Capítulo 41

 

 

 

 

 

LA MAÑANA SE levantó perezosa y gris, y ni siquiera el maravilloso canto de los pájaros consiguió que el sol se dejara ver.

Desperté con una enorme pesadez en los huesos. Me sentía como si hubiera recorrido a pie la distancia entre Estocolmo y Lejongård. ¿Sería por el cambio de clima? Me levanté, bostecé y me estiré. De nuevo me sorprendió lo natural que me resultaba estar allí, salvo por el cansancio.

Entonces recordé que me esperaba un desayuno con los condes. ¿Era esa la causa de mi agotamiento?

Como años atrás, me levanté antes de que entrara la criada y fui al baño. El agua del grifo estaba fría, pero consiguió despejarme. Saqué del armario una falda y un jersey, pero cambié de opinión y me puse unos pantalones azules. Una idea me rondaba la cabeza; tal vez estuviera bien salir a cabalgar un poco. Desde mi partida, no había vuelto a subirme a lomos de un caballo, pero recordaba que los momentos de soledad en mitad de la naturaleza siempre me sentaban bien.

Después de tomar un café con Svea en la cocina, salí de la mansión y fui a los establos. Los mozos de cuadra estaban ocupados sacando el estiércol, uno de ellos rodeaba el edificio mientras empujaba una carretilla pesada. También Lasse Broderson estaba ya en pie.

—Buenos días —saludé al entrar en el establo principal.

Los hombres, que estaban hablando, se callaron y me miraron como si fuera un fantasma.

—¡Señorita Matilda! —exclamó Broderson con alegría—. ¡Ha vuelto!

—Ayer por la tarde. —Le tendí la mano tanto a él como a los demás—. Me preguntaba si sería posible sacar a Linus para dar una vuelta.

—¡Por supuesto que sí! —contestó el caballerizo, y le indicó a uno de los mozos que me ensillara el caballo—. ¿Vuelve a vivir aquí?

¿Por qué pensaban todos que iba a instalarme de nuevo?

—Solo estoy de visita, he venido a ver al conde.

—Bueno, el señor y la señora no lo han tenido fácil estos últimos años —comentó Broderson—. Si me lo permite, parece que la suerte abandonó la finca con usted.

¿No sería quizá el castigo por lo que me había hecho Agneta? ¿Sabían los empleados lo que había ocurrido en realidad? Lo dudaba mucho. Si por aquel entonces no estaban al corriente de nada, ¿por qué tendría que haberles contado Agneta algo después?

—A ver si consigo devolverles parte de esa suerte —repuse—. También echaré un vistazo a los libros de cuentas, pero en todo caso debo regresar a mi puesto en el hotel.

—¿El hotel? —preguntó Broderson, extrañado—. ¿Qué hace usted en un hotel? Está mucho mejor preparada para la finca.

—Es el hotel más grande de Estocolmo y el de mayor categoría. Créame, me siento más que preparada para trabajar allí.

El mozo regresó y me entregó las riendas del caballo. Linus me reconoció y me dio un golpecito con el morro.

—¡Muchas gracias! Saldré a dar una vuelta.

Broderson asintió y se retiró.

Saqué a Linus y, al montar en la silla, tuve una sensación algo extraña. Hacía más de cinco años que no me subía a un caballo, pero enseguida me resultó natural. Chasqueé la lengua, hice girar al animal tirando de las riendas y lo guie con las rodillas tal como me había enseñado a hacer el señor Blom.

Al cruzar la gran verja de la finca, lo espoleé. No fue hasta entonces cuando noté lo mucho que echaba de menos cabalgar. Sentir el viento en el pelo, los movimientos imperiosos del animal… Ningún viaje en automóvil podía transmitir algo así.

Pasé por campos que en esa época del año estaban yermos, aunque eso iba a cambiar en las semanas siguientes. El cereal brotaría, la colza florecería.

Como no tenía ningún destino en mente, seguí el camino que había ante mí. Conducía al pueblo, por supuesto, pero también al prado donde Ingmar había tenido el accidente. Allí estaba el árbol bajo el que nos habíamos tumbado Paul y yo, aunque no quería revivir ese recuerdo.

Por suerte, nuestro desliz en la casa de mis padres no había tenido consecuencias, así que decidí borrarlo por completo de mi memoria. Paul debía ocuparse de su negocio en Oslo y yo encontrar la felicidad en Estocolmo. Y si tenía la insolencia de volver a reservar una habitación en el Grand Hotel, me tomaría esos días libres.

