EL MES DE mayo iba pasando y ya nos acercábamos a junio. Con todo el trabajo de los establos y las demás tareas adicionales, no habíamos encontrado el momento para preparar la fiesta del solsticio.
—Madre mía, ¿cómo puede habérsenos pasado? —preguntó Agneta con espanto.
—Bueno, hay una guerra, y aunque hayan levantado en parte las medidas de oscurecimiento, el conflicto no ha terminado aún.
También yo estaba molesta con nuestro descuido. No tanto por la fiesta como porque había imaginado que, pasadas unas semanas o unos meses, la guerra ya habría acabado.
—Lo cierto es que preferiría no celebrar nada —dijo Agneta—. Cuando murieron mi padre y Hendrik también quise cancelar la fiesta, pero mi madre se opuso. Decía que teníamos una obligación social.
—¿Y por qué no lo hacemos?
—¿Qué quieres decir?
—Que la cancelemos. Sabes cómo nos ha afectado el racionamiento. Seguimos recibiendo más que los hogares normales, pero no podríamos celebrar un baile por todo lo alto. Además, el rey tampoco vendrá.
Apretó los labios. Todavía le dolía que la casa real le hubiera dado la espalda. A mí también me entristecía, pero entonces se me ocurrió una idea.
—O podríamos invitarlo como siempre —dije, ya que mi tía seguía callada—. Tal vez sería una forma de retomar el contacto con él.
—No vendrá —opinó ella, abatida.
—¡Eso no lo sabes! Además, de todas formas lo cortés es extenderle la invitación. Si la rechaza, sabremos dónde estamos. Pero si ni siquiera lo intentamos, tal vez desaprovechemos una oportunidad.
Me miró sin parecer muy convencida, pero asintió.
—Muy bien. Le enviaremos una invitación al rey.
—Y haz como si no hubiera pasado nada —añadí—. Puede que todo se aclare con un poco de nubbe.
—El rey nunca ha sido muy amante del alcohol —dijo Agneta, pero en su mirada apareció un atisbo de esperanza.
DECIDIÓ OCUPARSE ELLA misma de redactar la invitación. Escogió el mejor papel que teníamos y me sorprendió ver la obra de arte caligráfica que creó con la pluma. No obstante, al meter la carta en el sobre le temblaron las manos.
Asentí para animarla.
—Es lo correcto —dije—. Y no se trata de un ruego, sino de pura cortesía. Así le demostramos a la casa real que estamos por encima del asunto de los contratos.
—¿Y si no acepta la invitación?
—Entonces no habremos perdido nada y, aun así, nos habremos mostrado generosos.
Le quité el sobre de las manos, porque no quería que cambiara de opinión.
—Ahora deberíamos centrarnos en el resto de invitaciones —dije para intentar distraerla, y señalé la agenda de direcciones—. Aunque será mejor que excluyamos a algunos de los invitados habituales, porque, si no, Svea no dará abasto. Tal vez los de las fincas más alejadas.
—Pero… seguro que echarán en falta nuestra invitación.
—¡Qué más da! —exclamé—. Estarán tan ocupados como nosotros intentando mantener a flote sus propiedades. Ahora que los alemanes también se han apoderado de los Países Bajos y Bélgica, seguro que nadie pensará en la fiesta. —Callé un momento antes de continuar—. A nuestros socios comerciales sí los invitaremos, por supuesto. Y también a los vecinos directos. Aparte de eso, solo a la gente del pueblo. Serviremos alimentos sencillos, como corresponde al espíritu frugal de estos tiempos, y en lugar de orquesta llamaremos a los violinistas de la zona. Como entretenimiento, podemos organizar un largo paseo por la finca. Así, todos estarán cansados y no necesitarán tanto nubbe.
—Me temo que el nubbe será lo que más atraiga a la gente. Un poco de aguardiente puede obrar maravillas en tiempos de guerra. —Agneta lo pensó un momento. Después asintió—. Muy bien, celebraremos la fiesta más humilde que podamos. Solo nosotros y el pueblo. Si a nuestros supuestos amigos no les importa cómo está Lennard, tampoco tenemos por qué invitarlos.
