ESA NOCHE ME debatí conmigo misma. ¿Qué debía hacer? El día de mi marcha se acercaba de un modo inexorable. Era jueves y, para poder reincorporarme el lunes en el hotel, debía partir el domingo como muy tarde. Pero ¿no resultaría difícil viajar ahora que había guerra en Noruega? Justo donde estaba Ingmar.
¿Y si decidía quedarme en Lejongård? Me había construido una vida en Estocolmo, allí había conocido a personas a las que apreciaba. Eran mi familia. Sin embargo, en la finca volvería a desatarse el caos en cuanto me marchara. Agneta se hundiría en un mar de preocupación. Magnus no movería ni un dedo, como siempre. Seguro que estaba tumbado en su cama, tan tranquilo, sin acordarse siquiera de su hermano.
MIS PENSAMIENTOS DABAN vueltas en círculo. ¿Qué habría ocurrido si no me hubiera dejado convencer para ayudar a Agneta? ¿Me habría enterado de que Ingmar estaba en Noruega? ¿Me habría preocupado por él al oír las noticias? Lo dudaba.
Aun así, no era la misma mujer de medio año atrás. Si algo había aprendido en lo que llevaba de vida, era que el mundo estaba sometido a cambios constantes y que las lealtades podían variar. Cuando me marché de Lejongård, odiaba a Agneta; en cambio, ahora no podía soportar la idea de dejarla sola en la finca y abandonar a Lennard. Ni tampoco que le hubiera ocurrido algo a Ingmar.
La guerra en Noruega podía extenderse a Suecia con facilidad si el parlamento obligaba al rey a tomar parte en ella. Para ocupar Noruega, los alemanes habían aducido que el país había perdido su neutralidad. ¿Qué sucedería si acusaban a Suecia de lo mismo?
Al final me levanté, me puse la bata y salí de mi habitación. Tal vez un vaso de leche me ayudara a conciliar el sueño. Bajé y crucé el vestíbulo, que en la oscuridad me pareció más grande que nunca.
Vi una luz en la cocina. ¿Estaría Lena levantada ya? ¿O Svea? No me apetecía tener compañía, pero de todos modos bajé la escalera. Para mi sorpresa, no encontré a ninguna criada. Era Agneta la que estaba sentada a la mesa de la cocina, sollozando en voz baja. ¿Qué hacía justamente allí? ¿No quería que Lennard se enterase? ¿Por qué no había ido a su despacho, entonces? ¿Porque allí vería la montaña de papeles que era incapaz de franquear?
—¿Agneta?
Levantó la cabeza despacio. Tenía los ojos cansados.
—¿Por qué estás aquí? —pregunté.
—Me gusta la cocina. Antes, de niña, venía mucho. Es curioso como a menudo la sala más sencilla de la casa es la que más te reconforta.
—La cocina es una dependencia importante —dije, y me senté a su lado—. Es la sala que mantiene unidas a las familias, como me dijo una vez una compañera. Por algún motivo, uno siempre va a la cocina cuando tiene un problema.
A mis palabras les siguió el silencio. Agneta se quedó ensimismada un momento.
—Te habrás preguntado qué ocasionó la pelea entre mis hijos y yo —dijo al cabo de un rato.
—Sí, desde luego. Pero no quería atosigarte con eso.
—Bueno, te prometí ser sincera en todo lo tocante a esta familia. Eres la prima de ambos. Antes de que te enteres por otras personas, deberías saberlo por mí.
Me miró. Se tiraba de los dedos con nerviosismo, como si quisiera quitarse unos anillos invisibles. Que saliera de ella contarme algo era todo un progreso.
—Eres muy amable, pero si te resulta doloroso…
Negó con la cabeza.
—No me duele. Más bien me avergüenza. Se trata de un hecho que tal vez te escandalice y por eso debes oírlo de mi boca.
Me erguí en la silla y apoyé las manos en el regazo. ¿Qué iba a contarme?
—¿Te acuerdas de aquel extraño que te habló hace años frente a la taberna? Pelo gris y una cicatriz alargada en el rostro. Abrigo largo.
—Sí, lo recuerdo —repuse, y al instante recordé su imagen, aunque ya debían de haber pasado cinco años—. ¿Ha vuelto a aparecer?
Asintió.
—Sí, volvió. A finales de enero se presentó en la finca y exigió hablar conmigo. Al principio pensé que sería alguien buscando trabajo, pero cuando lo vi casi me desmayé.
—¿Lo conocías?
—Y muy bien. Hace más de veinte años se presentó como Max von Bredestein. Fue mi administrador y… mi amante.