Estaba cerca del pueblo cuando me crucé con un jinete que venía hacia mí. Iba en un tordo rodado y llevaba ropa de montar negra y de corte austero. Su figura parecía demacrada. Cuando refrenó su caballo junto a mí, levanté la mirada. Era Agneta.

Aunque habría preferido evitar ese encuentro, ya no tenía forma de impedirlo.

—Matilda —saludó.

Me pregunté si habría salido a montar tras de mí o si se le habría ocurrido la idea antes.

—Agneta.

No nos dimos los buenos días, como habría sido normal. El semblante de la condesa se había transformado por completo desde el día anterior. Por la noche había estado débil y llorosa; esa mañana, casi parecía beligerante. Pocas veces la había visto así durante mis años en Lejongård.

—Ya no somos unas niñas. Hablemos. En el cementerio —dijo, y dio la vuelta al caballo.

Una conversación en un cementerio. ¿Quién no soñaba con algo así cuando acababa de llegar a un lugar que en realidad no desearía haber pisado nunca más?

Entré en el camposanto y vi que Agneta había amarrado su caballo a uno de los pilares de la verja. Las cornejas graznaban con fuerza mientras volaban en círculos altos por encima de los árboles que rodeaban el cementerio.

También yo desmonté y até a Linus.

—Muy bien, hablemos —dije.

Pero ella negó con la cabeza.

—Aquí no. Entremos. Tu padre debe ser testigo de la conversación.

«Mi padre está en el fondo del Báltico», estuve a punto de replicar, pero logré contenerme.

Abrió la verja, que chirrió a modo de protesta, y luego echó a andar entre las hileras de lápidas. De repente recordé el día en que enterraron a aquel anciano que debía de ser mi abuelo. ¿Por qué nunca se me había ocurrido ir a visitarlo?

Agneta se detuvo de pronto ante una de las lápidas. Cuando llegué a su lado, vi que era la tumba donde descansaban el viejo Korven y su mujer.

—Tus abuelos por parte materna —explicó sin apartar los ojos de la lápida.

—¿Qué es esto? ¿Una visita guiada por el cementerio? —pregunté con sarcasmo.

—No, quiero compensar lo que no hice en su momento.

—¿Y crees que así lo arreglarás todo y te perdonaré?

Vi que se estremecía un poco, pero enseguida volvió a erguirse.

—Sé que no me perdonarás, pero de todos modos quiero mostrártelo.

Respiré hondo.

—Está bien. Enséñame la tumba de mis abuelos.

—Echaron a tu madre de casa cuando supieron que estaba embarazada —explicó tras una pequeña pausa para reflexionar—. Cuando quise averiguar dónde se encontraba, tus abuelos me insultaron. Una vieja curandera me contó que Susanna vivía en una pequeña cabaña cerca del lago. Tu madre estaba muy mal, pero a esa gente le daba lo mismo. Ellos solo veían que su hija era una vergüenza para la familia. No sabes cómo me habría gustado protegerla.

—Bueno, lo hiciste.

Había ayudado a mi madre, eso no podía negarlo.

—Pero a un precio demasiado alto —señaló—. Los Korven jamás supieron de tu existencia y tampoco que Susanna se casó con un buen hombre. Para ellos murió en el momento en que les confesó su embarazo y no quiso decirles quién era el padre del bebé. Salvo a mí, no se lo contó a nadie.

—A ti y a tu madre.

—No, mi madre lo supo por mí. Siempre consideró a Susanna alguien inferior, una deshonra. Yo, sin embargo, me esforcé por despertarle sentimientos hacia ti. Intenté enseñarle fotografías, y un día aceptó mirarlas en lugar de echarme de la habitación. Jamás imaginé que esas fotos la llevarían a redactar un testamento, pero debió de intuir que yo guardaría silencio. —Se volvió hacia un lado—. Continuemos.

Echó a andar por el camino mientras yo me quedaba un momento más ante la tumba. Recordé al anciano que me llamó Susanna. ¿Cómo habría reaccionado si entonces hubiese conocido toda la historia?

Poco después seguí a Agneta hasta el panteón de los Lejongård. Ingmar me lo había enseñado una vez que salimos a cabalgar, pero no entramos. Al ver la puerta, me pareció imponente e inaccesible. Una reja impedía el paso.

La condesa sacó una llave y la abrió.

Titubeé. No me gustaban las tumbas en las que se podía entrar. Era como meterse en casa de unos perfectos desconocidos.

Agneta alcanzó un candil que estaba colocado junto a la puerta y lo encendió.

—Ven, no tengas miedo. Ninguno de los que están aquí dentro te hará nada.

