Capítulo 44

 

 

 

 

 

A LA MAÑANA siguiente bajé al comedor. Lennard se había encontrado muy mal la víspera y Agneta había pasado todo el tiempo escondida en algún rincón de la casa. También ella parecía tener tendencia a desaparecer.

Conversé un poco con Lennard de lo sucedido el día anterior. Mencioné que había ido a ver a Magnus, aunque con él decidí medir algo más mis palabras.

El conde sacudió la cabeza con desaprobación y tomó mi mano.

—Cómo me alegro de que estés aquí. Creo que debería adoptarte.

—No será necesario —repuse—. De todos modos me ocuparé de lo fundamental. ¡Y más ahora!

Agneta había encendido la radio, como siempre. Se la veía algo más animada y escuchaba con atención. Las noticias empezarían en cualquier instante.

En realidad, yo solo quería tomarme un café rápido y ponerme enseguida con el trabajo. Pretendía tener la contabilidad lista a lo largo del día. Pero entonces sonó la melodía que anunciaba el noticiario y Agneta dejó su taza y se irguió en la silla.

—«Este martes se produjo un ataque de la flota alemana contra las ciudades noruegas de Trondheim y Narvik. Varios destacamentos tomaron tierra y marcharon en dirección a la capital. Todo apunta a que el rey de Noruega, Haakon VII, se encuentra huido. En estos momentos continúan los combates. El gobierno sueco ha condenado los hechos, pero ha subrayado que mantiene su posición de neutralidad y no tomará ninguna medida contra las acciones alemanas en Noruega.»

Esas palabras me helaron la sangre. Ingmar estaba en ese país, aunque nadie sabía dónde. Tampoco teníamos idea de en qué andaba metido. Sentí rabia. ¿Por qué no informaba a su madre? Por mucho que estuvieran peleados, no debía seguir mi ejemplo. Yo solo era la sobrina de Agneta; ¡él era su hijo!

La condesa se quedó inmóvil, casi paralizada, pero después se tapó la boca con la mano. De sus labios salió un sollozo atormentado.

—Agneta, no te inquietes —dije, y me levanté—. Seguro que a Ingmar no le habrá pasado nada. Él no tiene nada que ver con el ejército noruego.

—¿Y cómo lo sabes? Mi hijo… —Se interrumpió con brusquedad, como si hubiera estado a punto de expresar algo que yo no debía oír.

—¿Alguna vez os dijo que tuviera esa intención? —pregunté.

A Ingmar le interesaba la aviación, pero siempre había sido muy pacífico y seguro que nunca se pondría un uniforme militar.

—No, pero… cualquier cosa es posible si los alemanes arrasan el país.

Sentí un temblor por todo el cuerpo. Nunca había vivido un conflicto bélico, pero sabía perfectamente lo que contaban sobre la Gran Guerra. Millones de personas perdieron la vida, ya fuera en las trincheras, a causa del gas mostaza o del hambre. Agneta tenía razón. Si los alemanes arrollaban Noruega a su paso de una forma parecida a como lo habían hecho en Polonia y Francia, ¿quién estaría a salvo? Sobre todo porque en Noruega había muchas personas que estaban dispuestas a recibir a los nazis con los brazos abiertos.

Otro pensamiento me vino a la cabeza. No me había pasado por alto la forma en que los alemanes trataban a los judíos. Cuando los periódicos informaron de la Noche de los Cristales Rotos en Alemania, enseguida recordé a la pobre señorita Grün, que había vivido cuatro semanas conmigo en Estocolmo. Después pensé en la mujer de Paul, que también era judía. ¿Qué sería de ambos si los alemanes llegaban al poder? ¿Qué clase de caos debía de reinar en el país vecino?

Me acerqué a Agneta y le pasé un brazo por los hombros.

—Todo irá bien —dije, aunque me costaba creerlo—. Ingmar es listo. Tal vez esté regresando a Suecia.

—Habría podido llamar —sollozó ella.

Se llevó un pañuelo a los ojos, pero no logró contener las lágrimas.

Apenas unos días antes, no habría creído posible abrazarla, pero de pronto no quise dejarla sola con su miedo porque también yo lo compartía.

—Dirá algo, estoy convencida —aseguré—. Puede que ahora mismo no tenga posibilidad de hacerlo, pero encontrará la forma de ponerse en contacto con nosotros.

Se sonó la nariz y apoyó la cabeza en mi brazo.

—Si muere, para mí se acabará el mundo porque ya no tendré oportunidad de disculparme por lo que le dije, y deseo hacerlo más que ninguna otra cosa.