¿Amante? ¿Agneta había engañado a Lennard con el administrador?
—¿Y Lennard lo descubrió? —pregunté.
—Lennard ya lo sabía. Aquello fue antes de que él y yo estuviéramos juntos. Me había enamorado de Max y creía que era el hombre de mi vida. Sin embargo, cuando empezó la Gran Guerra, de la noche a la mañana me dejó y no volví a saber de él. Incluso contraté a un detective para buscarlo, pero solo encontró a un soldado con un nombre parecido que había caído en una batalla en Austria. Y de pronto volvía a tenerlo delante, en mi salón. La guerra y la vida lo habían transformado, pero lo habría reconocido hasta con los ojos cerrados.
Hizo una pausa y se abstrajo en sus recuerdos. Después prosiguió:
—Debes saber que ese hombre no se marchó sin dejar rastro. Conservé algo de él. Dentro de mí. Poco después de su desaparición, descubrí que estaba embarazada.
Tuve un mal presentimiento.
—¿Perdiste al niño?
Ella apretó los labios y negó con la cabeza. Vi que su rostro adoptaba una expresión de bochorno.
—Ingmar y Magnus son hijos suyos. De forma similar a lo que ocurrió con tu madre, Lennard se mostró dispuesto a casarse conmigo para proteger a los niños de la deshonra.
Tardé unos segundos en asimilarlo. ¿Magnus e Ingmar no eran hijos de Lennard? Aturdida, seguí escuchando.
—De pronto me vi ante ese hombre y me quedé paralizada. Dijo que se alegraba de volver a verme. No supe qué contestar. ¡Para mí llevaba muerto muchos años! Aunque el detective no había podido aportar ninguna prueba irrefutable, me convencí de que ya no estaba entre los vivos.
—¿Y qué ocurrió entonces?
—Discutimos. Le eché en cara que me hubiera abandonado y hubiera desaparecido de repente para irse a jugar a la guerra. Él intentó justificarse, pero yo no quise escucharlo. En lugar de eso, le reproché que se hubiera dado a conocer con un nombre falso, puesto que se había hecho pasar por su propio hermano para que nadie pudiera encontrarlo en Suecia. Entonces dijo: «Tus hijos… son míos, ¿verdad? He preguntado por ahí y sé cuándo nacieron. Cuando fueron concebidos, yo aún estaba en la finca. Tú no tenías relaciones con nadie más, así que son hijos míos». Fue como si de pronto la tierra se abriera bajo mis pies. Mi cabeza imaginó las consecuencias más terribles. ¿Pretendía hacerme chantaje? ¿Regresar a esta casa?
Recordé entonces cómo había reaccionado cuando le hablé del extraño de la taberna. Se quedó de piedra y durante los días y las semanas siguientes parecía como si fuera a sobrevenirle una desgracia en cualquier momento.
—Se me quedó mirando sin decir nada más. Quería una confesión. «Son hijos de Lennard», afirmé. Él exigió que le dejara verlos. Quería que les dijera la verdad. Peor aún, quería llevárselos a Alemania porque no había tenido más descendencia. Me negué en redondo y le ordené que desapareciera de inmediato, pero entonces entró Lennard. Irrumpió furioso en el salón y le gritó a Max, o mejor dicho a Hans, que es como se llama en realidad, que se marchara. Este le contestó con burla: «¿Sabes por lo menos que te puso los cuernos? ¿Que sus hijos son míos?». Jamás había visto a Lennard tan colérico. Agarró a Hans von Bredestein del pescuezo y lo sacó a rastras, aunque por entonces ya estaba enfermo. Mi marido no es un hombre que suela recurrir a la violencia y me quedé estupefacta al ver de lo que era capaz. Llevó a Von Bredestein al vestíbulo y le dio un puñetazo. Después lo amenazó con matarlo si volvía a poner un pie en Lejongård. Corrí tras él, intenté detenerlo, pero Hans ya se dirigía hacia la puerta. «Te arrepentirás de esto», siseó antes de salir.
Me costaba imaginar a Lennard pegando a aquel extraño. Jamás le había visto perder así los papeles. Al contrario, siempre me había parecido una persona más pacífica que Agneta.
—¿A qué se refería con lo de arrepentirse?