Habría preferido echar a correr, pues intuía el motivo que la había llevado hasta allí. Seguramente pensaba que, si me enseñaba todo lo relacionado con mi existencia, volvería a vincularme con la finca. Pero no lo conseguiría.

A pesar de todo, decidí seguirla.

En el interior del panteón olía a moho, tierra y polvo viejo. Las hojas que el viento había arrastrado entre las rejas habían quedado amontonadas en los rincones. Los muertos descansaban en nichos cerrados por losas de piedra y las fechas grabadas en ellas casi resultaban legendarias. Allí había enterradas personas que habían vivido cien, doscientos, incluso trescientos años atrás. Toda una familia unida en la muerte. Me estremecí al pensar que quizá un día desearían enterrarme con ellos.

Me llevó al fondo del panteón, donde dejó el candil sobre un pequeño podio, donde había un jarrón de mármol con flores secas.

—Aquí yace tu padre —dijo, y puso una mano en uno de los nichos.

Leí el nombre que me resultaba tan ajeno. Hendrik Lejongård. Tenía treinta años cuando se lo llevó la muerte. No mucho mayor que yo.

—A menudo me pregunto cómo habrían sido las cosas si hubiera sobrevivido. Yo no estaría aquí y tú…

—Seguro que tampoco —la interrumpí—, porque habrían expulsado a mi madre de la finca y habría acabado en el arroyo.

Comprendí que también debía agradecerle a Agneta el hecho de haber recibido una buena educación y haber encontrado un trabajo interesante. Fue ella quien se encargó de que mi madre se casara con un buen hombre y yo pudiera ir a la Escuela de Comercio.

Sentí vergüenza y me pregunté si de verdad era tan terrible que me hubiera ocultado la verdad. Pero mi corazón me decía que sí. No estaba enfadada con ella porque hubiera hecho lo que hizo, sino porque me había negado una información que me correspondía tener.

—Es posible. En cualquier caso, no puede descartarse la posibilidad de que tu madre hubiera acabado con su vida, y de paso con la tuya. Cuando fui a buscarla a la cabaña, la encontré en un estado deplorable. Apenas tenía qué comer y era demasiado orgullosa para pedir ayuda. Solo la vieja curandera la atendía. Incluso podría haberla ayudado a abortar, porque no siempre se necesita un gancho afilado para enviar al otro mundo a los niños no deseados. Pero tú sí eras deseada. Susanna te quería y también yo deseaba que vivieras. —Soltó un hondo suspiro—. Mi hermano te habría querido. Creo que lo conocía lo bastante para afirmar que habría luchado por vosotras dos. Habría supuesto un escándalo espantoso y seguro que mi padre lo habría excluido de su testamento, pero él lo habría aceptado. Debió de amarla mucho, y de algún modo también perdió la vida por ella.

Clavé la mirada en Agneta. ¿De verdad estaba culpando a mi madre de la muerte de su hermano?

—Hace años me preguntaste qué tuvo que ver tu madre con Langeholm, el pirómano. Bueno, pues resulta que el hombre descubrió la relación entre Hendrik y ella y la chantajeó. Abusó de tu madre, incluso estando embarazada. Le exigió que robara por él y ella cedió porque no quería que mi hermano cayera en el descrédito.

Negué con la cabeza.

—¡Mi madre no robó jamás! —espeté.

—Quiso hacerlo. Ese fue el verdadero motivo por el que tuvo que abandonar la finca. Yo estaba intentando que nadie descubriera su embarazo, pero intentó robar un broche de mi madre y no tuve más remedio que despedirla. Después todo se aclaró, pero Susanna no pudo regresar a la casa. No estando embarazada. Ya sabes cómo es este mundo. Si una mujer se queda encinta fuera del matrimonio, se la considera una furcia y poco importa que el hombre tenga la misma responsabilidad que ella, a veces incluso más, porque ninguna mujer tiene un niño solo por hacer manitas.

Sentí como si me cayera una losa encima. ¡Mi madre, una ladrona! Había creído que a esas alturas nada podía escandalizarme, pero Agneta siempre lo conseguía de nuevo.

—Sé que cometí un gran error —prosiguió—. Debería haberte contado quién eres.

—Eso ya me lo dijiste —la interrumpí.

—Sí, lo hice. —Asintió con la cabeza—. Y desde entonces no ha pasado un solo día en que no me haya preguntado qué momento habría sido el oportuno. Cuándo habrías estado preparada para saber la verdad. —Me miró.

—Seguramente el día en que nos conocimos —respondí.

—¿Tú crees? Acababas de perder a tu madre. El hombre al que considerabas tu padre había fallecido. ¿No te habría hecho daño descubrir la verdad?

