LOS DÍAS SIGUIENTES intenté ayudar a Agneta a apagar los fuegos que ardían por todas partes. Decir que no había tenido la cabeza centrada en los negocios de la finca era quedarse muy corto. Durante mi ausencia, había vuelto a surgir el caos que mi trabajo casi había conseguido eliminar, solo que esta vez era aún peor. En aquella época, la condesa solo había perdido la visión general; ahora parecía que los libros de cuentas no existieran para ella.
A eso había que sumarle el desencuentro con Clarence von Rosen. A pesar de que el hombre no se había dignado a decir nada y tampoco se había producido ninguna discusión, sus actos habían tenido una enorme repercusión en la finca.
Lo que más me molestaba era el desamparo en que nos encontrábamos. ¿Cómo podíamos hacer cambiar de opinión al rey?
—Deberíamos hablar con su majestad —le dije a Agneta, porque no se me ocurrió nada mejor—. Comprenderá que Von Rosen no tiene razón. Es posible que ni siquiera sepa que nos ha anulado los contratos.
—Lo sabe —repuso ella—. Le escribí para solicitarle una aclaración y le pedí disculpas por si habíamos hecho algo que lo hubiera molestado, pero no recibí respuesta.
—Seguro que está muy ocupado. Sobre todo ahora, que le escribirán con peticiones desde todas partes.
—La familia Bernadotte nunca ha estado demasiado ocupada para hacerles llegar una carta a sus leales servidores. Para eso tienen a sus secretarios desde tiempos inmemoriales. Ese silencio significa algo. Significa que su caballerizo es más importante para ellos que nosotros. Significa que hemos caído en desgracia. Y solo porque no queremos vender caballos con fines bélicos.
Agneta estaba temblando y yo sentía crecer mi ira. ¡No podían castigarnos con tanta dureza solo por, a la vista de los acontecimientos, no querer suministrar caballos a Alemania! ¡Suecia seguía siendo un país libre! ¡Ni siquiera el rey tenía derecho a inmiscuirse en nuestros negocios!
Aunque creía que había dejado atrás la finca, de repente comprendí lo mucho que me afectaba y me indignaba esa injusticia. No solo nos perjudicaba a nosotros, sino también a todas las personas que trabajaban allí y dependían de nuestra familia.
—Podría escribirle otra vez —propuse.
Negó con la cabeza.
—¡No, déjalo, por favor! Puede que los Lejongård tuviéramos el favor del rey, pero ahora que lo hemos perdido, no suplicaremos por recuperarlo. Somos uno de los linajes nobles más antiguos de este país, ¡mucho más que los Bernadotte! ¡Derramamos nuestra sangre en la guerra de los Treinta Años!
El repentino orgullo de Agneta me dejó sin habla. Aunque, visto así, tenía razón. No habíamos cometido ningún error. Al negarnos a hacer negocios con un país que estaba en guerra, no perjudicábamos en absoluto la política sueca.
De pronto estuve tentada de presentarme en palacio y cantarles las cuarenta a sus excelencias. Sin embargo, sabía que la condesa no lo aprobaría.
—Entonces ya veremos cómo nos las arreglamos sin el rey —repuse con obstinación, porque no había más que decir.
En cuestiones de la casa real, ella sabía mucho más que yo, pero, gracias a mi trabajo en el hotel, yo sabía cómo actuar frente a una calumnia. Tal vez lográsemos contener un poco los daños.
—Si alguien puede encontrar la forma de salir de este aprieto, eres tú —dijo Agneta, y me tomó de la mano. Sentí que temblaba—. No sabes lo mucho que te hemos echado todos en falta.
Sus palabras me conmovieron, pero enseguida recuperé la compostura. No había regresado para siempre, solo me encontraba de paso. Mi vida seguía estando en Estocolmo. Haría lo que pudiera para ayudar en la finca, pero la responsabilidad era de mi tía.
Tal vez poner orden en la documentación fuera el primer paso y quizá luego se me ocurriera algo.
CUANTO MÁS ME sumergía en el trabajo, más me preguntaba por qué Magnus no hacía absolutamente nada por la finca de sus padres. Antes nunca se cansaba de echarme en cara que él heredaría Lejongård. ¿Por qué no estaba allí, entonces? Podría seguir con su escritura cuando se hubiera encargado del resto.
