PASARON DOS SEMANAS sin que tuviéramos noticias de Ingmar. Ya estábamos en mayo, pero la paz tan deseada por todos no acababa de llegar. La gente tenía más miedo que nunca. La invasión de los alemanes en Noruega había avanzado deprisa y el pacífico país había quedado a merced de los nazis.
Suecia seguía siendo neutral, pero además de nuevos racionamientos de productos de primera necesidad, también se ordenó el oscurecimiento nocturno.
En la finca, todas las luces exteriores y las de los establos debían estar apagadas. Para el interior nos dieron bombillas antiaéreas con las que podíamos iluminar la casa, pero las ventanas debían permanecer bien cubiertas. También tuvimos que tapar el coche con una lona para que los bombarderos alemanes no tuvieran ninguna pista sobre sus objetivos.
Todo ello nos inquietó bastante en un primer momento, pero pronto pasó a formar parte de la vida cotidiana.
A Lennard le dieron el alta después de más de una semana en el hospital y con una larga lista de recomendaciones para la cocinera. Debía recibir una alimentación especial a base de líquidos y alimentos triturados, cosa que le resultaba bastante fastidiosa.
—Parezco un niño pequeño —refunfuñó mirando su brebaje, que parecía gachas de avena—. Es papilla para bebés, ni más ni menos.
—Esa papilla se encarga de que tu hígado viva tranquilo —replicó Agneta, que también había recuperado las fuerzas.
Al verla, nadie habría dicho que había sufrido aquel extraño ataque. En ocasiones reaccionaba con mucha emotividad, pero era evidente que volvía a estar fuerte para enfrentarse a las dificultades.
A finales de abril llegó la noticia de que los hombres suecos serían llamados a filas. Muchos de nuestros mozos de cuadra, que ya eran mayores de edad, tendrían que alistarse. Solo quedaron Lasse Broderson, que era muy mayor para el ejército, y los chicos más jóvenes, que trabajaban en la finca desde hacía poco.
Agneta parecía muy afectada.
—¿Y cómo vamos a sacar adelante todo el trabajo?
—Arrimaré el hombro —propuse—. Puedo sacar el estiércol y también dar de comer a los caballos. Ya veremos, quizá algunas de las criadas puedan colaborar en los trabajos más sencillos. Además, aún nos quedan cinco hombres.
—A esos chicos no puedes considerarlos hombres.
—Tienen entre catorce y dieciséis años y son muy capaces. El señor Broderson también sigue aquí. Ellos realizarán las labores más pesadas y las mujeres haremos las más ligeras. A mí no se me caerán los anillos por ensuciarme las manos, y la administración vuelve a estar más o menos al día. —Vi la expresión dubitativa de mi tía—. ¡Lo conseguiremos! Puede que incluso te siente bien acarrear un poco de pienso y cepillar a los caballos en los establos. De todas formas, en verano pasan casi todo el tiempo en los pastos, y quién sabe lo que ocurrirá dentro de unos meses. De aquí al invierno puede que los mozos hayan regresado.
Agneta suspiró.
—Antes todos pensábamos que la guerra nunca llegaría a Suecia, y ahora…
—Solo es un llamamiento a filas, nada más. Todavía no estamos en guerra. Nuestro rey será lo bastante inteligente como para evitarlo. Créeme. Gustavo no permitirá que los alemanes pongan un pie en el país. Y si eso sucede, nos encargaremos de que se marchen enseguida. A fin de cuentas, hubo una época en la que despertábamos el miedo y el horror de toda Europa. Que ahora seamos pacíficos no quiere decir que no sepamos defendernos. —Tomé su mano—. Por favor, acuérdate de la Agneta de antes. La que se sentó a mi lado en el despacho del director. La que, tras la muerte de su padre, se hizo cargo de la finca aunque tenía otra vida pensada para ella.
Se le humedecieron los ojos.
—Me hago mayor, Matilda. Me temo que mi memoria ya no es muy buena. —Una sonrisa afloró entonces a sus labios—. Pero lo intentaré.