—¡Bien dicho! —exclamé—. Después me acercaré al pueblo a caballo y lo anunciaré en la taberna.
LAS SEMANAS PASABAN y nos iban llegando las respuestas. Muchos de los invitados aceptaron, algunos se excusaron dadas las dificultades que tenían con los negocios o las fincas. No sabía si la pérdida del favor real había influido, pero Agneta sospechaba que sí, y eso la enfurecía.
La contestación del rey, en todo caso, se hacía esperar.
—¿Lo ves? ¿Qué te dije? —rezongó después de que repasáramos juntas las respuestas afirmativas para empezar a adjudicar los asientos—. No vendrá. Nos hace el vacío. ¡Igual que su familia!
—Es posible que la carta no le haya llegado —aduje.
—¡Es posible que nos haya proscrito! —Soltó un hondo suspiro—. ¡Ay, si me dejaran hablar con él! Tendría que haberme presentado en la corte hace tiempo.
—¿Para que quizá no te recibiera? —Negué con la cabeza—. No, has obrado bien. Por el tiempo que trabajé en el hotel sé que a veces los socios comerciales cambian de opinión. En el Grand Hotel tampoco se alegraron cuando supieron que el banquete de los premios Nobel ya no se celebraría allí, pero no podían evitarlo. En cambio, empezaron a organizar otros acontecimientos, y a fin de cuentas muchos de los invitados a la ceremonia seguían reservando habitación.
—¡Un hotel no es una finca! —espetó Agneta—. ¡Nuestra situación es diferente!
Llamaron a la puerta e interrumpimos nuestra conversación.
—¡Adelante! —exclamó la condesa.
—Señora, ha pedido que la avisáramos en cuanto llegara el correo —dijo Lena al entrar.
Llevaba dos cartas en la mano. Una parecía especialmente importante. Agneta se hizo con ellas y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—Gracias, Lena.
La doncella hizo una reverencia y se alejó hacia la puerta.
Mi tía buscó el abrecartas con nerviosismo, rasgó el sobre y sacó el papel que contenía con manos temblorosas. Entonces se quedó pálida.
—¿Qué ocurre? —pregunté, y me levanté de mi asiento.
No respondió. En lugar de eso, empezó a negar con la cabeza.
—¿Agneta?
Me acerqué, pero antes de que pudiera ver la carta, ella misma me la tendió. En el membrete se veía el blasón de la casa real.
—¡Ten! ¡Léelo tú misma! —exclamó, furiosa.
Repasé las líneas al vuelo y entonces comprendí qué la había turbado tanto.
—«Muchas gracias por su invitación» —leí en voz alta—. «Por desgracia, debido a otros compromisos, a la familia real le es imposible…» —Me interrumpí—. O sea, que no viene.
—¡Tal como te dije! —repuso—. Los Bernadotte ya no quieren saber nada de nosotros.
Miré el papel. Esas líneas escritas con tanta neutralidad no dejaban entrever la intención que se escondía tras ellas.
—Al menos han contestado —dije, y bajé la mano con la carta. También yo estaba decepcionada, pero a veces era bueno tener una certeza—. Eso quiere decir que al menos no nos hacen el vacío.
—¡Quiere decir que les damos igual! —insistió Agneta—. ¡Pues muy bien! ¡No les importamos! ¡Saldremos adelante de todos modos!
Me acerqué a ella y la abracé. Por un momento sentí su resistencia, luego dejó que la estrechara.
—¡No te lo tomes tan a pecho, Agneta! El rey no va a venir, pero seguiremos intentándolo. Todos los años. Algún día cederá. Además, hay cosas más importantes que preocuparse por la casa real.
Parecía que iba a rebatirme, pero al final asintió.
—Es cierto. Y si te soy sincera, habría preferido recibir una carta de Ingmar.
—También yo —dije, y sentí una leve punzada de inquietud.
Ingmar no necesitaba ninguna invitación, sabía cuándo celebrábamos la fiesta en la finca. ¿Haría acto de presencia y aliviaría así nuestra angustia?
