AL REGRESAR A la mansión me instalé en el despacho de Agneta. El caos que reinaba allí era espantoso. Descolgué el teléfono y pedí que me comunicaran con el hotel. Tilda se sorprendió al oír mi voz.
—¿Va todo bien? ¿Cómo te encuentras? —preguntó, angustiada.
Solo le había contado que me iba de vacaciones. Cuando me marché no imaginé que me convertiría en la persona encargada de solucionar los problemas de mi tía.
—Sí, estoy bien, gracias, Tilda. ¿Cómo van las cosas por el hotel? ¿Todo en orden?
—Sí, como siempre. De momento no ha surgido nada especial, salvo por un par de toallas perdidas y unas plantas que se han secado.
—Me alegro. Escucha, ¿podrías buscar la dirección de Paul Ringström, por favor? Ya sabes, aquel que dejó una carta para mí.
—¿Para qué la necesitas?
En realidad, no era habitual facilitar las direcciones de los clientes, pero yo era la ayudante de dirección.
—He recibido una noticia de un conocido común y me gustaría trasladársela. ¿Me haces el favor?
—¡Claro que sí! —Tilda dejó el auricular.
Me sobrevino la nostalgia al oír los sonidos de la recepción. Las voces de los clientes, las ruedas de los portaequipajes… ¡Cómo me hubiera gustado estar viendo todo ese ajetreo!
—Ya estoy aquí —anunció mi compañera tras unos crujidos en la línea, y me dio la dirección.
—¡Muchas gracias, eres un encanto! —exclamé.
—No hay de qué. Pero, por favor, no trabajes demasiado. Ya que tienes la suerte de estar en la finca de tus tíos, disfruta del aire libre.
—Lo haré, te lo prometo —contesté, y me despedí de ella.
Me fui al escritorio de mi habitación con la dirección anotada en el borde de una hoja de calendario.
Seguro que a Paul le extrañaría que le pidiera un favor, y más aún que el favor fuera buscar al hombre que había sentido celos de él años atrás. Pero ya no éramos unos niños, sino personas adultas, como le dejé bien claro en mi carta antes de añadir que significaba mucho para mí.
Paul estaba en deuda conmigo. Había regresado a mi vida y me había inducido a hacer algo que luego había lamentado. Había removido viejos sentimientos. Tenía que ayudarme.
Cuando terminé la carta, la metí en un sobre y escribí la dirección. Todavía era lo bastante temprano para llevarla a la oficina de correos de Kristianstad, así que fui a por el abrigo y el bolso y regresé al despacho de Agneta.
La encontré mirando por la ventana, ensimismada, como si las montañas de documentos del escritorio no existieran. ¿Dónde tendría la cabeza?
—¿Agneta? —pregunté, y un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo.
—¿Sí?
—Me gustaría llevarme el coche para ir a Kristianstad.
—Sí, avisa al chofer cuando quieras.
Sonreí.
—No hace falta. Hace unos meses me saqué el permiso. Me gustaría conducir, pero eso debes decidirlo tú. El coche es tuyo, al fin y al cabo.
Su rostro adoptó una expresión de asombro.
—¿Te has sacado el permiso de conducir?
—Me pareció buena idea. En el hotel tenemos un coche y a veces lo saco cuando tengo que hacer algún recado.
Sonrió.
—Muy bien. ¡Pero ve con cuidado! Y cambia de marcha con suavidad, porque ese trasto ya no es nuevo.
—Gracias —dije, y me retiré.
AGNETA NO EXAGERABA cuando decía que el coche había dejado atrás sus mejores años. Mientras maniobraba para sacarlo del garaje bajo la atónita mirada de varios mozos de cuadra, noté a lo que se refería con lo del cambio de marchas. Pero conseguí llevarlo hasta el patio.
—¡Señorita Matilda! —El chofer se acercó corriendo mientras se ponía la chaqueta al vuelo—. No me había dicho que quisiera ir a la ciudad.
—Así es, pero conduciré yo misma. La condesa me ha dado permiso.
—En tal caso… ¡Pero no me deje sin trabajo!
Me despedí de él con la mano y aceleré.
Mientras el vehículo se mecía por la carretera, recordé la época en la que me llevaban en él a la escuela con Ingmar y Magnus. ¡Qué tiempos más despreocupados, aunque en aquel momento no me diera cuenta!
Aparqué en una calle tranquila de Kristianstad, muy cerca de la oficina de correos. Por allí había también muchos otros comercios. No tenía pensado comprar nada, pero me apetecía ver si aún existían las tiendas que conocía.