Por la tarde reuní a las criadas y les expuse la situación.
—Como todas saben, en estos momentos el ejército necesita a nuestros hombres para prepararlos por si se produjera una invasión alemana. Eso no quiere decir que llegue a suceder, pero estos tiempos requieren de medidas extraordinarias. El bien más preciado de Lejongård son los caballos y los establos. Son más importantes incluso que la casa señorial. Una cama sin hacer o un café frío no son tragedias tan grandes como un caballo que no ha recibido alimento ni cuidados. Por eso les pido que piensen qué trabajos se ven capaces de realizar en los establos. Alimentar a los animales, cepillarlos, llevar agua, quizá ayudar en los pastos. Cosas así. La señora y yo también estaremos con ustedes y veremos qué podemos hacer en los establos y los campos.
Las muchachas me miraron con asombro, pero después asintieron una tras otra.
—Vengo de una granja, sé cómo se lava a los caballos —dijo Silja.
—Y yo podría encargarme también de labores más pesadas —añadió Rika—. Mi madre tuvo que llevar ella sola la granja cuando murió mi padre. Ahora tiene un nuevo marido, pero les ayudo todos los jueves. No me importa llevar un poco de heno a los caballos.
Enseguida acordamos que a causa de la guerra doblaríamos los turnos.
Cuando regresé arriba con Agneta, vi una gran sonrisa en su rostro.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿He dicho algo gracioso?
—No, es solo que… antes te he imaginado trabajando en el hotel. Supongo que te reunías con el personal, ¿no?
—En realidad eso era cosa de la gobernanta, pero sí, de vez en cuando la sustituía.
—Me parece que ese hotel cuenta con la mejor plantilla del país. O por lo menos así era cuando tú trabajabas allí, ¿a que sí?
—Bueno, no soy yo quien debe juzgar eso…
—Yo creo que sí. Tus jefes deben de estar muy apenados por haberte perdido.
—Pues sí. De hecho, me dieron la opción de regresar dentro de medio año.
Tal vez por eso esperaba que la guerra terminara pronto.
La expresión de Agneta se ensombreció.
—¿Y lo harás?
—No mientras dure la guerra. O si Ingmar no regresa. He prometido que no os dejaría en la estacada.
—Te lo agradezco mucho, y aunque también deseo que la guerra termine lo antes posible, espero que no nos dejes tan pronto.
—Aunque Ingmar regresara y pudiera encargarse de los negocios, nunca os abandonaría del todo. De una forma u otra, siempre me tendréis cerca.
Agneta por fin volvió a sonreír.
—Muy bien, pues veamos si encontramos vestimenta adecuada para nuestro servicio en el frente doméstico.
LASSE BRODERSON SE quedó atónito al verme entrar en el establo con botas de goma y burdas prendas de hombre.
—Pero, señorita, no puedo permitir que trabaje aquí —dijo cuando le expliqué que en adelante también las mujeres de la finca echaríamos una mano en los establos y los pastos.
—Lasse, escuche. Hay una guerra y usted ha perdido a la mitad de su gente. Las mujeres quizá tengamos menos fuerza que los hombres, pero vamos a ayudar. Solo tiene que decirnos cómo.
—Pero si los chicos pueden hacer turnos dobles.
Sacudí la cabeza.
—No se admite protesta, señor Broderson. Vamos a ayudar. Y eso nos incluye también a la condesa y a mí. Ella todavía no ha encontrado unas botas de goma que le vayan bien, pero en cualquier momento entrará por esa puerta.
—¡Ay, Dios santo! —exclamó el hombre, espantado—. Bueno, por mí bien. Si ustedes no tienen nada en contra, podrían llevarles pienso a las yeguas preñadas. Y después hay que sacar heno a los pastos. Los primeros caballos ya están fuera.
—Lo sé —repuse, y me armé con un cubo.