—¿Cómo están las cosas con Magnus? —le pregunté a Agneta una mañana. Me había pasado la mitad de la noche despierta y había tenido una idea—. ¿Por qué no ha vuelto a vivir en la finca? ¿O es que está escondido en esa horrible cabaña del administrador?
—Magnus tiene un piso en Kristianstad. Se fue a vivir allí después de la discusión y desde entonces ha evitado todo contacto con nosotros. —Sonrió con tristeza—. Pero al menos sé dónde está.
—¿Le has escrito para contarle tus problemas? —pregunté.
—No, pero sabe lo que ocurre aquí. Puede que finja que Lejongård no le importa, pero lo sabe.
—¿Y no es capaz de hacer un esfuerzo y venir? Tal vez solo quiera una disculpa por tu parte.
Si hubiera sabido por qué se habían peleado sus hijos con ella…
—Dudo mucho que una simple disculpa baste para arreglarlo todo —dijo Agneta—. Además, tengo la sensación de que ya no conozco a mis hijos. Sobre todo en el caso de Magnus.
—Tal vez debería hablar yo con él —me oí decir.
Solo unos meses antes, habría creído que me había vuelto loca si hubiera sugerido algo así. Sin embargo, todo había cambiado. Era una mujer adulta y había tenido muchas más experiencias aparte de las maldades de Magnus.
—No creo que quiera escucharte.
—Bueno, al menos puedo intentarlo.
Me miró con muchas dudas.
—¿Después de todo lo que ocurrió entre vosotros?
—Entonces éramos unos niños. Es posible que en Estocolmo se haya vuelto más sensato.
La condesa calló un momento, después asintió.
—Está bien. Inténtalo, pero no te hagas demasiadas ilusiones. Magnus se ha consagrado al arte y es hijo de dos personas muy cabezotas. No dejará que un par de frases lo convenzan para que acepte su responsabilidad.
—Pero quizá pueda decirme cuáles son sus condiciones. Tal vez me explique qué clase de disculpa espera de ti.
UN PAR DE horas después salí hacia Kristianstad. Agneta me había dado la dirección de Magnus y yo sabía en qué barrio estaba. Solo esperaba encontrarlo en casa y, a ser posible, despierto y vestido. Decían que algunos artistas tenían la costumbre de no levantarse hasta pasado el mediodía.
Tras aparcar el coche, me dirigí a su edificio. Me recordaba un poco a los de Brännkyrkagatan. Era grande, blanco, de tres plantas. El revoque se desconchaba un poco en algunos lugares, pero debían de haber pintado la puerta principal hacía poco.
Examiné los nombres de los timbres hasta encontrar el que buscaba: «M. Lejongård».
Llamé y me volví hacia la calle. Un camión de reparto pasó traqueteando. Por la radio habían anunciado que en breve impondrían restricciones a los automóviles civiles con el fin de ahorrar combustible para la defensa del país. Todavía podíamos llenar el depósito del coche de Agneta, pero se veía venir que pronto habría que usar el carruaje para ir a la ciudad.
Pasó un buen rato. Volví a llamar y me pregunté si estaría en casa. Tal vez había regresado a Estocolmo. ¿O lo había pillado en la cama? ¿A lo mejor no estaba solo?
Por fin oí pasos en el vestíbulo y me volví. Un instante después, el rostro de Magnus se asomó por el resquicio de la puerta. Seguía pareciéndose a Ingmar tanto como siempre, pero se había cortado el pelo casi al rape y tenía una pequeña cicatriz en la mejilla. ¿Recuerdo de algún encontronazo de sus tiempos de estudiante?
Tardó un momento en reconocer a la mujer que tenía enfrente.
—Hola, Magnus —dije.
—Vaya, la hija de la criada se ha dignado a hacer acto de presencia —repuso él.
Enseguida se me aceleró el pulso, así que me obligué a serenarme. En el Grand Hotel, de vez en cuando había algún cliente impertinente que trataba al personal con desdén, así que estaba acostumbrada a ocultar mis sentimientos ante personas así.
—Vaya, el hombre al que su propia finca le es indiferente —repliqué. Ya no era la muchacha a costa de la cual podía divertirse haciendo de las suyas—. ¿No deberías estar ocupándote de Lejongård en mi lugar?
Ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa maliciosa.
—¿Has venido solo para decirme eso? En ese caso, será mejor que des media vuelta.