En correos había una hilera de gente esperando, aunque avanzaban deprisa. Algunos clientes enviaban paquetes que parecían contener azúcar o café. ¿Mandarían provisiones a sus familiares? Algunos productos habían empezado a escasear.
Por fin llegó mi turno. La joven de detrás de la ventanilla parecía cansada.
Pagué y, al salir de la oficina, el sol se abrió paso entre las nubes, así que me detuve un momento junto a la puerta para sentir cómo me calentaba el rostro. Ya se notaba su calidez.
—¿Matilda? —preguntó una voz detrás de mí.
Me di la vuelta.
—¡No puede ser! ¿De verdad eres tú? —Birgitta se me acercó con los brazos abiertos y, antes de que me diera cuenta, me abrazó como cuando íbamos juntas a clase.
—¡Birgitta! —exclamé, sorprendida y con una gran sonrisa. No me esperaba ese reencuentro—. ¿Qué haces tú aquí?
—¿Qué voy a hacer? Dirijo la empresa de mi padre junto con mi marido.
Me enseñó orgullosa la alianza de oro que llevaba en la mano.
—¿O sea que encontraste a tu Cary Grant?
—¡Mucho mejor que eso! Karl es un hombre cariñoso y, además, un buen empresario. Hace unos meses que hemos expandido el negocio y hemos abierto un pequeño servicio de envío de nuestros productos por todo el país. —Hizo una pequeña pausa y me miró con alegría—. ¿Y qué me cuentas de ti? ¡No te veía desde que acabamos la escuela!
—Ahora soy ayudante de dirección en el Grand Hotel de Estocolmo —expliqué.
—¿Ya no estás en Lejongård?
—Hace tiempo que no. La ciudad volvió a llamarme. Solo he venido de visita.
No era asunto suyo que me hubiera enterado de que era una Lejongård y me hubiera peleado con Agneta.
—¡Qué emocionante! Tengo que convencer a Karl para que vayamos a Estocolmo y nos hospedemos allí. ¿Sufrís mucho con el racionamiento? Se cuenta que establecimientos públicos y hoteles todavía son los mejor abastecidos.
—Bueno, intentamos conseguirlo —respondí con evasivas.
Por supuesto que teníamos que luchar contra los impedimentos, porque muchos de los productos que antes se encontraban fácilmente ya no llegaban al país.
Me tomó de la mano.
—Oye, ¿qué te parece si te enseño nuestro negocio? ¿O tienes algo que hacer?
—Lo cierto es que solo venía a correos y acabo de salir.
—¡Muy bien, pues te vienes conmigo! —exclamó Birgitta—. Estoy muy orgullosa de que hayamos podido ampliar la empresa de mi padre. Tal vez te interese alguno de nuestros productos.
Durante nuestros años de escuela, el negocio de su padre siempre fue algo misterioso. Aunque habíamos ido juntas al cine varias veces, Birgitta nunca me llevó a su casa.
De pronto me encontré ante dos grandes edificios que parecían naves enormes. En uno habían instalado una tienda donde se podían comprar toda clase de artículos para el hogar. El otro debía de albergar las oficinas y servía también de almacén. En el patio había dos grandes camiones de reparto.
—Esperemos que al ejército no se le ocurra confiscarnos los vehículos —comentó Birgitta al ver mi expresión.
—¿De verdad crees que llamarán a filas? —pregunté.
Por el momento, nada hacía pensar que Suecia fuese a entrar en la contienda.
—Ahora mismo nada es seguro en este mundo —opinó Birgitta—. Pero eso no nos arruinará la tarde de hoy, ¿a que no?
Tiró de mí y entramos en la tienda, donde me enseñó qué clase de artículos vendían: electrodomésticos, fuentes esmaltadas, toallas, paños de cocina, también hules y cepillos. Tenían menos existencias de lo que parecía desde fuera.
—Has conseguido levantar un auténtico emporio, Birgitta —la alabé después de ver todas las salas.
—Pero trabajar en un gran hotel tampoco está nada mal. ¿Todavía tienes intención de montar tu propia empresa?
—Bueno, ya veremos. No lo sé.
—¿Y qué pasó con tu pretendiente? Se llamaba Paul, ¿verdad? —Me lanzó una mirada de complicidad.
—Aquello acabó en nada. Se marchó a Noruega para hacerse cargo de una fábrica de muebles.
—¿Y no fuiste con él?
Negué con la cabeza. No me apetecía hablar del tema.
—Nos distanciamos. O, mejor dicho, nos hicimos adultos.
—Qué lástima. ¿Y aquel chico guapo con el que siempre ibas a la escuela?
—Eso es aún más complicado —se me escapó.
Me habría gustado que se me tragara la tierra, porque sabía que Birgitta intentaría sonsacarme información.