Alimentar a las yeguas era una tarea muy agradable. Pasaban el día entero en un gran pabellón para que pudieran pasearse un poco. Con lo húmedos y resbaladizos que estaban a veces los prados, no queríamos correr el riesgo de que se cayeran.
Los animales se me acercaron con curiosidad cuando fui hacia ellos con el cubo de pienso. Luego eché más heno en los pesebres. Daba gusto sudar con ese trabajo en lugar de estar metida en una habitación asfixiante, haciendo malabarismos con unos números que no querían cuadrar.
Un rato después, cuando saqué el carro para ir a los pastos, Agneta se sentó a mi lado en el pescante. Llevaba mucho tiempo sin conducir uno, pero todavía me acordaba de lo que me había enseñado Lennard y de lo mal que me manejaba al principio. Sin embargo, en algún momento le pillé el tranquillo, y ese día pude comprobar que no se me había olvidado.
—Tenías razón —dijo mi tía mientras miraba alrededor—. Creo que echaba de menos esto. Es bonito volver a hacer algo que tiene una utilidad práctica.
En los pastos repartí pienso y agua fresca en los pesebres. Agneta me ayudó y después se quedó un rato junto a la valla, acariciando a los caballos que sacaban la cabeza por encima del alambre.
—Debería salir más a menudo —comentó cuando me acerqué a ella.
Había birlado un par de azucarillos de la cocina y se los di a los animales.
—Jamás habría pensado que llegaría a ser como mi madre —añadió.
—¿No salía mucho? —pregunté, y comprendí que era la primera vez que hablábamos de Stella Lejongård desde hacía tiempo.
—No le gustaba. Su mundo eran el salón y la casa, los compromisos sociales y los vestidos. Tampoco se enteraba de casi nada del negocio. O tal vez no quería saberlo. Cuando mi padre murió, se vio completamente desamparada. Yo tampoco sabía lo que había que hacer. —Suspiró—. Pero, al contrario que ella, sí que recorría la finca a menudo. A veces incluso echaba una mano. Qué pena que olvidara lo bien que me sienta estar aquí. Tocar los caballos.
—Pues es un placer que a partir de ahora podrás disfrutar todos los días. Y no solo mientras dure la guerra. Estaré encantada de acompañarte, y en verano podríamos trasladar el despacho al exterior. Bajo un árbol de los pastos, o al pabellón. No tenemos por qué trabajar siempre metidas en ese despacho donde todo parece más complicado que en cualquier otro lugar.
—En eso tienes razón. —Me miró—. Los tiempos cambian, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotras también?
Nos quedamos un rato más en los prados. Regresamos cuando empezó a oscurecer.
—Ahora solo nos queda la finca Ekberg —comentó con un suspiro cuando estábamos de vuelta en el despacho, agotadas, tomando un café—. ¿Quién va a aventar para separar el grano de la paja este verano?
No había pensado en eso. Lisbeth, la hermana de Lennard, se encargaba de esos campos con su marido. Seguro que a ellos la leva de hombres jóvenes les había afectado más aún.
—Allí tenemos trilladoras, ¿verdad? Y un tractor —dije tras pensarlo un rato—. ¿Qué te parecería que se los prestáramos a nuestros vecinos? A los agricultores que no pueden permitirse esa maquinaria. No están reclutando a todos los hombres porque hay que garantizar el abastecimiento de la población. Nuestro establo no es tan importante en estos momentos, pero los campos de la finca Ekberg sí, porque aseguran que haya alimentos. Cerremos un acuerdo con los agricultores. Ellos podrán utilizar nuestra maquinaria si, a cambio, nos ceden mano de obra para que podamos cosechar los campos.
—Es buena idea —coincidió Lennard, que había entrado en el despacho sin que lo oyéramos—. Hablaré con la gente y estoy seguro de que les parecerá bien.
Agneta lo miró asombrada.
—¿Cuánto hace que escuchas al otro lado de la puerta?
Su marido sonrió.
—Estaba abierta. Llevo un buen rato oyéndoos.
—No sabía que te gustara andarte con tanto sigilo —repuso ella.
