—. Y gracias por la cena.
—He pensado que te iría bien un pequeño tentempié.
Asentí e intenté ocultar lo mucho que me había sobresaltado el aspecto de Lennard. Apenas quedaba nada del hombre al que había conocido. Estaba en los huesos y parecía débil, tenía la tez amarillenta y con tantas arrugas como la de un anciano, y eso que aún no había cumplido los sesenta.
—¡Matilda! Cómo me alegro de volver a verte —dijo, y se levantó con dificultad.
—Yo también me alegro.
Lo abracé.
—Disimulas muy bien el espanto —añadió con una sonrisa torcida—. Soy consciente de que parezco un fantasma, y lo peor es que no sé cómo he llegado a esto. Nunca he sido muy bebedor y sin embargo tengo el hígado en las últimas.
Las lágrimas me cerraron la garganta. Era muy injusto. Ese hombre lo había dado todo por su familia y el destino lo castigaba con una larga y silenciosa enfermedad que, tarde o temprano, acabaría con él irremediablemente.
—Pero siéntate y cuéntame cómo te ha ido todo por Estocolmo. Me alegro de que Agneta consiguiera ponerse en contacto contigo.
Miró a su mujer, que no cambió de expresión.
—Creo que será mejor que os deje un rato a solas —dijo la condesa, como si mi presencia de pronto le resultase desagradable.
—¿Por qué? ¿Es que no quieres oír lo que Matilda tiene que contar? —preguntó Lennard.
Agneta me miró.
—Seguro que me lo contará en otro momento.
Tras decir eso, dio media vuelta y abandonó el salón. La miré extrañada.
—Todavía no la has perdonado, ¿verdad? —preguntó Lennard—. Han pasado cinco años pero sigues enfadada con ella.
—No es tan fácil perdonar lo que hizo. Me ocultó una parte importante de mi identidad. Todo el mundo debería saber quién es su verdadero padre, sean cuales sean las circunstancias.
Asintió.
—Es cierto. Pero eran otros tiempos. Los jóvenes de hoy en día sois modernos y tenéis vuestra propia visión de las cosas, pero en nuestra juventud todo era muy diferente. La moralidad gobernaba todos los aspectos de la vida. Entonces se protegía a los niños no contándoles toda la verdad.
Hizo una pequeña pausa y luego dio unas palmaditas en el sofá de ratán, a su lado.
Me senté junto a él. Sentía una pena enorme y casi no podía contener las lágrimas.
—La cabeza de tu tía es como un laberinto —dijo—. En ocasiones me pregunto qué más nos oculta a todos.
—Creo que prefiero no saberlo —repuse—. He venido para ayudaros con la finca. Convenceré a Ingmar para que vuelva a casa.
—Me temo que no será tan sencillo. ¿Has hablado ya con Agneta de eso?
—No, pero seguro que mañana me pondrá al corriente. A menos que a ti te apetezca contármelo ahora.
Negó con la cabeza.
—No quiero adelantarme a ella, pero han ocurrido muchas cosas. Cosas que nos han sorprendido y nos han llevado al borde de la separación.
—¿La separación?
Lo miré con espanto. Agneta y Lennard siempre habían sido una unidad. ¿Qué había podido abrir una brecha entre ambos?
—Me temo que uno de los secretos que mi mujer y yo hemos ocultado nos ha costado el cariño de uno de nuestros hijos.
—Entonces tal vez sí deberías contármelo. Si no, no conseguiré dormir.
—No, Matilda, eso debo dejárselo a Agneta. De momento solo quiero disfrutar de tu presencia. ¿Cuánto tiempo te quedarás?
—Me he tomado dos semanas libres.
—¿Dónde trabajas ahora? ¿Has abierto tu propio negocio, como tenías pensado?
—No, trabajo en el Grand Hotel como ayudante de dirección y organizando eventos.
Impresionado, asintió con la cabeza.
—Parece que tienes mucha responsabilidad.
—Así es, pero también me divierto.
—Seguro que conoces a muchas personas importantes.
—Uy, sí. Músicos, políticos… Una vez tuvimos a un jeque árabe. Estaba en Suecia porque quería encontrar nuevos sementales para su cuadra. Por desgracia, no tuve ocasión de recomendarle Lejongård.
—Qué lástima. Aunque ahora mismo tendríamos dificultades para proveer a un nuevo cliente. Agneta no solo debe ocuparse de Lejongård, sino también de la finca Ekberg. Hace un par de semanas tuvo un desvanecimiento. Por eso le insistí en que volviera a escribirte.
—¿Agneta sufrió un desmayo? —pregunté, sobresaltada.
En su carta no decía nada de eso.
—Sí, y seguramente me matará por habértelo contado, pero el tiempo de los secretos debe acabarse, ¿no crees?
—Eso me encantaría.
Lennard sonrió.
—A mí también. Y ahora creo que deberíamos acostarnos. Contigo aquí me siento más tranquilo y puedo centrarme en pensamientos más agradables.
—¿No habrás estado preocupado por mí?
—Sí, por supuesto. Desde que te marchaste y decidiste no contestar a ninguna de las cartas de Agneta.
—¿Ingmar no os contaba nada?
—Sí, nos tuvo al corriente mientras os seguisteis escribiendo. Pero entonces pasó lo que pasó y…
Se quedó callado. Me habría gustado saber qué había ocurrido entre ellos. ¿Había hecho Agneta algo que enfureció a su hijo? ¿Por qué no había acudido Ingmar a mí?
Sin embargo, al ver lo cansado que estaba Lennard de tanto hablar, decidí esperar al día siguiente.
—Por favor, disculpa que no contestara a esas cartas, pero estaba furiosa con ella.
Asintió con comprensión.
—Te creo. Pero, aunque esa ira tarde mucho en desaparecer, o no lo haga nunca, prométeme una cosa, por favor: que nos escribirás de vez en cuando. Solo para decirnos cómo te encuentras. Eso me gustaría mucho.
Le di la mano.
—De acuerdo.
—Bien. Y ahora a descansar. Primero tienes que instalarte, de lo demás ya nos ocuparemos mañana.
Ayudé a Lennard a levantarse y lo acompañé al vestíbulo. Casi me habría gustado volver a encontrar allí a Agneta, pero no estaba por ninguna parte.
—Desde aquí ya puedo yo solo —dijo el conde, que me abrazó una vez más—. ¡Buenas noches, Matilda! ¡Y bienvenida de nuevo a Lejongård!