—¿En qué sentido? ¿Es que os enamorasteis?
—No. Desapareció. Como ves, los hombres huyen de mí. Y todos directos a Noruega. Debo de tener una maldición.
—Eso sí que no me lo creo. Estoy segura de que llegará el hombre adecuado. Puede que incluso se presente en tu hotel.
Seguimos caminando y Birgitta me enseñó la amplia vivienda que había encima del establecimiento. Supe que sus padres se habían jubilado y se habían mudado al norte, y que la dirección de la empresa había recaído en su marido y ella. Por desgracia, todavía no tenían hijos, pero Birgitta también era optimista en ese aspecto.
Al final regresamos a la tienda, donde me negué con vehemencia a que me hiciera ningún regalo.
—De verdad que no necesito nada, Birgitta, muchas gracias —dije—. Pero sabed que seréis bien recibidos en el Grand Hotel cuando queráis. Me encargaré de que os hagan un buen precio por la habitación.
Mi antigua compañera sonrió mucho y luego me abrazó de nuevo.
—Me ha encantado volver a verte, Matilda. La próxima vez que vengas, avísame. Podríamos pasar la tarde juntas, como en los viejos tiempos.
—Como en los viejos tiempos —repetí con una sonrisa—. Claro que te avisaré, Birgitta.
Después de eso me soltó. Me despedí otra vez de ella con la mano y me marché.
REGRESÉ A LA finca acompañada por una preciosa puesta de sol. Me había sentado bien dar una vuelta, pero al volver a pisar la casa noté una atmósfera de abatimiento que no me había llamado la atención el día anterior. Subí enseguida a mi habitación para prepararme antes de la cena y entonces me encontré con Agneta.
—Bueno, ¿has podido hacerlo todo? —preguntó.
—Sí, gracias, ha sido una buena excursión.
Asintió y dio media vuelta.
—¡He escrito a Paul! —exclamé tras ella—. Vive en Oslo y le he pedido que busque a Ingmar. Es posible que se entere de algo.
Me miró con sorpresa.
—Te lo agradezco. Baja luego a cenar si quieres, así podremos hablar un poco. Lennard no se encuentra muy bien, hoy estaremos las dos solas.
—De acuerdo, bajaré.
En el comedor me fijé en que había una radio encima del aparador. Eso era algo nuevo porque en Lejongård solían conversar sobre los sucesos del día durante la cena.
—Enciéndela si te apetece —dijo Agneta, que entró después que yo—. A Lennard y a mí nos gusta escuchar algo de música en las comidas.
Levanté las cejas con asombro.
—Si nunca has querido que sonara música estando a la mesa, a menos que celebráramos algún acontecimiento y tocara una orquesta.
—Los tiempos cambian —comentó ella, y en su rostro apareció una sonrisa amarga—. A veces es mejor escuchar música y olvidarse de todo unos instantes, en lugar de pensar siempre en lo mismo.
¿De verdad Lennard y ella ya no tenían nada que decirse? ¿La conversación giraba siempre en torno a su enfermedad? ¿Acaso cuando lo miraba solo podía pensar en su muerte?
Apreté el botón y empezó a sonar una dulce melodía de clarinete que enseguida transformó el ambiente de la habitación.
Vi que Agneta se detenía ante su silla, cerraba los ojos y se sumergía en la música.
Poco después informaron de que ya eran las ocho de la tarde. La hora habitual de la cena en Lejongård.
De repente comprendí que la condesa había instalado esa radio por otro motivo más. El espacio informativo de esa hora transmitía las últimas novedades de la guerra. Hablaron de la ofensiva alemana en Francia y de las provocaciones en el mar del Norte. Por lo visto, los ingleses habían empezado a minar sus aguas para impedir que los buques alemanes avanzaran con facilidad.
Agneta se sentó en su silla con cuidado de no hacer ruido mientras escuchaba atentamente.
Yo sabía que no solo le interesaban los acontecimientos bélicos; le preocupaba Ingmar. Mientras hubiera paz en Noruega, sabía que estaba a salvo.
Sin darme cuenta, también empecé a prestar atención. Cuando dieron el parte meteorológico que ponía fin al noticiario, la condesa respiró con alivio.
—No hay novedades de Noruega —dijo—. Eso es bueno.
Unas semanas atrás se había producido un incidente con un buque de guerra alemán frente a las costas noruegas, y los periódicos también publicaban artículos sobre el fortalecimiento de los poderes nacionalistas en el país.
Me habría gustado decir algo como «no se atreverán a atacar Noruega», pero en los tiempos que corrían no había nada seguro. Se me revolvía el estómago solo con pensar en la rapidez con la que los alemanes lograban sus objetivos.