—No morirá. Es fuerte y en Noruega tiene amigos. Además, le he pedido a Paul que lo busque. No está solo. Espera un poco, dentro de unos días o unas semanas tendremos noticias. Tal vez se presente él mismo en la puerta.

Hizo un gesto afirmativo, aunque no parecía demasiado convencida.

—¿No podrías quedarte un poco más? —preguntó—. No sé qué haré cuando no estés aquí.

—Todavía faltan unos días —repuse.

—Unos días no bastarán. Ojalá Ingmar…

—Agneta —dije para tranquilizarla—. ¡No te vuelvas loca! Regresará. Sobre todo ahora que hay guerra en Noruega. No será tan tonto como para ponerse en peligro.

—Pero ¿y si no le dejan salir del país? ¿Y si cierran los puertos?

—Entonces lo intentará por tierra. Dará señales de vida, estoy segura. Sabe muy bien que estás preocupada.

Asintió y volvió a llorar.

—Ojalá se lo hubiera contado —dijo entre sollozos—. A los dos.

No sabía a qué se refería, pero en esos momentos daba igual.

—Ingmar volverá —le aseguré, y tomé su mano—. Lo sé. Escapará de allí, seguramente ya viene de camino.

Deseaba creer en mis propias palabras, pero también yo dudaba. Tuve miedo. ¿Qué demonios lo habría llevado a Noruega? ¿Quiénes eran esos compañeros con los que estaba? ¿Y qué ocurriría si los alemanes daban con él? Era sueco, así que en realidad no podían hacerle nada, pero a saber en qué se había metido…

 

 

EN LA CASA se respiró un ambiente tenso durante todo el día. Estuve repasando la contabilidad y devanándome los sesos para encontrar una forma de conseguir clientes, y de vez en cuando me pasaba a ver a Lennard. Agneta seguía en el comedor, sentada delante de la radio, desconcertando a las criadas que querían poner la mesa y se extrañaban al encontrar allí a su señora.

Los noticiarios se repetían y no ofrecían más esperanza. Durante la comida informaron de que ya se había confirmado la huida del rey noruego. El Nasjonal Samling, el partido nacionalista de derechas encabezado por Vidkun Quisling, había empezado a constituir un nuevo gobierno.

Esa noticia me heló la sangre. ¿En qué acabaría todo aquello? ¿Noruega controlada por los nacionalsocialistas? No nos llegaba mucha información sobre la situación en Alemania, pero era evidente que los judíos y los enemigos del régimen acababan internados en campos de trabajo. Lugares donde algunos afirmaban que se cometían atrocidades inimaginables. ¿Qué sería de Paul y su mujer? Esperaba con impaciencia que contestara a mi carta y me contara cómo se encontraban.

Después de comer se me ocurrió que también podía intentar localizarle por teléfono. ¿Cómo no lo había pensado antes? Llamé a Tilda, que, completamente espantada por los acontecimientos en Noruega, buscó su número.

—Aquí estamos todos muertos de miedo —me dijo—. Ten mucho cuidado y vuelve pronto, ¿quieres?

Le prometí hacerlo y le pedí que ella se cuidara también. Mientras volvía a intentar comunicarme con la centralita, pensé que tal vez pronto llamarían a filas a todos los hombres que trabajaban en el hotel. Aquellos muchachos… No quería imaginar que tuvieran que ir a una guerra.

Por fin conseguí hablar con la telefonista, pero todos los intentos que hizo por ponerme en contacto con el número que le daba fueron infructuosos. Al final me informó de que las conexiones telefónicas con Noruega ya no eran posibles.

«¡Maldita sea, Ingmar! —pensé, caminando intranquila de un lado a otro del despacho—. ¿Por qué has desaparecido en una época de tanta inseguridad?»

Por la tarde tuvimos la certeza de que los alemanes, en efecto, habían ocupado Noruega y también Dinamarca. El antiguo gobierno noruego se había exiliado; nadie sabía dónde estaba el rey.

Agneta parecía exhausta. Seguía sentada ante la radio como si estuviera encadenada a ella. Sin embargo, las noticias no dejaban lugar a la esperanza. Cada tanto se repetían, contando exactamente lo mismo. El locutor debía de haberse marchado a casa y solo retransmitían una grabación. Cuando llegó el cierre de emisión con su ruido blanco, la condesa apagó por fin el aparato.

Me pasé una mano por la cara y estiré los brazos. El cansancio se había apoderado de mi cuerpo. Lo mejor sería subir a acostarse. Tal vez al día siguiente hubiera mejores noticias.