Capítulo 47

 

 

 

 

 

EL LUNES LLEVÉ a Lennard al hospital de Kristianstad. Antes de salir le encargué a Lena que cuidara bien de su señora y que cumpliera todos los deseos que expresara. La enfermedad de la condesa había provocado consternación, pero las criadas parecían saber a qué se enfrentaban.

Mientras el coche traqueteaba por la carretera, recordé la conversación que había tenido con el dueño del hotel. A mi jefe no le había entusiasmado precisamente oír que dejaba mi puesto, y menos con tan poco tiempo de aviso. Sin embargo, cuando supo el trance por el que estaban pasando mis tíos, mis dos únicos familiares con vida, se mostró más indulgente.

—Me resulta duro dejarla marchar, señorita Wallin. Ha sido usted un gran hallazgo para el hotel.

—Si tuviera elección, también yo estaría muy contenta de seguir trabajando para usted. Recuerde que espanté a nuestro pobre director de personal hace cinco años.

Mi jefe se echó a reír.

—Cierto. Es una de las anécdotas que contaremos siempre en esta casa. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: Escuche, dejaré su puesto vacante durante medio año. Si la situación de su familia mejora, podrá regresar en cualquier momento. La reincorporaré al instante.

—Es muy amable por su parte —dije, y aunque sospechaba que no habría vuelta atrás, aseguré—: Aceptaré encantada.

—Eso espero, querida, eso espero.

Cuando colgué, me eché a llorar. Detestaba decepcionar a personas que habían sido tan buenas conmigo, que Lennard estuviera gravemente enfermo y también el estado en que se encontraba Agneta. ¿Cuándo se volvería mi vida algo más sencilla?

 

 

DETUVE EL COCHE en la entrada misma del hospital porque Lennard no podía caminar distancias largas.

—No tienes por qué acompañarme —dijo, pero yo insistí.

—Me aseguraré de que te traten bien.

Saqué su bolsa del asiento de atrás y lo sostuve del brazo para subir los escalones. Una enfermera nos ayudó a encontrar la unidad correspondiente.

Sentí un escalofrío en la nuca. Recordaba muy bien el día en que llevamos allí a Ingmar. Él había salido del hospital recuperado, pero ¿qué ocurriría con mi tío?

El doctor Bengtsen había avisado al médico responsable. El conde tendría que pasar allí dos días como máximo, después decidirían qué hacer.

—Cuida bien de Agneta —me dijo cuando nos abrazamos para despedirnos.

—Lo haré. ¡Y tú cuídate también! Llama cuando quieras, seguro que me encontrarás en el despacho.

—Llamaré, sí. —Asintió para animarme.

En el trayecto de vuelta me venció el abatimiento. ¿Qué me esperaría en la casa? ¿Habría comido algo Agneta? ¿Habría pedido levantarse? ¿Y cómo le iría a Lennard? Sentí un malestar en el estómago durante todo el camino.

Nada más llegar a Lejongård, subí corriendo. Lena estaba junto a su señora, con el costurero a un lado y una labor en el regazo.

—Señorita —dijo, y quiso levantarse, pero le indiqué que siguiera sentada.

Me acerqué a la cama. La condesa miraba por la ventana. Sus párpados se cerraban y volvían a abrirse, aferraba la colcha con la mano. Cuando me incliné hacia ella, me miró. ¿Sería una señal de que empezaba a recuperarse?

—Lennard ha llegado bien al hospital —informé—. Los médicos le examinarán el hígado a fondo y luego verán qué pueden hacer por él. No tienes de qué preocuparte.

¿Me habría oído? Aparte de sus ojos, vueltos hacia mí, no había movido nada más. Al cabo de un rato los cerró. Me levanté y me dirigí a Lena.

—¿Ha comido algo? —Me sentía incómoda hablando con ella de su señora mientras Agneta estaba en la habitación, pero Lena no podía decírmelo.

—Sí, y también ha tomado un café.

—Bien. ¡Avíseme cuando necesite descansar! Estaré en el despacho.

Asintió, así que miré una vez más a mi tía y luego salí de la habitación.

En el despacho me senté ante los documentos, pero pronto sentí que me faltaban energías. El miedo seguía ahí. ¿Le habrían hecho las primeras pruebas a Lennard?