—Y a ti más te valdría recordar tus modales —espeté—. Así que déjame pasar, ¿o me invito a entrar yo misma?
Mi tono pareció sorprenderlo porque, en lugar de cerrarme la puerta en las narices, se apartó.
—Está bien, adelante.
—Gracias —repuse, y pasé junto a él.
Lo seguí y subimos dos plantas. Los escalones estaban cubiertos con esterillas de sisal que amortiguaban los pasos. Olía a paja y a gato.
El apartamento de Magnus era una aglomeración de objetos artísticos y cuadros. Casi parecía que hubiera montado un museo privado. Entrada: 20 ören.
—¿Esperas también que te ofrezca algo de beber? —preguntó con burla—. Me temo que mi ayuda de cámara libra hoy.
—No te molestes. Solo quiero hablar contigo.
Me llevó a regañadientes al salón, que estaba decorado de forma parecida al de Agneta, aunque era bastante más pequeño. De todos modos tenía unas bonitas puertas dobles de cristal que conducían a la parte trasera de la vivienda. Allí me pareció ver una cama revuelta. Sí, se notaba la ausencia del ayuda de cámara.
—Bueno, vayamos al grano —dijo—. ¿Conque quieres que vuelva a la finca?
—Sí.
—¿Y por qué debería hacerlo? La propiedad será mía algún día, pero eso no significa que deba echar a perder toda mi vida por ella. De todos modos, mi madre cree que tú puedes administrarla mejor que yo. Desde que te fuiste no ha perdido ocasión de repetírmelo.
—No olvides que soy la hija de su hermano —repuse—. Tu madre te lo ha contado, ¿verdad?
—Sí, aunque para mí eres más bien una equivocación —espetó con superioridad.
Sentí que quería provocarme, pero no pensaba darle ese gusto. No en esos momentos.
—Me temo que no conociste a tu tío lo suficiente para afirmar eso, ¿no crees? A menos que te haya susurrado algo desde el panteón.
Magnus entornó un poco los ojos.
—Pero no he venido por eso. No quiero tu finca. Sin embargo, sí estoy en situación de ayudar. Te lo ruego, ¡échale una mano a tu madre! Te necesita ahora que Ingmar ha desaparecido.
—¿Ingmar ha desaparecido? —preguntó haciéndose el inocente.
—No finjas que no lo sabías. Seguro que tus padres te lo han contado.
—Bueno, mis padres a veces olvidan decir las cosas, como tú misma has podido comprobar.
—En este caso no te lo crees ni tú —repuse, y de nuevo me alegré de haber adquirido nuevas aptitudes en el hotel—. Entonces, ¿vas a arrastrar el trasero hasta Lejongård o no?
—No. —Su respuesta sonó como un disparo.
—¿Por qué? ¿Porque es mucho más bonito ser un inconsciente?
—Porque a mi madre le he dado igual la mayor parte de mi vida, ya que tanto te interesa saberlo.
—¿Que a tu madre le has dado igual? ¡No digas tonterías!
—¿A quién enviaron a un internado? ¡A mí! Y todo por un par de bromas que me permití hacerle a su pupila, de quien no podía saber que era la hija bastarda de mi tío.
Me tragué el orgullo. Magnus no había cambiado nada, todavía intentaba humillarme haciendo uso de mis orígenes.
—Aquello no tuvo ninguna gracia, Magnus —dije—. Y si con ello pretendes argumentar que tendría que haberte dado un bofetón, que sepas que no pego a nadie y que tampoco había hecho nada para merecer esas «bromas», como tú las llamas. Más de una vez dejé claro que me habría encantado poder quedarme en Estocolmo. Además, te lo había advertido, así que no hagas como si a tu madre le dieras igual. Ella solo quería lo mejor para ti.
—¿Enviándome lejos? ¡Tendría que haberse librado de ti!
Suspiré.
—De todos modos, han pasado muchos años y tampoco es que el comportamiento de Agneta haya sido impecable conmigo. Pero aquí estoy, al contrario que tú. Aunque no podamos perdonarlo todo, debemos sobreponernos y ayudar a nuestros mayores en tiempos de necesidad. ¡Tu padre está muy enfermo, Magnus! ¡Y tu madre se siente desbordada!
