Capítulo 3

 

 

 

 

 

RECORRÍ EL ANDÉN de la estación con la mirada y agarré con más fuerza el asa de la maleta. Mis ojos se toparon con un cartel que anunciaba un enjuague bucal. Debía de llevar mucho tiempo allí colgado, porque los colores estaban desvanecidos, y no solo en los bordes. Una sonriente dama con un anticuado sombrero sostenía una botella cuyo contenido prometía «un magnífico aliento». El aire era bochornoso y el canto de los grillos llegaba hasta mí desde el terraplén de las vías.

El tren que me había dejado en Kristianstad había vuelto a salir hacía rato, pero yo llevaba más de diez minutos allí de pie, sin animarme a abandonar la estación. Era como si tuviera que atravesar un portal tras el cual me aguardara una tierra extraña y aciaga.

Casi lamenté que mi niñera se hubiese despedido ya para regresar a Alemania al cabo de unos días. La señorita Grün había sido muy agradable conmigo, aunque también había cuidado de que cumpliese estrictamente las reglas impuestas por la condesa. Paul había ido a verme un par de veces en ese tiempo, pero no se atrevió a regresar después de que la joven nos pillara. Al menos pude decirle lo que sentía, porque fui a su casa con el pretexto de despedirme de Daga y así tuvimos una última ocasión de vernos poco antes de mi partida.

Cuando anunciaron el siguiente tren, por fin busqué la salida de la estación sin hacer caso de los pocos viajeros que se acercaban a la vía.

Para mi sorpresa, no encontré a ningún chofer con gafas de aviador y gorra de visera en un coche apolillado. Era Agneta Lejongård en persona quien me esperaba apoyada con desenvoltura en el capó de su vehículo. Se había anudado un fino pañuelo color malva sobre el pelo, que llevaba recogido, e iba vestida con elegancia. Su traje era del mismo color que el pañuelo y la chaqueta tenía unos brillantes botones plateados.

Al verme, enseguida se puso alerta. Se apartó del coche y se acercó a mí. ¿Cuánto tiempo debía de llevar esperándome ahí fuera?

—Hola, Matilda —saludó, y me ofreció la mano—. ¿Has tenido buen viaje?

—Sí, gracias —contesté, y estreché sus dedos fuertes pero suaves y cuidados.

Me quedé callada, sin saber qué más decir. Ella me contempló con atención.

—Ya casi temía que hubieras perdido el tren —dijo al cabo de unos instantes.

—Es que… necesitaba un momento —expliqué.

—Te entiendo. —Asintió con la cabeza—. Al fin y al cabo, has tenido que abandonar todo lo que conoces. Pero te prometo que Lejongård te gustará.

Tras decir eso, se hizo cargo de mi maleta y la dejó en el asiento trasero. Después abrió la puerta del acompañante.

—¡Sube! Por suerte hoy hace buen tiempo y no hará falta poner la capota.

Mientras me acomodaba, comprendí que no esperaríamos a ningún chofer. Debí de mirarla con incredulidad, porque al sentarse al volante preguntó:

—¿Pasa algo?

—No, solo que pensaba…

—¿Que no conduciría yo? —Echó la cabeza hacia atrás y rio—. Es una equivocación muy común. Hace muchos años que sé conducir. Me divierte, sobre todo porque aquí las carreteras son muy tranquilas y se le puede sacar todo el partido al motor.

—¿Y su marido?

—También conduce. —La condesa me miró con expectación—. ¿Te gustaría aprender? Podría enseñarte yo misma, si quieres.

El «no» con el que en realidad habría querido responder se me quedó atascado en la garganta, por suerte.

—Pero…

—¿Acaso crees que las mujeres no somos capaces?

Sonriendo, giró la llave en el contacto. El motor despertó con un rugido y se puso a vibrar. Un momento después, el coche empezó a moverse.

 

 

SALIMOS DE KRISTIANSTAD y tomamos una amplia carretera. Aparte de una camioneta lechera, no nos cruzamos con ningún otro vehículo motorizado, pero sí con un carro de caballos cuyo cochero se había quedado dormido en el pescante. Me pregunté si la condesa tocaría la bocina para despertarlo. En Estocolmo, seguro que a muchos les habría divertido sobresaltar al viejo, pero ella se limitó a adelantarlo y a seguir su camino.

Mientras atravesábamos un bosquecillo a toda velocidad, me recliné hacia atrás y cerré los ojos. La tensión que había acumulado durante el viaje iba desapareciendo poco a poco. Me sentía pesada, el viento me acariciaba el rostro con delicadeza. Por un momento incluso conseguí contener el miedo al futuro, a la desconocida finca Lejongård, a los años que me aguardaban allí. Tal vez aquello no estuviera tan mal. Añoraría mucho la ciudad, a Paul y a Daga, pero quizá sí lograra mantener el contacto con ambos. Al menos parecía haber una oficina de correos cerca. Cuando mi época allí llegara a su fin, regresaría con muchísimas anécdotas que contar.