Si pensaba en esas cosas me costaba trabajar. A mediodía relevé a Lena y vi con mis propios ojos que Agneta comía algo. No fue mucho, pero por el momento bastaría. Después volvió a caer en su letargo.

 

 

EL DÍA SIGUIENTE también estuve muy inquieta. Cuando sonó el teléfono, pensé que sería Lennard, pero el que llamaba era un proveedor de grano que quería hablar con Agneta. Le dije que los condes estaban en cama con gripe y anoté su recado. No conocía al hombre, así que Lejongård debía de tener tratos con él desde hacía poco. Cuando Agneta volviera a hablar, seguro que lo llamaría.

Por la tarde llamó Lennard, pero las noticias que me dio no fueron buenas.

—Los médicos quieren tenerme aquí dos días más para hacerme unos análisis de sangre.

—¿Cómo han salido las radiografías?

—Bueno, si tengo que juzgar por las profundas arrugas en la frente de los médicos…

Cerré los ojos. ¡Cómo se me había ocurrido pensar que algo saldría bien!

—Además —siguió explicando— quieren ponerme a dieta. Durante una temporada tendré que vivir a base de papillas. Como un niño pequeño.

—Pero para eso no tienes que quedarte en el hospital, ¿o sí?

—No, en realidad no. Puede que quieran que me acostumbre a estar aquí. Debería preguntar a los médicos si en esa dieta líquida entra también la cerveza.

—Eso sería poco recomendable en tu estado.

Lennard soltó una risa ronca.

—A veces me gustaría haber bebido más. Así, por lo menos sabría cómo he llegado a esto.

Preguntó también por su mujer, pero lamenté no tener muchas novedades.

—Come, bebe, a veces se sienta y mira por la ventana. Después se cansa y vuelve a quedarse dormida, pero no ha dicho una palabra.

—Justo igual que la otra vez.

—¿Y cuánto tardó en recuperarse?

—Algo más de una semana. Simplemente se levantó y lo retomó todo en el punto donde lo había dejado. Fue escalofriante.

—Bueno, pronto hará una semana. —Suspiré.

 

 

ESA NOCHE ESTUVE mucho rato sentada en mi cama, intentando distraerme con un libro, pero en cuanto leía dos líneas me ponía a pensar en otra cosa. ¿Debía avisar a Magnus? A pesar de sus duras declaraciones, era posible que todo fuera pura palabrería para vengarse de su madre.

Unos golpecitos en la puerta me devolvieron a la realidad.

—¿Matilda? —dijo una voz débil desde el pasillo.

¿Agneta? ¿Había oído bien? Corrí a abrir enseguida.

En efecto, en el pasillo estaba la condesa. Se había echado una toquilla de lana sobre los hombros y tenía un aspecto horrible. ¡Pero había salido de su habitación!

—¿Qué ocurre, Agneta? —pregunté—. ¿Por qué te has levantado?

—Me parece que necesito un poco de compañía. Sin Lennard me siento muy sola. ¿Te importaría dormir conmigo, solo esta noche?

Jamás me había hecho una petición similar, pero por lo menos había salido del dormitorio y quería compañía. Eso era mil veces mejor que buscar una navaja para cortarse las venas.

—Por supuesto —repuse—. Espera, voy a por la bata y mi libro. ¿Te apetece que te lea un poco?

—Estaría muy bien —dijo con una débil sonrisa que casi la hacía parecer una niña.

Volví a entrar en mi cuarto, me puse la bata y tomé el libro de la mesilla de noche. Juntas regresamos a su habitación.

—Puede irse a dormir, Lena —le dije a la doncella, que estaba agotada—. Ya me ocupo yo.

Agneta se había levantado y no me había enviado a Lena. Esta hizo una pequeña reverencia.

—¡Gracias! ¡Buenas noches!

Cuando cerró la puerta, mi tía volvió a meterse en la cama. Yo me tumbé en el otro lado, donde la almohada seguía intacta.

Me sentía un poco extraña. En la escuela había oído contar que otros niños iban a la cama de sus padres los domingos, pero yo nunca sentí ese deseo y mis padres tampoco me invitaron a hacerlo. Que yo recordara, mi madre siempre empezaba el día a las seis de la mañana.