—Bueno, todos tenemos nuestros secretos, ¿verdad? —Y me guiñó un ojo.
EN CUANTO CONSEGUIMOS tener controlados los negocios de la finca, llegó a la casa el llamamiento a filas de Ingmar. Lo convocaban para que se presentara en la comisaría o el cuartel más cercanos.
Eso nos alarmó.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Agneta con miedo—. Ingmar no está aquí.
—Podríamos decirle a la policía que se encuentra en Noruega.
—Entonces creerán que es un traidor.
—¿Cómo va a ser un traidor si está visitando a unos amigos? El único problema es que no sabemos dónde se encuentra. —Lo pensé un momento—. ¿Y si denunciamos su desaparición? En realidad, hace tiempo que deberíamos haberlo hecho.
—Pero si yo sabía adónde había ido. No es que desapareciera de la noche a la mañana sin dejar rastro.
—Ya, pero de eso hace dos meses. No sabemos qué puede haber pasado en este tiempo. Además, tal vez así demos con él.
Agneta se debatía consigo misma. Sin embargo, en mi opinión, la probabilidad de que lo acusaran de objeción de conciencia y tal vez de deserción si no se presentaba, era alta. Cuando regresara de Noruega, seguro que lo arrestarían y lo juzgarían.
—Vayamos a la policía de Kristianstad y denunciemos su desaparición —propuse—. Tal vez encuentren alguna pista sobre su paradero.
—¿Estás segura de que con eso conseguiremos algo? —preguntó Agneta, dubitativa.
—Segura, no. Pero en cualquier caso, las autoridades sabrán que Ingmar no puede incorporarse a filas.
—¿Y no pensarán que se ha marchado justo ahora para evitarlo?
—Nos aseguraremos de que anoten la historia tal como ha sucedido y de ninguna otra forma. Bueno, ¿vamos hoy?
Una hora después estábamos de camino a Kristianstad. Yo iba al volante, puesto que mi tía estaba demasiado nerviosa para conducir. Poco antes de llegar a la ciudad nos cruzamos con un camión del ejército. En él iban sentados varios jóvenes asustados y con cara de no saber qué sería de ellos.
—Es probable que también llamen a filas a Magnus —dije cuando el camión pasó a nuestro lado con gran estruendo—. ¿Crees que nos dirá algo?
—No lo sé —contestó, algo distraída.
La comisaría de policía estaba muy tranquila. Por sus ventanas abiertas se oía el golpeteo de las máquinas de escribir. El día prometía ser caluroso.
—La última vez que estuve aquí fue cuando el inspector de entonces creyó haber descubierto al pirómano —explicó Agneta mientras subíamos los escalones—. Al final no era el sospechoso que tenían detenido, pero la experiencia resultó sobrecogedora. Desde aquella vez, por suerte, no hemos tenido más contacto con la policía.
—Y por eso, precisamente, nos creerán —dije antes de abrir la puerta.
Nos presentamos ante el agente de guardia, que era un hombre robusto con el pelo rubio rojizo, algo ralo, y un bigote del mismo color. El uniforme le quedaba un poco torcido.
—Nos gustaría denunciar una desaparición —explicó Agneta—. Se trata de mi hijo.
El agente sonrió.
—Ajá, ¿se ha esfumado por el llamamiento a filas?
La condesa me lanzó una mirada en busca de socorro.
—El asunto es más bien al revés —intervine—. Mi primo lleva desaparecido desde finales de febrero. Nos comunicó que se iba a Noruega, pero desde entonces no hemos recibido noticias suyas. Ahora estamos preocupados, claro.
El hombre nos miró con escepticismo.
—Entonces, ¿no ha sido por el reclutamiento? Ya saben que, en ese caso, lo buscaría la policía militar.
—Mi hijo no ha cometido ningún delito —afirmó Agneta—. Denuncio su desaparición para evitar que la policía militar trabaje en vano, puesto que ni aun queriéndolo podría indicarles cuál es su paradero.