Solo quedaba la incógnita de qué relación había unido a mi madre con la condesa. En todo ese tiempo no había dejado de darle vueltas a la cuestión, pero tampoco a la señorita Grün había conseguido sonsacarle nada sobre el tema.

Cuando el coche se detuvo, abrí los ojos. ¿Habíamos llegado ya?

Ante mí se alzaba una enorme verja abierta y, tras ella, una avenida de árboles que bordeaban un largo camino. Al final se veía una majestuosa casa señorial de un blanco resplandeciente.

Miré a la condesa, extrañada.

—¿Por qué nos hemos parado? —pregunté, pues no le encontraba ningún sentido a estar esperando allí.

¿Quizá no estábamos en Lejongård, sino en otra finca?

—Quiero darte un momento para contemplar la casa desde aquí —explicó—. Por experiencia, sé que a esta clase de primeras veces no solemos darles la importancia que merecen.

—¿O sea que esto es Lejongård?

—Sí, la casa señorial y la parte delantera del jardín. Los campos por los que hemos pasado también pertenecen a la finca, igual que los establos y los pastos de los caballos. Si te apetece, después podemos hacer una escapada hasta el pueblo. Para mí es importante que conozcas este lugar y sepas dónde puedes encontrarlo todo.

Me volví hacia la mansión. A pesar de la distancia, resultaba impresionante, imponente, pero al mismo tiempo singular. Se me antojó solitaria. En la ciudad estaba acostumbrada a tener vecinos. En Estocolmo, a veces las casas se apiñaban unas contra otras, lo cual confería a las calles un ambiente acogedor. Allí, sin embargo, solo estaba esa gran casa, y los edificios auxiliares que la flanqueaban casi parecían inclinarse con humildad.

 

 

NOS DETUVIMOS EN la rotonda que había ante los escalones de la entrada. El motor enmudeció y de pronto solo se oyeron los trinos de los pájaros.

En la puerta apareció una joven vestida con uniforme de criada que hizo una reverencia.

—¿Quiere que le ayude con el equipaje, señora? —preguntó.

La condesa negó con la cabeza.

—Gracias, Silja, creo que la señorita Matilda puede llevar su propia maleta.

La muchacha volvió a inclinarse.

—Como quiera, señora.

—Ah, Silja, ¿podrías pedirle a la señora Bloomquist que prepare un pequeño refrigerio para el nuevo miembro de la familia, por favor? —Se volvió hacia mí—. Debes de tener hambre, ¿verdad?

Iba a rechazar la oferta, pero al oír hablar de comida sentí un enorme agujero en el estómago.

—Sí, mucha —respondí sin pensar.

—¡Bien! Ya lo has oído, Silja. Seguro que a la señora Bloomquist le queda todavía un poco de su delicioso pastel, y quizá se le ocurra algo más con lo que hacer feliz a una joven dama.

La criada hizo una reverencia y desapareció. Subimos los escalones y al fin entramos por la gran puerta. Me detuve en el vestíbulo, sobrecogida. El aya me había descrito lo fastuosa que era la mansión, pero mi cabeza lo había imaginado todo mucho más sencillo que lo que de pronto se desplegó ante mis ojos. La opulenta araña de cristal brillaba con mucho más fulgor, las losas de mármol del suelo eran mucho más relucientes, y los colores de las alfombras que se extendían hasta la escalera, espectacularmente más intensos. Miré hacia lo alto y me sentí como una niña pequeña entrando por primera vez en una tienda de dulces.

—Este será tu hogar a partir de ahora —dijo Agneta Lejongård, e hizo un amplio gesto con la mano—. Que no te intimiden el estuco y el dorado, por favor. A mis antepasados les encantaba la ostentación, y hasta cierto punto es lo que se espera en nuestros círculos. Pero al final no es más que una casa, y me gustaría que pronto la sintieras como un verdadero hogar.

No sabía qué decir. ¿De veras me acostumbraría algún día a todo ese esplendor? No era capaz de imaginarlo. Estaba allí porque no había tenido más remedio que acatar la decisión de mi tutora.

Me detuve frente a dos cuadros que colgaban en la escalera. En ellos se veía a un hombre y a una mujer que miraban con arrogancia desde sus altos marcos. La mujer llevaba un vestido de color crema y el cabello peinado en suaves ondas. La tez pálida y los ojos azules le conferían un aspecto algo gélido, pese a ser muy bella. En las manos sostenía una carta. El hombre resultaba más corpulento, tenía los hombros anchos y, a pesar de su estatura, también era algo más rollizo. Tenía el pelo oscuro y los ojos marrones, y sus labios esbozaban una ligera sonrisa. Igual que la mujer, parecía de la misma edad que Agneta Lejongård en el presente.

—Mi padre y mi madre —explicó la condesa—. Pinté esos cuadros tras la muerte de mi madre. Mi padre había fallecido varios años antes.

—¿Los hizo usted? —pregunté con asombro.

Recordaba que me había hablado de su sueño de convertirse en pintora, por supuesto, pero no esperaba que fuera tan buena.

—Sí, fui yo. Cuesta creerlo, ¿verdad? —Sonrió con satisfacción.