—Bueno, eso nunca lo sabremos. —La losa parecía cada vez mayor y me oprimía el corazón—. Aunque, visto desde la distancia, quizá sí habría sido bueno estar un poco preparada. Lo que más me duele de todo esto es pensar que jamás me lo habrías contado. ¿O acaso me equivoco?

Bajó la cabeza.

—No lo sé. Durante el tiempo que estuviste en la finca, me debatí constantemente conmigo misma. Buscaba el momento más adecuado y a veces, lo reconozco, estuve tentada de olvidarme del asunto. Es mejor así, me decía. Tiene una buena vida, ¿por qué destruirla? Pero la verdad siempre consigue salir a la luz. A menudo pensaba que Lena o alguien del pueblo iría a hablar contigo y te contaría algo. Nadie conocía la historia entera, solo mi madre y yo. Lennard aún no era mi marido por aquel entonces, a él se lo expliqué más tarde.

—Lena jamás me habría dicho nada. A veces parecía que quería hacerlo, pero tenía miedo de que la despidieras.

—Ella solo sabía que tu madre se quedó embarazada y que tuvo que irse porque había intentado robar. Más tarde se descubrió que el caballerizo la chantajeaba. Como ya te he dicho, nadie conocía toda la historia. Y yo subestimé a mi madre. Siempre pensé que no te quería. Después de su muerte, yo era la única que conocía la verdad.

—¿No sabías que tu madre fue a Estocolmo a ver a un notario?

—Poco antes de morir, mi madre viajaba mucho. Por entonces ya teníamos el coche. Iba a Estocolmo a menudo y en una de esas visitas debió de redactar el testamento y entregárselo al notario. Un testamento que no modificaba en nada el nuestro.

—Pero ¿a nadie le llamó la atención que faltara esa cantidad de dinero?

Me costaba imaginar que Stella Lejongård hubiera podido retirar semejante suma de una de las cuentas así como así. Agneta habría tenido que ser muy descuidada para pasarlo por alto.

—Mi madre disponía de su propio dinero. Una cuenta que le abrieron en vida de mi padre. Cuando me la adjudicaron por herencia, no indagué en los movimientos anteriores. Mi madre gastaba ese dinero como quería y en grandes cantidades. Debió de retirar una parte para abrir una cuenta a tu nombre. Tenía varias cuentas opacas y también una caja de seguridad donde guardaba un secreto. Uno que me ocultó durante años. Seguramente por los mismos motivos por los que yo te oculté el tuyo.

¿Qué clase de secreto sería ese? Al parecer, el viejo dicho de que «de tal palo, tal astilla» era cierto.

Agneta me miró.

—Lo único que puedo hacer es pedirte perdón. No puedo cambiar lo ocurrido, pero he aprendido la lección. A partir de ahora seré siempre sincera contigo en todos los sentidos.

Deseé que me hubiera hecho esa promesa antes. ¿Cómo reaccionaría yo si mi hija se enfadara conmigo? ¿O, como en el caso de Agneta, mi sobrina? ¿Buscaría su perdón? Sin duda. ¿Desearía que me perdonara? Por supuesto. ¿Llegaría a perdonar a mi tía? Solo el tiempo lo diría, pero sí podíamos encontrar una forma sensata de relacionarnos.

—Está bien —dije—. Cuéntame en qué situación se encuentra la finca.

Me miró con asombro. Debía de esperar que dijera que la perdonaba. Para mí, sin embargo, ya era un paso muy grande volver a hablar con ella. A hablar con normalidad.

—En una situación pésima. —Miró hacia las lápidas de sus padres—. El inicio de la guerra en Alemania nos ha hecho mucho daño. Tendría que haberlo visto venir, pero no lo hice. Perdí de golpe a la mitad de los socios comerciales, o bien porque eran judíos y les quitaron todas sus posesiones, o bien porque alzaban la mano ante Hitler con demasiado entusiasmo. No quiero servir a su causa, soy sueca y solo debo obediencia a mi rey. —Hizo una breve pausa y vi un brillo combativo en su mirada—. Por desgracia, también los clientes suecos, finlandeses y noruegos de la finca han reducido sus compras. Todos temen que la guerra no pueda seguir evitándose como estos últimos años. Y eso por no hablar de que nuestros buques mercantes no están seguros en el Báltico. Sin duda recordarás lo delicado que era nuestro equilibrio.

Asentí.