Vi que el policía todavía dudaba. Debía de suponer que ocultábamos a Ingmar bajo nuestro propio techo. Pero ¿acudiríamos en ese caso a las autoridades? Mi corazón palpitaba con rabia dentro del pecho. ¿Cómo se atrevía a pensar eso de nosotras?
—Escuche, señor agente —dije—. La familia Lejongård jamás ha rehuido ningún conflicto bélico. Puede que no conozca usted la historia de la propiedad, pero nuestra familia recibió la finca por su apoyo a la corona en tiempos de guerra. Jamás dejaríamos en la estacada al rey ni a nuestro país.
El policía me miró como si acabara de alcanzarlo un rayo.
—¿Condesa Lejongård? —preguntó justo entonces una voz.
Un instante después se nos acercó un hombre alto con el pelo gris y bigote. El agente de guardia se puso firme.
—¿Inspector Hermannsson? —dijo Agneta con asombro—. ¿Qué hace usted aquí? Pensaba que ya se había jubilado.
—Bueno, tampoco soy tan viejo —repuso el hombre, y le dio la mano—. Volvieron a destinarme aquí desde Investigación Criminal y hace un par de años que dirijo esta comisaría. —Entonces me miró a mí—. ¿Y quién es esta joven tan encantadora?
—Mi sobrina Matilda —respondió ella antes de que yo pudiera presentarme—. Hemos venido por mi hijo, Ingmar. Su subordinado parece sospechar que quiere escapar del llamamiento a filas, pero en realidad hace varios meses que está desaparecido en Noruega.
—¡Eso es horrible! —exclamó el inspector—. ¡Justamente en estos tiempos! Debe de estar usted muerta de preocupación.
—Así es —contestó la condesa, y cuando me miró recordé que incluso había enfermado por ello—. Ahora nos ha llegado su carta de reclutamiento y no quiero que mi hijo quede como un desertor.
—Creo que podremos arreglarlo. ¿Quieren acompañarme, señoras mías?
Nos llevó a su despacho y nos ofreció un café. Estaba muy aguado, pero el hombre se disculpó diciendo que el racionamiento también afectaba a la policía.
Anotó los detalles de la desaparición de Ingmar con exactitud y nos prometió que se esforzarían por encontrarlo.
—Tendría que haber acudido antes a nosotros —apuntó.
—Creíamos que daría señales de vida —repuse yo—. Mi primo no es un joven temerario y no es impropio de él preocupar así a sus padres.
El inspector me miró unos segundos. ¿Quería asegurarse de que estaba siendo sincera? Poco después volvió a prestar atención al papel que tenía delante.
CUANDO SALIMOS DE la comisaría, Agneta sonreía. Se detuvo un momento y me contempló.
—Gracias —dijo.
—¿Por qué?
—Por haberte incluido en el plural cuando le has explicado a ese agente quiénes somos. Has defendido a tu familia, aunque nosotros te hayamos tratado mal.
Esas palabras me sorprendieron tanto que al principio no supe qué decir.
—A veces lo que cuenta es el presente, ¿verdad? —señalé, y después sonreí también.
Agneta me correspondió y juntas regresamos al coche.
—¿Por qué me ha mirado el inspector de esa forma tan extraña?
—Bueno, debe de haberse llevado una sorpresa al enterarse de que mis hijos tienen una prima. Tal vez se preguntaba de quién eres hija.
—Pero Lennard tiene una hermana y ella tiene hijos de mi edad. No sería tan raro.
—No, pero quizá haya visto rasgos de tu padre en ti. Hendrik era muy conocido en la zona, y aunque Hermannsson no lo conociera personalmente, resulta obvio que eres una Lejongård.
Miré el retrovisor e hice como si lo colocara bien, aunque en realidad quería contemplar mi cara. En ella solo veía el parecido con mi madre. No conocía el rostro de mi padre biológico, que hasta ese momento nunca me había interesado, porque para mí mi verdadero progenitor había sido Sigurd Wallin. Tal vez pudiera pedirle una fotografía a Agneta.