—¿Y por qué no los inmortalizó a los dos juntos en un mismo cuadro? —me extrañé, todavía impresionada por la viveza que había conseguido en los retratos.

Me miró con una expresión peculiar.

—Tenía mis motivos —contestó, evasiva—. Bueno, vamos a ver tu habitación.

Se volvió y empezó a subir la escalera.

En el pasillo, que estaba flanqueado por viejos cuadros y lámparas de pared con pantallas pequeñas, un joven salió a nuestro encuentro. O, mejor dicho, llegó corriendo a tal velocidad que casi nos derribó.

—¡Ingmar! —exclamó la condesa, sorprendida—. ¿No deberías estar abajo?

El chico, que tendría la misma edad que yo, se me quedó mirando como si no hubiera oído nada.

—¿Ingmar? —insistió ella.

—Disculpa, madre —dijo entonces, y sacudió un momento la cabeza como para librarse de una idea molesta—. Es que me había dejado una cosa.

—Bueno, Matilda, ya que estamos todos aquí, voy a presentarte a mi hijo Ingmar. Ingmar, esta es Matilda.

—La muchacha de la que no dejas de hablar desde hace semanas —dijo él, e hizo una leve reverencia—. Encantado de conocerte, Matilda.

En realidad, habría tenido que darle la mano y responder a su saludo, pero solo conseguí asentir con la cabeza.

—¿Sabes dónde está Magnus? —preguntó su madre.

—¿Dónde quieres que esté? —repuso el chico con burla—. Habrá ido a sentarse otra vez bajo algún árbol, a imaginar nuevas historias con los elfos.

—Te tengo dicho que no me gusta que hables de tu hermano con tanto desdén.

—Magnus sabe muy bien lo que pienso, y si a él no le importa, a ti tampoco debería.

La condesa sacudió la cabeza, pero yo no pude reprimir una sonrisa. Y justamente eso era lo que debía de buscar el muchacho, porque sonrió también con satisfacción.

—Si ves a tu hermano, dile que quiero presentarle a Matilda.

—Así lo haré, si es que no se ha caído por una madriguera de conejo y lo está persiguiendo la Reina de Corazones.

Alicia en el País de las Maravillas —señalé.

El joven asintió mirándome, y antes de que su madre pudiera reprenderlo de nuevo, desapareció.

—Me temo que tendrás que acostumbrarte a los modales de Ingmar. Para todo tiene un comentario descarado. No te lo tomes a mal cuando te toque ser su blanco.

Estuve a punto de decir que sus modales me parecían estupendos, pero me mordí la lengua.

Al cabo de un momento, nos detuvimos ante una puerta.

—Esta fue mi habitación cuando era joven —explicó la condesa—, aunque desde entonces la hemos remodelado, así que no tengas miedo de que aún pueda quedar algún fantasma rondando por ahí.

Abrió y dio un paso atrás.

Un agradable aroma a jabón y flores salió a recibirme. Mi madre olía así a veces, sobre todo las mañanas que se lavaba con jabón recién comprado. Ese olor me cerró el estómago y me hizo titubear. Por un instante me embargó la descabellada esperanza de encontrarla esperándome allí dentro, en esa habitación.

Sin embargo, dentro no había un alma. Lo que sí vi, en cambio, fue una espléndida cama con dosel, vestida con colgaduras de color rosa y una colcha a juego. Frente a la cama había un pequeño tocador, y en la pared, junto a la puerta, se alzaba un enorme armario ropero pintado de blanco. El rosa de la cama se repetía en el papel de las paredes; las cortinas, que estaban recogidas por cintas de satén, eran de un tono verde muy fresco. Por lo visto a la condesa le gustaban los colores suaves.

A mí ese cuarto me pareció el reino de una pequeña princesa. Mientras que mi habitación de Estocolmo era sencilla y sobria, allí todo daba la sensación de estar decorado con tallas. ¿Cuántos años debían de tener esos muebles?

—Espero que te guste —dijo Agneta Lejongård.

Asentí.

—Muy bien. Entonces ponte cómoda y no temas venir a consultarme si tienes cualquier petición.

—Gracias —repuse con un nudo en la garganta.

La habitación era tan espléndida que apenas podía creer que en adelante fuese a ser mía. Al mismo tiempo, no obstante, sentí que casi me estallaba el pecho de lo mucho que añoraba mi hogar.

—Condesa. Yo… —empecé a decir cuando se volvió hacia la puerta.

—Llámame solo Agneta —me interrumpió—. ¿Qué ocurre?

—A la criada le ha dicho que soy un nuevo miembro de la familia…

—¡Pues claro que sí! Eres mi pupila y te trataré exactamente igual que a mis hijos. ¿No habrás pensado que venías aquí para hacer de Cenicienta?

—No, pero… —Una sonrisa afloró a mis labios sin querer.

¿De verdad había tenido tanta suerte? Todo me parecía demasiado irreal. ¿Podía confiar en la paz que se respiraba en esa casa?

—¡Bienvenida a Lejongård! —anunció Agneta sonriendo.

Después se retiró y yo me quedé sin aliento en esa habitación que me resultaba tan grande y extraña.