—Poco puedo hacer yo. Que contrate a un administrador. O podrías quedarte tú, ya que estás tan encantada con la finca.
—Yo no puedo quedarme, y tampoco soy la hija de Agneta. Su hijo eres tú.
—¡Eso no significa nada! —estalló.
—¿Qué te ha hecho, Magnus? —insistí—. ¿Qué puede hacer para que la perdones?
Apretó los labios.
—Te ha enviado ella, ¿verdad?
—He sido yo quien ha querido en venir. ¿Qué ocurre? ¿Qué condiciones pones para ir a ayudarla?
—No hay condiciones. No iré y punto. Será mejor que te marches. Seguro que tienes cosas más importantes que hacer.
—No me marcharé de aquí sin que me des una respuesta.
—Una que te satisfaga, supongo. —Resopló con burla—. Porque en realidad ya te he dejado muy clara mi postura. —Resolló—. Parece que no sabes de qué se trata. Es lo único que valoro aún en mi madre, que siempre sabe qué cosas debe ocultar. Dile que solo volveré cuando ella haya cerrado los ojos para siempre y la finca me pertenezca. No antes. Y si en algún momento quiere jubilarse, que me transfiera la titularidad. Me ocuparé de la finca cuando sea mía, pero solo entonces.
POCO DESPUÉS VOLVÍA a estar en el portal, temblando de ira. ¡Menuda pérdida de tiempo! Turbada, me subí al coche y puse primera. Maldita sea, ¿por qué seguía conduciendo Agneta aquella carraca? Había automóviles mucho más modernos en el mercado. Pero entonces pensé que quizá no tenía suficiente dinero, así que intenté no hacer caso de las miradas de la gente mientras recorría la ciudad.
Al llegar a la finca ya me había tranquilizado un poco. Aparqué el coche en el garaje. En la casa, parecía que Agneta estaba esperándome.
—¿Tomamos un café? —preguntó—. Svea nos ha hecho galletas.
—Sí, claro. Solo voy a refrescarme un momento.
Subí a la planta superior. Me lavé la cara y las manos, me cambié de vestido y después bajé de nuevo. Había esperado que Lennard también estuviera presente, pero la mesita del salón solo estaba puesta para dos.
—¿Ha ido bien el viaje?
Me indicó que tomara asiento. El aroma del café me hizo revivir y mi estómago emitió un leve rugido.
—Sí, gracias. Aunque tal vez deberías empezar a pensar en comprar otro coche. El viejo está al límite.
—Me gustaría mucho —suspiró Agneta—, pero, por desgracia, ahora mismo no tenemos medios económicos.
—Podrías buscar uno de segunda mano. Tal vez de unos cinco años. Son más baratos que los nuevos de fábrica, pero están en mejores condiciones que esa hermosa pieza de museo.
—Lo pensaré. —Sirvió el café—. ¿Has hablado con Magnus? —preguntó.
—Sí. Y, puesto que conoces a tu hijo, puedes adivinar lo que me ha dicho.
Le resumí su negativa y, para que no se formara una opinión equivocada de él, le transmití también su último comentario.
Al terminar me temblaba todo el cuerpo, pero vi que a ella le había afectado mucho más que a mí.
—Lo siento mucho —dije—. Solo quería ser sincera. No sé de dónde le nace ese odio, pero me ha asustado. No creo que vuelva a verlo nunca más. Casi me parece un milagro que no me haya echado de allí a patadas.
—No pasa nada —repuso Agneta, y tomó una servilleta para secarse las lágrimas de los ojos—. No puedes evitar que las cosas sean así. Lo has intentado y te lo agradezco.
Me habría gustado mucho conocer el motivo de su pelea. ¿Acaso Ingmar y Magnus querían recibir sus respectivas fincas cuanto antes? Era incapaz de imaginar algo así, al menos en el caso de Ingmar, pero ¿quién sabía lo que el tiempo había hecho con ellos? Sin embargo, al ver a Agneta tan abatida, no me atreví a preguntar.
Al cabo de un rato se disculpó y me dejó sola en el salón. La seguí con la mirada y me sentí impotente. Tal vez debería haber tenido algo más de delicadeza…
No. Mi tía debía saber qué clase de hombre era su hijo, aunque le doliera. Tal vez eso le hiciera encontrar nuevas fuerzas para sobreponerse y dirigir ella sola la finca, tal como había hecho siempre.