A PESAR DE la ausencia del rey, la fiesta del solsticio fue una de las más bonitas que habíamos organizado nunca. Cuando el sol había pasado del cenit, nos preparamos para salir de excursión. Fuimos unas cien personas las que recorrimos los pastos entre cantos. Lennard insistió en acompañarnos, así que Agneta y yo lo tomamos de un brazo cada una. La luz del sol parecía transmitirle tanta energía que consiguió acabar la marcha sin problemas.
Para contribuir al banquete, las mujeres del pueblo prepararon varios pasteles y algunos pollos, y un pescador aportó arenques adobados. Yo había ayudado a las criadas a decorar el mayo, y en lugar de montar una puesta en escena grandiosa y pedir sillas prestadas de Kristianstad, sacamos los muebles que pudimos encontrar por la casa. De modo que nos sentamos todos juntos, las criadas con los agricultores, las mujeres de las granjas con nosotros, y brindamos y disfrutamos de un sol maravilloso. Lennard hizo una excepción y se permitió tomar alimentos sólidos, lo cual le alegró el día, y por un momento casi pareció que la guerra era algo secundario.
Solo el hecho de que Ingmar no apareciera empañó un poco nuestro ánimo. Agneta y yo esperábamos que se presentara, pero por mucho que se nos fueran los ojos hacia la entrada, no lo vimos allí. Pese a todo, al final el nubbe consiguió distraernos y nos sentimos repletas y contentas.
Cuando la fiesta terminó y los invitados empezaron a regresar a sus casas, me quedé un rato sentada con mi tía en el pabellón, a la luz de una bombilla antiaérea. Estaba algo callada, lo cual no era de extrañar, ya que no había visto a su hijo preferido.
—Tengo algo para ti —me dijo de repente, y me entregó un objeto pequeño que resultó ser un medallón.
Lo abrí y me encontré con la fotografía de un joven muy parecido a ella. Un instante después comprendí de quién se trataba.
—Es tu hermano, ¿verdad?
—Tu padre, sí. Él me regaló este medallón. Lo he encontrado mientras ordenaba los cajones.
—¿Has hecho limpieza?
—Sí. Ya iba siendo hora. No es que me faltara espacio, pero estaban llenísimos de cosas que no necesito. Y he encontrado eso.
—Gracias —dije mientras contemplaba con atención los rasgos del hombre. Era muy apuesto—. ¿Por qué nunca has pintado a tu hermano? A tus padres los has retratado para la posteridad, pero a tu hermano no. O, al menos, nunca he visto ese cuadro.
—Nunca lo he pintado, no —repuso Agneta—. No he sido capaz de hacerlo. —Alcanzó su vaso de licor y apuró lo que quedaba de nubbe—. La última imagen que guardo de él en la memoria es de cuando estuvo en el hospital, todo vendado. Antes de eso, llevaba varios meses sin verlo. No sé… Es como si me diera miedo volver a verle la cara. Tal como era antes de la terrible desgracia. Creo que no podría soportar verlo cada vez que bajo la escalera. Por eso renuncié a su retrato. Las miradas de mis padres no me asustan.
Acaricié la fotografía con el pulgar.
—Es una lástima que no pudiera conocerlo.
—Sí, una auténtica lástima. Te habría querido mucho, y a tu madre también. Habrían encontrado impedimentos, pero seguro que Hendrik habría conseguido superarlos. Además, mira cómo ha cambiado el mundo. En el futuro nadie juzgará quién se casa con quién. Tal vez llegue el día en que un rey sueco se case con una plebeya. Quién sabe…
—Gracias —volví a decir—. Por el retrato. Así puedo hacerme una idea de cómo era mi verdadero padre.
Agneta asintió. Vi que se le humedecían los ojos, pero no lloró. Sonreía.
Más tarde, cuando me retiré a mi habitación, me sentía algo ebria pero con la claridad suficiente para acercarme al escritorio. Abrí el cajón y toqué el encendedor que guardaba allí. Dejé el medallón al lado. Las reliquias de mis padres. Brillaban con destellos dorados. Ambas habían pertenecido a unos hombres cuyas vidas habían terminado demasiado pronto.
A ambos los honraría siempre.