—Estos últimos meses se han encargado de destruir gran parte de ese equilibrio. Y para colmo, no tengo la cabeza libre para concentrarme en los asuntos empresariales. Cuando veo a Lennard, se me parte el alma. Él se hace el valiente e intenta fingir que está mejor de lo que parece, pero la vida se le escapa entre los dedos. Los médicos fueron optimistas y le dieron un par de años más, pero… ¡Un par de años, Matilda! ¡Solo unos años! ¡Lennard no ha cumplido ni los sesenta! Ingmar y Magnus todavía no están casados y es muy probable que no llegue a conocer a sus nietos.

Apretó los labios y vi cómo le caían las lágrimas. Se las secó enseguida.

—Y luego está el asunto de mis hijos…

Me la quedé mirando. La antigua Matilda la habría abrazado, pero la mujer en que me había convertido dudó y no supo qué hacer. Era evidente que Agneta estaba atravesando una época difícil. Necesitaba consuelo, pero yo era incapaz de acercarme y tocarla.

—¿Qué pasó con Ingmar? —pregunté—. ¿Por qué se marchó? ¿Y por qué Magnus no se ocupa un poco de la finca que algún día heredará?

—Es complicado. Tal vez el propio Ingmar te lo cuente algún día. No sé si yo debería hablarle a nadie de lo ocurrido, no sé si Ingmar estaría de acuerdo. En todo caso, discutimos. Fue la pelea más terrible que he tenido nunca con él. Magnus se lo tomó de otra forma, pero Ingmar se puso fuera de sí. Pasamos semanas sin hablarnos. Después, en marzo, poco antes de que te escribiera, me informó de que se marchaba a Noruega.

—¿Por qué precisamente a Noruega? —quise saber.

—Lo justificó diciendo que iba a ayudar a dos compañeros y buenos amigos. No me explicó más, y desde que se marchó tampoco ha escrito. —Agneta suspiró—. Es increíble lo mucho que os parecéis. Casi diría que sois mellizos.

—Pero nada de eso tiene sentido. ¿Iba a ayudar a unos amigos? ¿Cómo? ¿Y por qué ahora, cuando su padre está tan enfermo y Magnus no parece mostrar ningún interés en cumplir con su deber?

Sentí crecer la antigua ira hacia el hermano de Ingmar. Antes me había consolado pensando que no tenía nada que ver conmigo, pero ahora sabía que estaba emparentada con él y eso hacía que me enfadara todavía más.

—Tendrás que preguntárselo tú misma. A mí aún me debe esa respuesta. Espero con impaciencia recibir alguna carta suya, pero no escribe. Ni siquiera sé si está vivo.

—Vive —repuse—. Si no, la policía ya os lo habría comunicado. O sus compañeros.

—¿Lo que dices es que cada día que pasa sin que reciba noticias suyas es un buen día?

Vi tanto sufrimiento en los ojos de Agneta que hice de tripas corazón y le puse una mano en el brazo.

—Estoy segura de que escribirá. Si quieres, puedo pedirle a Paul que lo busque.

Podía conseguir su dirección con facilidad a través del hotel.

—¿Paul? —preguntó ella, pero entonces pareció recordarlo—. Ah, te refieres al carpintero que se marchó a Noruega.

—Tiene una fábrica de muebles en Oslo. Hace unos meses se alojó en el hotel.

Puso cara de extrañeza, como si no recordara que yo trabajaba en el Grand Hotel. Aunque quizá lo que le sorprendía era que aún estuviera en contacto con Paul.

—Agneta, escucha —dije, y respiré hondo. Ya era hora de acabar con aquello, quizá fuera una tontería guardarle tanto rencor. El perdón era un proceso lento, pero después de lo que acababa de oír no podía seguir haciéndome de rogar—. Ha pasado mucho tiempo. He construido mi propia vida, y eso significa que tarde o temprano tendré que regresar a Estocolmo, porque, si no, perderé mi empleo. Antes de que digas que también podría trabajar aquí, piensa que para mí ha sido un camino muy largo asimilar quién soy y descubrir lo que quiero. El hotel me ha dado mucho. A pesar de ello, estoy aquí, y estoy dispuesta a ayudarte. Siempre que mantengas tu promesa y a partir de ahora me informes de cualquier cambio en la finca. Cuando regrese a Estocolmo intentaré apoyarte desde allí, pero es importante que consigamos traer de vuelta a Ingmar y que Magnus encuentre también su lugar. No puede seguir con la cabeza en las nubes. Por mí, que haga lo que quiera cuando sea el señor de la finca y tenga un buen administrador, pero ahora debe ayudar a su madre.

Agneta tomó mi mano y yo callé al instante. Me sentía incómoda, no quería que se pusiera emotiva.

—Gracias por haber venido —dijo—. No sabes cuánto significa para mí.

Por suerte, no volvió a preguntarme si la perdonaba.