—No lo sé, pero al principio estuve muy intranquila, porque temía que acudiese a algún periódico y desatara un escándalo. Después de mi experiencia con Langeholm, también tenía miedo de que pudiera sabotear nuestros establos. Varios de mis hombres se acordaban aún de Von Bredestein. Lasse había trabajado con él. No ocurrió nada, pero su venganza llegó de otra forma, y no a través de él. —Calló un momento y deslizó una mano por la mesa como si quisiera repasar los surcos con las uñas—. En aquel momento, Ingmar y Magnus estaban en Lejongård. Ingmar nos ayudaba desde hacía un tiempo, Magnus se dejaba caer de vez en cuando por aquí y se alojaba en la vieja cabaña del administrador. Era como si supiera que su padre había vivido en ella y que allí había sido concebido.
También yo recordaba la horrible cabaña y cómo había cabalgado hasta ella con Ingmar. Aquel lugar nunca me había atraído mucho, sobre todo porque era el escondite preferido de Magnus.
—No sospechaba que Magnus lo había oído todo y se lo había contado a Ingmar.
Imaginé a Magnus escuchando a escondidas esa conversación ajena. Era típico de él.
—Los dos vinieron a verme exigiendo una explicación. Lennard intentó tranquilizarlos, pero Magnus dijo: «Sabemos que no eres nuestro padre y queremos la verdad». De pronto recordé el momento en que tú volviste de Estocolmo con el testamento de mi madre. Todo se me vino encima, me habría gustado salir corriendo. Te había perdido a ti y estaba a punto de perder también a mis hijos. Lennard quería negarlo todo, pero yo acabé confesando que su verdadero padre era un farsante que se había colado en la finca. Que su madre, como otras veces en su vida, se había equivocado al enamorarse de él. Ingmar se puso furioso. Me recriminó que hubiera hecho con ellos lo mismo que contigo. No quería aceptar que se trataba de algo muy diferente. Yo había creído que Hans von Bredestein estaba muerto. ¿Para qué iba a desconcertarlos con un padre difunto cuando tenían otro que los quería y que jamás había puesto en duda que eran sus hijos? —Me miró—. Ahora me dirás que tenían derecho a saberlo, pero ¿de qué habría servido? Estaba segura de que jamás conocerían a su padre biológico.
—Tampoco yo pude conocer al mío —señalé—, no obstante, me habría gustado saber la verdad.
Ella asintió.
—Sí, ahora lo sé. Pero yo juzgaba por mi propia experiencia. Jamás sentí el deseo de conocer a mi verdadero padre.
—¿Tu verdadero padre?
—El hombre que se comportó conmigo como un padre y cuyo retrato cuelga en el vestíbulo no era mi padre biológico. Thure Lejongård quedó estéril tras caerse de un caballo. El que me concibió fue un hombre que trabajaba con el mayordomo mayor del rey y con quien mi madre tuvo una breve aventura. Según como se mire, la estirpe de los Lejongård se extinguió al morir tu padre, Matilda. Y, a pesar de todo, todavía estamos aquí.
Su revelación me dejó pasmada. ¿Acaso las mujeres de esa familia estaban condenadas a guardar secretos?
—Todavía recuerdo la noche en que mi madre me lo contó. En aquel entonces estaba enferma y creía que moriría pronto, por eso quiso descargar su conciencia. Más adelante, muchas veces deseé que no lo hubiera hecho. Thure Lejongård era mi padre, siempre lo había sido. El otro no era más que una imagen en un medallón, una persona con quien no podía construir relación alguna. Seguramente esa experiencia me hizo vacilar a la hora de hablarte de tu verdadero padre. Con mis hijos fue la vergüenza, pero contigo fue el miedo a que te asaltaran las mismas dudas que a mí.
Entonces comprendí algo. No sobre las dudas de Agneta, sino sobre lo que había motivado la revelación de Stella.
—Quiso que también yo lo supiera, igual que tú —dije, y la condesa me miró con extrañeza—. Stella —precisé—. Tu madre también quiso descargar su conciencia conmigo.
—Supongo que sí —reconoció Agneta—. Y mentiría si te dijera que me alegro, aunque sé que tenías derecho a saberlo.
Respiró temblorosa, y yo contemplé las arrugas de su rostro y la expresión triste de su mirada.
—También tus hijos tenían ese derecho —dije—. Quizá deberías habérselo contado cuando fueron mayores de edad. De haberse enterado por ti, seguro que no se habrían molestado tanto.
—Nunca lo sabremos. Quizá se habrían enfadado de todos modos. O tal vez no. Pero el caso es que para ellos he caído en el descrédito. Seguro que ahora piensan que su madre es una fresca.
—Ingmar no pensará nada parecido, estoy convencida. Tampoco creyó que lo fuera mi madre. En cuanto a Magnus, no lo sé, pero Ingmar te habría apoyado, sin lugar a dudas.