De repente ocupaba el lado de Lennard. ¿Qué diría él cuando supiera que su mujer había vuelto en sí?

—¿Cómo te encuentras, Agneta? —pregunté mientras colocaba el libro en mi regazo.

—La medicación me deja cansadísima, pero el velo negro se ha retirado. Si es que puede describirse así.

—¿El velo negro?

—Sí, no sé cómo… Al despertarme aquella mañana, fue como si todos los colores hubieran desaparecido del mundo. Miré por la ventana y habría jurado que hasta las cortinas eran grises. También sentía el peso de la tristeza en el pecho. No era capaz de levantarme, solo podía mover los brazos y las piernas con mucho esfuerzo, y lo único en lo que conseguía pensar era en Ingmar y en que tal vez estuviera muerto.

—No ha muerto. De ser así, hace tiempo que nos lo habrían comunicado. —Callé un momento y luego pregunté—: El día en que apareció ese velo, ¿te dabas cuenta de que estábamos aquí contigo?

—Sí, pero no podía hablar con vosotros. No quería. Me había hundido en la oscuridad.

—Lennard dijo que ya te ocurrió una vez.

—Poco después de que te marcharas. En aquel entonces me sorprendió, pero ahora ya sé lo que es.

La medicación hacía que hablara con pesadez. Tal vez era hora de dejarla descansar. Al día siguiente llamaría al médico sin falta.

—Lennard morirá —dijo de pronto—. Lo sé. Su enfermedad… Intenta hacerse el valiente conmigo porque sabe lo que me puede pasar, pero sé que morirá. Este mismo año, en el peor de los casos.

Ese plazo me sobresaltó. Era cierto que tenía mal aspecto, pero el médico solo había dicho que había empeorado. Tal vez el velo negro no había abandonado del todo a Agneta.

—El doctor Bengtsen quería que le hicieran unas radiografías en el hospital. Nada más. No tiene por qué morirse este año.

Tomó mi mano en la suya, que ya era la de una mujer mayor.

—Hace casi nueve años que nos conocemos —dijo nostálgica—. Me alegro mucho de que hayas regresado a la finca y de que hayas alargado tus vacaciones por nosotros.

Bajé la cabeza.

—He dejado el puesto en el hotel.

Ella se volvió despacio y ladeó la cabeza.

—¿De verdad? Pero ¿por qué? Si habías dicho que…

—Sí, dije que el hotel me necesitaba. Pero cuando te pusiste tan mal y Lennard tuvo que ingresar en el hospital, comprendí que debía ocuparme de Lejongård. Al convertirte en mi tutora hiciste mucho por mí. Me diste un hogar, una educación, me protegiste incluso de tu propio hijo. Nunca podré pagártelo.

—No tienes por qué hacerlo. Eres mi… —Se detuvo, y en sus ojos vi que tenía miedo de decir algo equivocado.

—Sobrina. Soy tu sobrina, lo sé. Pero eso no quiere decir que deba aceptar todo lo que me habéis ofrecido como si tal cosa, ¿verdad? —Apreté un poco su mano—. Ya va siendo hora de que también yo os ayude a vosotros. Sea cual sea el destino de Lennard, estaré a vuestro lado. No os dejaré en la estacada.

En los ojos de Agneta brillaban lágrimas. Asintió.

—¡Gracias!

 

 

PASÉ UNA NOCHE muy inquieta. A la condesa se le cerraron los ojos después de que le leyera solo una página de mi libro, pero yo no me permití dormir del todo. Aunque su estado había mejorado un poco, los pensamientos que me acuciaban no eran de color de rosa.

A Lennard se le agotaban los días de vida. Ese era un hecho que por el momento prefería obviar. Seguía vivo y no quería pensar en él como en un moribundo. Los médicos le estaban haciendo pruebas, lo pondrían a dieta. Deseaba que se recuperase porque, sin él, Agneta se vendría abajo.

Por fin concilié un sueño ligero, pero volví a despertar sobresaltada porque creí haber oído un ruido. Pensé que Agneta se habría levantado y habría salido otra vez de la habitación, pero al mirar a mi lado la encontré plácidamente dormida. Nunca la había visto así. Jamás estaba cansada. Esa nueva época parecía habernos dejado a todos sin fuerzas.